“Yo no me decidía a venir”, dijo Marcos. “Me cuesta salir de casa. Me parece imposible que Martín me convenciera para andar dando tumbos por carreteras perdidas hasta llegar al pazo. Ahora me siento como en una de esas novelas de P. G. Wodehouse con muchos disparates y ninguna desdicha. La primera noche, en mi habitación, estaba pensando en lo a gusto que me fumaría un cigarrillo, pero no sabía si estaría bien fumar dentro de la casa. Y entonces llamaron suavemente a la puerta y entró Lucas con un cenicero. Con dos, mejor dicho. Uno lo dejó en la mesita del centro y el otro, tras abrir la gran cristalera, en la mesa de la terraza, una terraza inmensa sobre el mar y el bosque y toda coronada de estrellas. Pensé en Jeeves, el mayordomo de las novelas de Wodehouse, que parece saber, mediante una especie de telepatía, el momento justo en que necesita algo su señor, que entra con una taza de té en el dormitorio dos minutos justos después de que se despierte, y la reconfortante bebida está siempre en su punto: ni demasiado caliente, ni demasiado floja ni demasiado fuerte, no tiene demasiada leche y ni una sola gota se ha derramado sobre el platito”.
“Dickens decía que pocos lugares había a los que les fuera tan grato regresar, cuando estaba de mal humor, como aquellos en los que nunca había estado. A mí, cuando vuelva a la vida verdadera, a ningún lugar me resultará tan
“Yo el viernes pasado fui hasta Gijón, a leer poemas en la Semana Negra, y he vuelto sin ninguna dificultad. Estuve en la primera, allá por 1988, el año del centenario de Pessoa, y algo escribí en A quemarropa sobre Pessoa y la novela criminal; también sobre Aleister Crowley, nuestro presunto anfitrión. A ver si algún día le da por hablarnos de su relación con el poeta. Leía poemas a la una de la madrugada, una hora en la que no suelo estar despierto. Todo aquel bullicio, aquella surrealista mezcla de libros y fritanga, de luces estridentes y playa oscura y silenciosa, presididos por la inmensa noria, me recordó de pronto a Coney Island, al Coney Island de los años cuarenta, de las películas en blanco y negro, con sus marineros que tiran al blanco y las rubias oxigenadas que se les abrazan a la cintura, y también al Coney Island actual de las películas de James Gray. Cuando yo pasé por allí era un lugar solitario y apacible, con el parque de atracciones cerrado, y los largos paseos de madera sobre la playa recorridos solo por algún calmo jubilado. Yo me senté en un banco a mirar el agua, a no pensar en nada, como un personaje de Hopper. Y entonces me sobresaltaron dos secos estampidos. Me volví. El jubilado de cabello blanco que hace un instante paseaba tranquilo estaba tumbado en el suelo y junto a él se formaba un charco de sangre. Un hombre joven se alejaba sin prisa. Se volvió un momento para mirarme y yo me asusté, pero él continuó su camino como si nada hubiera tenido que ver con lo que había pasado, y quizá nada había tenido que ver. Aquel barrio, recordé entonces, es Brighton Beach, la Pequeña Odessa de las películas de James Gray, una zona dominada por la mafia rusa. La noticia del crimen apareció al día siguiente en los periódicos, y también la indicación de que la policía buscaba a un posible testigo. Quizá fuera yo, no lo sé. Afortunadamente regresé poco después a España. Durante un tiempo tuve pesadillas. Imaginé que el asesino me buscaba. Tengo mala memoria para los rostros, pero el suyo se me quedó grabado, podría señalarlo perfectamente en una rueda de reconocimiento, podría trazar un retrato robot.
“No sé”, dijo Marcos, “no sé si creerte. Ves demasiadas películas. Aunque quizá todos hemos sido testigos de un crimen, no sabemos cuál, quizá el hecho de haber nacido, y hay un matón que nos persigue, pero no viene de Rusia ni de América, sino de dentro de nosotros mismos, de las cloacas donde se pudren las ilusiones y los sueños”.
“¿A qué hablar de esas cosas en una noche tan hermosa? –concluyó Ana—.Yo creo que lo mejor es cerrar los ojos, dejarse acariciar por la brisa, escuchar una intrigante historia o una melancólica canción, pasear junto a los macizos de camelias y pensar que el mundo –al menos en este lugar y en este momento— está bien hecho”.
ANÍBAL ALVARGONZÁLEZ
ResponderEliminar“Todo iba bien hasta que se rió”, dijo el acusado. “¿A qué venía esa risita hipócrita, impostada, de insecto? No era obligatorio que riera mi estúpida broma. Podía haberse quedado callado, mirándome desde su atalaya de superioridad, como es habitual en él. Pero no. En un derroche de dadivosidad, tuvo que obsequiarme con su carcajada minimalista. Yo guardé su dentadura de recuerdo.”