Nada tiene que ver el café Florían de las gélidas noches de
invierno con el del resto del año, cuando toca la orquesta y se llena de
turistas. Ningún veneciano se asoma entonces por allí, a no ser que acompañe a
algún amigo de fuera, como ningún veneciano se subiría jamás a una góndola, a
no ser, claro, que sea amigo del gondolero y le lleve gratis a dar una vuelta.
En invierno,
el café parece otro. Siempre medio vacío, le anima alguna anciana tertulia o
algún solitario que deja pasar el tiempo en un rincón. Uno de esos solitarios,
aquel invierno de hace más de veinte años, era yo. Cuando conocí a la marquesa
--siempre que vuelvo a pensar en ella la llamo así porque no me dijo su nombre
y vivía en una caserón palaciego--, estaba yo leyendo Mil y un fantasmas de
Alejandro Dumas, una serie de historias enlazadas que me devolvían a la
adolescencia fascinada por Los tres mosqueteros. Ella también solía
beber sola. Una noche salió tras de mí y me alcanzó cuando abandonaba la piazza
por la Torre del Reloj. Me sorprendió su saludo. Si buscaba un cliente, no
había dado con la persona adecuada. En realidad lo buscaba, pero de un tipo
distinto del que en un principio podía uno pensar. Me gustaba leer, eso era
claro. Y ella tenía libros que podían interesarme. Sentía tener que
desprenderse de ellos, pero a veces la necesidad… Y ya se había desprendido de
tantas otras cosas.
“¿Dónde se
aloja usted?”, me preguntó. Yo paraba en un hotel frente a Santi Apostoli. “¿Quiere
pasar ahora por mi casa? Le queda de camino”. Podía haberlo dejado para el día
siguiente, pero si se trata de libros nunca he sabido esperar.
Aunque no
era muy tarde, ya no había nadie en las calles, estrechas y oscuras. No me
pierdo en Venecia, pero solo si voy de un lugar a otro por el camino al que
estoy acostumbrado. En cuanto me desvío un poco, ya estoy en un laberinto del
que tardo en encontrar la salida.
Por un
estrecho pasadizo, cuando yo ya comenzaba asustarme, salimos a un pequeño campo
que no reconocí. Tenía el habitual pozo en el centro y una iglesia de fachada
semejante a la de tanta otras. Abrió la puerta de un oscuro edificio y nos
encontramos en un patrio empedrado con una escalera al fondo. Dejamos atrás los
dos primeros pisos y seguimos por otra escalera estrecha y empinada.
----Antes, todo era de mi
familia; ahora tengo que conformarme con este palomar.
Por un ventanuco, se asomaba la
luna. Encendió una vela. “Me han cortado la luz”, dijo. Los libros estaban en
dos baldas; había otros amontonados en el suelo. El primero que hojeé era de
D’Annunzio y estaba dedicado. Leí en voz alta el nombre del “caro amico”.
----Es mi padre. Estuvo con él en
la hazaña de Fiume.
Como
olvidada de mí, cerró los ojos y estuvo en silencio un largo rato que comenzó a
inquietarme. Luego se puso a rememorar aquella historia.
LA HAZAÑA DE FIUME
----Apenas conocí a mi padre.
Otra habría sido mi vida si él hubiera vivido más tiempo. ¿Sabía usted que
estuvo a punto de cambiar la historia de Italia? No. ¿Cómo había de saberlo?
Poca gente lo sabe. Mi padre era amigo del príncipe Fritz Hohenlohe, que fue
quien hizo construir la Casetta Rossa a orillas del Gran Canal. Allí conoció a
D’Annunzio. Mariano Fortuny también la frecuentaba y, como era de gran estatura
y muy gesticulante, casi siempre acababa causando algún estropicio, según
contaba mi padre entre risas. Aquella casita era como una casa de muñecas y
estaba llena de preciosos objetos de anticuario, casi todos del siglo XVIII,
que era la época favorita del príncipe. ¿Conoce usted el museo Fortuny? Allí
podrá ver un retrato de Donna Zita, la mujer de Fritz. Incluso la utilizó en el
anuncio de no sé qué mantequilla, ya sabe usted que Fortuny era una empresario
muy inventivo, además de un gran artista. Durante la Gran Guerra, los príncipes
tuvieron que abandonar Venecia, ya que eran austriacos. La Cassetta Rossa quedó
a disposición del poeta. Quiso ir al frente, a pesar de que ya no estaba en
edad de combatir. Sus hazañas como aviador ---llegó a sobrevolar Viena, perdió
un ojo durante un amerizaje-- aún siguen asombrando al mundo. Vivía en Francia
cuando estalló el conflicto y desde el principio hizo todo lo posible para que
Italia participara. Entramos en la guerra en 1915, nos comportamos
heroicamente, pero nuestros aliados nos traicionaron. Fue la nuestra una
victoria mutilada, como dijo el poeta. No nos devolvieron lo que por historia nos
pertenecía, las ciudades venecianas de la costa dálmata. D’Annunzio enardeció al
pueblo clamando contra aquella traición, que el gobierno de entonces toleraba
sumiso. Un día, el 11 de septiembre de 1919, él solo decidió reconquistar
Fiume. Se puso en marcha y en seguida muchos valientes comenzaron a marchar
tras él. El primero de todos, mi padre. Las tropas que protegían aquel enclave
no se atrevieron con el héroe y al día siguiente proclamaba la incorporación de
la ciudad de Fiume al reino de Italia. Pero el gobierno se negó a aceptarla
para no molestar a los aliados. Creó entonces la regencia de Carnaro, le dio
una constitución ejemplar y leyes igualitarias y justas. Fue la utopía hecha
realidad. “El paraíso en la tierra”, decía mi padre. Pero aquello no podía
durar. D’Annunzio tuvo que irse y se creó el Estado Libre de Fiume, que duró
hasta que Mussolini lo incorporó a Italia.
ENEMIGOS ÍNTIMOS
Habrá usted leído que Mussolini y D’Annunzio fueron grandes
amigos, que el segundo fue el precursor del primero, el San Juan Bautista del
Mesías del fascismo. Nada más erróneo. En 1920 Mussolini no era nadie comparado
con el poeta, que reunía multitudes donde quiera que iba. Todavía en 1922,
cuando la marcha de Roma, Mussolini no las tenía todas consigo. D’Annunzio podía
haberse puesto al frente del movimiento y él no habría pasado de oscuro
periodista. Por eso lo quiso asesinar. ¿No lo sabía usted? Hay muchas cosas que
no cuenta la historia. El 15 de agosto de 1922 debía encontrarse con Mussolini,
pero unos días antes el poeta sufre un extraño accidente y el encuentro no
tendrá lugar. Dijeron que se había caído por una ventana de su casa, en
realidad había sido asaltado por un par de matones fascistas, que no le dieron
muerte gracias a la rápida intervención de mi padre, que por aquellos días no perdía
de vista al poeta, en competencia con ese aprovechado de Tom Antongini, que
luego se haría de oro contando las intimidades del escritor. D’Annunzio era un
vate y por eso tenía cualidades de vidente. Adivinó que Mussolini iba a llevar
a Italia a la ruina, aliándola con quienes habían sido sus enemigos en la Gran
Guerra, Alemania y Austria, y enfrentándola a Francia, su otra patria.
Mussolini no se atrevió a volver a atentar contra el poeta. Prefirió encerrarle
en una cárcel de oro, la villa del Vittoriale, que D’Annnuzio pudo ampliar y
redecorar a su gusto y le proporcionó en gran abundancia honores, cocaína y
mujeres, que era todo lo que el héroe cansado necesitaba para ser feliz.
Pero antes de rendirse, el poeta hizo
un último esfuerzo para liberarnos. Mussolini, ya en la plenitud de su poder,
anunció su visita al Vittoriale, y el poeta sacó una pistola nacarada que
guardaba en una vitrina y que había
pertenecido a Garibaldi, y se la entregó a mi padre: “Aquí está la salvación de
Italia”, le dijo. Mi padre, que estaría presente en el encuentro, debía
dispararle a quemarropa al dictador y luego pegarse un tiro para no delatar a
nadie. No dudó ni un momento en aceptar el encargo.
Nunca logré saber por qué no lo
hizo. ¿Le faltó valor en el último instante? A mi padre no le faltó el valor
nunca. A quien debió faltarle fue al poeta, ya muy debilitado por los excesos,
que cambiaría de idea porque no se vio con fuerza para ponerse al frente del
país tras el magnicidio, como era su intención y la esperanza de muchos.
Pero le estoy aburriendo con mis
historias. ¿Ha encontrado algún libro de su gusto? Ya solo me quedan los pobres
restos de lo que fue una de las mejores bibliotecas de esta ciudad.
EL LAZARILLO PERDIDO
Había cosas
de interés entre bastante morralla. Aparté Contro uno e contro tutti y Notturno,
ambos dedicados, de D’Annunzio; varios Pirandellos; una versión española de Quizá
sí, quizás no con prólogo de Ramón Gómez de la Serna y un tomito
descabalado en el que llamaban la atención el ancla y el delfín de Aldo Manucio.
----¿Tiene más libros antiguos
como este?
----Pocos, entre ellos uno que
era la lectura favorita de mi padre, un Lazarillo editado aquí en
Venecia.
Se me abrieron los ojos.
----¿Puedo verlo?
----No lo tengo a mano, ya se lo
busco otro día.
Quise pagar
los libros que había apartado y entonces me di cuenta de que apenas llevaba
dinero. “Ya me los pagará mañana”, dijo. Pero no se los pagué nunca. Al día siguiente
no apareció por el Florian ni ningún otro de los pocos días que quedaban de mi
estancia en la ciudad. Intenté buscar su casa, pero no fui capaz de dar con
ella. Y desde entonces no hay día en que no sueñe en que quizá ese Lazarillo
que no llegué a ver –y que aún me aguarda en un rincón de Venecia-- fuera la
perdida primera edición, esa que algunos darían media vida por encontrar.
Preciosa historia. En Venecia puede pasar cualquier cosa
ResponderEliminarGracias don jose luis por esa historia italians.. Mayor Thompson
ResponderEliminarYo creo que lo que D'Annunzio proclamó fue "Lo Stato Libero di Fiume", una especie de Ciudad-Estado libre nada menos que en el siglo XX, otorgándole una Constitución singular en la que los valores artísticos y literarios jugaban un papel esencial, y la propiedad privada, aunque se respetaba, estaba al servicio de la comunidad. D'Annunzio no tenía parangón y el mundo se le quedaba pequeño. No digamos los "ismos".
ResponderEliminarFue luego Mussolini el que anexionó Fiume a Italia, acabando con aquel status único y extraño, y de paso condenando a la ciudad a los brutales ataques artilleros aliados y finalmente perdiéndola en beneficio de Yugoslavia (hoy Croacia). Cuando D'Annunzio la tomó, la mayoría de la población era italiana o italiano-parlante. Después de la 2ª Guerra Mundial el 80% de los habitantes fueron expulsados o se vieron obligados a huir de la ciudad, bajo el mariscal Tito. Así manejan los políticos las poblaciones a su antojo, en un ajedrez siniestro (y sigue hoy, claro).
Creo que la señora librera tenía razón, y que D'Annunzio fue muy consciente de su superioridad intelectual y moral sobre Mussolini. A fin de cuentas, este era poco más que un matón arrogante, mientras que D'Annunzio era un intelectual entreverado de hombre de acción, con un pensamiento originalísimo.
José Luis debería haber seguido indagando por el paradero de la anciana, como corresponde a un ferviente coleccionista de primeras ediciones.
Tienes parte de razón. D'Dannunzio fue fugazmente jefe del Estado Libre de Fiume, pero solo porque el reino de Italia se negó a aceptar la incorporación de ese territorio. En 1920 lo abandonó. Ya nada tuvo que ver con el Estado Libre de Fiume (no demasiado libre, un "protectorado" de las potencias vencedoras en la Gran Guerra) que duró hasta que Mussolini lo incorporó a Italia y llevó a cabo una verdadera limpieza étnica contra los eslavos (reproducida luego contra los italianoscuando se incorporó a Yugoslavia).
ResponderEliminarLa mujer del Florian no era una anciana, o no lo parecía. Y todavía confío en que el azar me permita volver a dar con ella.
Así es, el Estado Libre de Fiume se mantuvo nominalmente como tal entre 1920 a 1924, aunque ya desde 1922 estuvieron presentes tropas fascistas italianas, invasoras. Fue todo muy teatral y muy escenificado, como correspondía al personaje del utopista poeta-aviador. Y en buena medida consentido, claro está.
EliminarSé que en algunos momentos hubo mala convivencia y tensión entre croata-eslovenos e italianos. Pero no tenía referencia de nada que se pudiera calificar de "limpieza étnica" contra eslavos. Después de la WWII, en cambio, la limpieza anti-italiana está documentada, con cifras muy variables de asesinados, arrojados a las fosas naturales que abundan en la zona, las "foibe". Un episodio histórico que, en conjunto, más parece delirio que realidad.
De más entidad cuantitativa, y también a causa de estar "en el lado equivocado" es el caso de Hungría, que perdió dos terceras partes de su territorio tras el tratado de Trianon, post WWII, en beneficio de los países colindantes, en especial Rumanía, donde habitan inmensas "bolsas" de población magyar, de habla húngara. Son bombas de relojería que van dejando por el mundo los gobernantes con sus vengativas compensaciones bélicas. Es cierto que hubo ejércitos húngaros combatiendo junto a los del III Reich. Pero es dudoso que los soldados estuviesen allí de buen grado.
Falta el nombre de la señora. ¿No te lo dijo?
ResponderEliminarLa errata más curiosa está en LA HAZAÑA..., en el último párrafo un poco más abajo de la mitad. "que el gobierno de entonces oleraba sumiso". Olerar, curioso verbo.
Quiere decir que "se 'olía' la tostada y no hizo nada"
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