¿SABÉIS DE QUIÉN HABLO?
Acertaba siempre. Primero lanzaba el dardo, luego dibujaba
la diana.
Es de esas personas que nunca olvidan un favor, pero solo si se lo niegan.
Es de esas personas que nunca olvidan un favor, pero solo si se lo niegan.
Sabes que puedes contar con él siempre que te necesite.
Domingo, 3 de febrero
ANTIGUA SABIDURÍA
Hojeo distraído en el Fontán un libro de título poco
prometedor, Sobre la índole del hombre,
firmado por un ignoto E. Sylvester. Lo primero que encuentro es el siguiente
fragmento: “Tres cosas sabe el niño que el adulto a menudo olvida. Primera,
estar alegre sin motivo; segunda, no permanecer ocioso ni un instante; y
tercera, reclamar con energía lo que le hace falta”. Lo firma el Gran Maggid,
un judío del siglo XVIII. El subtítulo aclara: “La sabiduría de los pueblos
antiguos: chinos, hindúes, egipcios, babilonios, judíos, persas, griegos”.
Tiene todo el aspecto de una de esas recopilaciones que tanto le gustaban a
Borges. Y no me extrañaría que, como en ellas, hubiera algunos textos
apócrifos. Quizá el propio autor sea un apócrifo. De él no conozco más que otra
obra, Yo, tú y el mundo, del mismo
estilo. El traductor de ambas es Alfredo Cahn, un judío argentino, nacido en
Zurich. Fue traductor y corresponsal de Stefan Zweig. En marzo de 1933, recién
llegado Hitler al poder, este le escribe: “Ah, querido señor Cahn, si usted
supiera qué tiempos estamos viviendo ahora. Probablemente muchas de las
tensiones se resolverán a la larga, pero por el momento para autores ‘de una
raza extranjera’ como yo todo está muy mal en Alemania; y la situación en
Austria, en el filo de la navaja”.
Sigo
leyendo: “Cinco cosas oscuras socavan la vida del hombre. La primera, el báculo
de mendigo en la vejez; la segunda, el errar por el extranjero; la tercera, la
enfermedad constante. Las otras dos son las más oscuras, tanto que no tienen ni
siquiera nombre”.
Lunes, 4 de febrero
INVITACIÓN
Al salir por la mañana de casa, me encontré con un amigo al
que hacía tiempo que no veía, casi desde que estudiamos juntos en el antiguo
convento de San Vicente, frente a la celda de Feijoo. Yo no le reconocí, pero
él me reconoció de inmediato. “No has cambiado nada”, me dijo. Hablamos un rato
de los compañeros y los profesores de entonces –“algunos todavía siguen dando
guerra, como Gustavo Bueno”– y luego, súbitamente, cambió de tono: “No ha sido casualidad
que te encontrara. Quería verte. Tengo un problema”. Me sorprendí un poco. ¿Un
problema? ¿Y se acordaba de mí después de casi cuarenta años? Le miré. No
parecía de los que se dedican a pedir dinero a los antiguos conocidos. “¿Tienes
algo que hacer? Te invito a comer. En mi casa”. Me negué todo lo que pude, pero
al final acepté. No tenía nada que hacer y, aunque no soy de esas personas que
necesiten que les ayuden a llenar su tiempo, sentía curiosidad. “Te gustará mi
casa, ya lo verás”. Vivía en una casona junto al mar, entre Candás y Gijón;
delante del porche, que miraba hacia el sur, había dos esbeltas palmeras.
“¿Hace mucho que vives aquí?”, “Desde que murió mi abuela. La vi poco mientras
vivía; había reñido con mi madre y no se hablaban”. En cuanto bajamos del coche,
aparecieron dos ancianos que se acercaron a saludarnos. “Son Luis y María,
llevan aquí toda la vida”. Yo estaba lleno de curiosidad. ¿Qué querría
contarme? En realidad, tampoco habíamos sido muy amigos. Me pasó algunos
apuntes –yo estudiaba y trabajaba y había clases a las que no podía asistir– y
a cambió le ayudé en algún trabajo para la asignatura de Martínez Cachero
(recuerdo un comentario de Las semanas
del jardín, de Ferlosio). En seguida pasamos al comedor. “Ya sé que es un
poco tarde para ti. Comes siempre a las dos. Como ves, estoy al tanto de tus
costumbres”. Sonreí. Eran las dos y cinco. Soy maniático, pero no tanto. La
mesa del comedor estaba puesta como para una comida de gala, con flores en el
centro, cubertería de plata, vajilla que parecía antigua y de calidad. “¿Sabías
ya que ibas a tener invitados? No me di cuenta de que telefonearas para
avisar”. Sonrió sin decir nada. Había tres cubiertos. “¿Tu mujer come con
nosotros? No me has hablado de ella”. “No estoy casado. Lo estuve hace tiempo,
pero ya no”. Le había cambiado la expresión, se había puesto más serio. Comencé
a arrepentirme de haber aceptado la invitación. Me gusta repetir que soy el
hombre más rutinario del mundo, pero en realidad aprovecho cualquier pretexto
para alterar mi rutina. Durante la comida –excelente– apenas habló. Todos los
temas que yo tocaba fueron contestados con monosílabos. Como las anécdotas de
los tiempos de estudiantes se me agotaron pronto, y no teníamos nada más en
común, acabé callando y bebiendo más de lo que acostumbro. El tercer cubierto
había quedado sin utilizar, pero no fue retirado. A tomar café salimos a una
gran terraza que daba sobre el mar, algo amenazador bajo un cielo de negros
nubarrones. “Te estarás preguntando para qué te he hecho venir hasta aquí,
aparte de para conocer mi casa, que pongo a tu disposición. Arriba, bajo
cubierta, hay un estudio abuhardillado, con dormitorio y baño, en el que puedes
quedarte a escribir siempre que necesites tranquilidad”. La verdad es que yo tranquilidad
no necesito mucha. Vivo solo y tengo conmigo toda la tranquilidad del mundo,
tengo para dar y regalar. Quizá por eso me gusta leer en el barullo de los
centros comerciales. Le agradecí la generosa invitación y quedé a la espera de
que me contara el motivo por que el que me había llevado hasta allí. “Te
estarás preguntando…”, empezó. Y sí, me lo estaba preguntando, llevaba un buen
rato preguntándomelo. Entonces, imprevistamente, comenzó a oírse una voz de
mujer que cantaba en algún cuarto cercano. Mi amigo se quedó callado,
escuchando, parecía a punto de llorar. Se levantó bruscamente. “Me parece que ya
te he entretenido demasiado; lo mejor será que te lleve de vuelta a Oviedo”.
“Pero ¿y lo que tenías que contarme?”. “Otro día, otro día”. De pronto parecía
haberle entrado mucha prisa. Los guardeses estaban ya junto al coche esperando
para despedirse. Al dar la vuelta el vehículo para salir, creí vislumbrar un
rostro triste que nos miraba tras uno de los ventanales del primer piso. Volví
luego la cabeza, pero ya no estaba. Durante el trayecto de regreso, mi antiguo
compañero se volvió tan locuaz como antes de la comida, pero hablaba de cosas
de actualidad, nada personal. Al dejarme frente al portal de mi casa, en la
calle Murillo, le invité a subir. “Otro día; ahora tengo un poco de prisa. No
te olvides de mi invitación”. ¿Su invitación? ¡Qué extraña invitación aquella!
Pero hace tiempo que he renunciado a explicarme las cosas que me pasan. Me
limito a aceptarlas y a contarlas, las entienda o no.
Martes, 5 de febrero
BAJAR LA FIEBRE
También enferman las ideas. Esa es la tesis central de
Umberto Galimberti en Los mitos de
nuestro tiempo, un libro que acabo de recibir. Las ideas se adormecen, se
anquilosan, a veces se apagan como las estrellas. Algunas están tan arraigadas
en nuestra mente que actúan “como preceptos hipnóticos que no admiten crítica
ni objeción”.
Conviene poner de vez en cuando
en cuestión a aquellas ideas en las que creemos más firmemente. No tener
ninguna duda de algo es suficiente razón para comenzar a dudar de ello.
Yo no sé cómo bajarles la fiebre
a mis ideas. Lo he intentado todo, sin éxito.
Miércoles, 6 de
febrero
EL HOMBRE ACECHA
Las peores ofensas son las que hemos hecho sin darnos
cuenta. Esas son las que jamás nos perdonan. El mayor enemigo está siempre
cerca, muy cerca, en la familia, entre los más amigos, afilando el puñal,
aguardando el momento.
Jueves, 7 de febrero
LOS JUGADORES
No podía dormir. Daba vueltas inquieto en la cama. Fuera
soplaba el viento y se oía el golpear de la lluvia en el tejado. Debería estar
a gusto allí, entre las sábanas, calentito. Pero no lo estaba. Me levanté de un
salto, me vestí, me abrigué bien, cogí el paraguas y salí a la calle. Debían de
ser las cuatro o las cinco de la madrugada. ¿Qué buscaba? Quizá solo pretendía
alejarme de mí mismo, sin darme cuenta de que llevaba conmigo todo aquello de
lo que huía. Subí hasta el centro, no había ni coches ni peatones, solo de vez
en cuando me cruzaba con algún taxi, sin duda llamado para alguna urgencia.
Cerca de la plaza de la catedral, noté que una sombra me seguía. Tuve miedo, me
di cuenta de lo absurdo de mi comportamiento. “Seguro que van a atracarme”, pensé.
Quería caminar más rápido para perderle de vista, pero como en los sueños hice
todo lo contrario: me puse a andar más despacio, dejé que se acercara. “Mal
momento para dar un paseo”, dijo. “No podía dormir”, me disculpé. “A mí me pasa
lo mismo, no puedo dormir, nunca duermo. Conozco un sitio agradable abierto a
estas horas, ¿le apetecería acompañarme?”. Había comenzado a granizar con
fuerza, nos habíamos refugiado en un portal. “Hasta el infierno será más
agradable que esto”. Sonrió: “Le puedo asegurar por experiencia que no es así”.
Me llevó hasta un garito de la calle Mon, lleno de humo, en el que se jugaba al
póquer. “Yo no juego, nunca he jugado”. “Yo tampoco, pero me gusta ver jugar y
a veces presto dinero a algún jugador en apuros. He hecho así muy buenos
negocios”. Uno de los jugadores me reconoció e hizo un gesto de extrañeza.
“Nunca me habría imaginado verle a usted por aquí”. Pero en seguida se olvidó
de mí, absorto en el juego. Le envidié, envidié a todos los que estaban en
aquel lugar. Eso es lo que yo necesitaba: una pasión más fuerte que yo, que me
impidiera pensar en otra cosa, que me impidiera pensar en mí mismo. De pronto
me entró el sueño, comencé a quedarme dormido. El hombre que me había llevado
hasta allí me sacudió del brazo. “Mejor que vuelva a casa”, dijo. No sonreía,
su gesto me parecía amenazador. Instintivamente me tanteé los bolsillos: “Me
han robado la cartera, no encuentro las llaves”. “Pues las habrá perdido. Aquí
nadie roba nada”. Uno de los jugadores se levantó de un salto, apartando hacia
atrás bruscamente la silla. “Yo ya he terminado, le acompaño a casa”. Le
conocía, estaba seguro, pero no recordaba dónde le había visto antes. De pronto
un nombre me vino a la memoria. Lo repetí en voz muy baja, como otras veces antes.
“No es posible que seas tú. Estás muerto”. Sí, estoy muerto y tú has venido a
visitarme al infierno”.
Luego por
la mañana, al recordarlo todo después de un breve sueño, pensé: “Al infierno o
al paraíso, ¿quién puede saberlo?”
Viernes, 8 de febrero
MALA PERSONA
Un antiguo contertulio, que nos abandonó pronto para buscar
mejores valedores en otra parte, publica, tras doce años de espera, su segundo
libro. En este tiempo ha sido incluido en todas las antologías de poesía joven.
El libro, tan largamente gestado, no vale nada. “¡El parto de los montes!”,
digo yo en la tertulia con recochineo. “Parece que te alegras, como si te
quisieras vengar”. Y yo: “No, no. ¿Cómo me voy a alegrar del fracaso ajeno? Me
parece peor que el primero, tan prometedor, pero me gustaría mucho estar
equivocado”.
¡Pobre Fruela! Pero como todo el libro sea como el poema que hay de muestra en la página de pre-textos, pues...
ResponderEliminarYo no he mencionado a nadie, que conste.
ResponderEliminarJLGM
Tras las palabra Amigo siempre hay una dama perversa que finge estar triste. Siempre, con su canto en la distancia, pretende imponernos sus correajes y ataduras para mantenernos en silencio. Es que el Amor es así y yo la amo con todas mis fuerzas, lo que pasa es que no acaba de darse cuenta que yo soy un perro vagabundo al que le gusta correr detrás de los gatos. Como siempre la parte literaria de su blog es magistral y a mí; me gusta imaginarme tontería mientras la leo. Un saludo cordial.
ResponderEliminarHombre, el comentario de JLGM me recuerda a lo que hacían en la radio los de Gomaespuma. Leían ante el micrófono cartas de oyentes, y decían que el autor había pedido permanecer en el anonimato. Así que, seguían diciendo, no diremos que se llama (aquí nombre y apellidos), ni que vive en (aquí dirección completa). Y el otro: no, no lo diremos, de ninguna manera. No estaría bien.
ResponderEliminarPues el ejemplo no es demasiado adecuado porque en este caso los que quieren ser anónimos, claro que siguen siendo anónimos (bien a mi pesar, cierto).
ResponderEliminarJLGM
No es verdad que la persona a la que aludes fuera a buscarse "mejores valedores" en otra parte. Muy joven se marchó de Asturias a estudiar a otra región con lo que tenía algo difícil acudir los viernes a la cita ovetense.
ResponderEliminarTu triste nota parece un ejercicio de Schadenfreude: alegría por el mal ajeno.
No entiendo la dureza de tu crítica. Decir de un libro que no vale nada, no es decir gran cosa si no se da al menos una breve
explicación.
No es una reseña ni una crítica, amigo Alba. Este no es espacio para ello (para eso está "Crisis de papel"). Simplemente dejo constancia de que el libro me pareció poca cosa, el parto de los montes, en una primera hojeada. Dejo para otros darle la adecuada valoración. Y sí mi apunte refleja algo de alegría, si no por el mal ajeno, si por el poco acierto de los Villena y otros antólogos impacientes. No dice mucho en mi favor ese alegrarse porque alguien resbale con la piel de plátano de la vanidad. Pero, en fin, nadie es perfecto.
ResponderEliminarY a lo mejor el libro es magistral. Seguro que a Carlos Pardo, por citar un ejemplo, se lo parece.
JLGM
Geguería: Si lees algo grande -"La marcha Radetzky" de J.Roth, por ejemplo- lo de los otros te parecen bagatelas.
ResponderEliminarEs curioso de qué manera JLGM nos reitera, una y otra vez, relatos en los que aparece él "acosado" por personajes rarillos que le salen al paso, algunos con perfil de neurótico de libro, y que parecen estar a su acecho y que le abordan por la calle, en el café, en los lavabos de un cine..., y que en casi todas las ocasiones porfían por llevarlo a su casa con pretextos de lo más peregrino.
Debo decir sin pizca de guasa que mientras los leo siento cierto desasosiego morboso, el pálpito de que el misterioso acosador va a proponerle al fin... un rollo gay. Luego, el suflé termina desinflándose canónicamente y el hombre extraño pone sobre la mesa fotos de su mujer y de los niños, habla de su suegra... O como en esta ocasión, que alcanza a oír la voz de una mujer que canta en la habitación de al lado (sin que Kurtz se tome la molestia de averiguar si está encerrada de buen grado o es la víctima de un sádico). Lo que me empieza a cansar es el manido recurso de contar que se da la vuelta y comprueba que el tipo raro ha desaparecido. Demasiado visto para que cause el menor repelús.
Pero, en fin, no todos han de tener la imaginación de Poe.
Por lo demás, bien.
Eso espero también siempre yo, lo del rollo... Y nada.
ResponderEliminarJLGM
Paciencia, buen Martín: Dios proveerá.
EliminarPues como se demore mucho, ya no tendrá gracia.
ResponderEliminarJLGM