Sábado, 15 de enero
EXTRAÑOS EN UN TREN
Nunca sería un buen crítico de cine. Mi amigo José Havel (que sí es un buen crítico) siempre me dice que me fijo en los aspectos menos importantes. Entro a ver The Tourist sabiendo que no es gran cosa, sino todo lo contrario, pero transcurre en Venecia y yo jamás me canso de regresar a Venecia.
El argumento suena a una de esas novelerías con las que me adormezco en las noches de insomnio. Cuando era niño, me dormía con un cuento, y sigo haciéndolo, pero ahora los cuentos me los cuento yo. Un turista solitario viaja en tren a Venecia; se entretiene con un libro, una novela de misterio, y cuando alza los ojos encuentra junto a él a una mujer que le sonríe. Todo cambia desde ese momento. También en mis fantasías acabamos en el hotel Danieli, pero al abrir la ventana no vemos el puente de Rialto, como en la película, sino la maravillosa silueta de San Giorgio Maggiore, como en la realidad. En mis fantasías cuido la verosimilitud. Hay un hecho que rompe la rutina, un encuentro prodigioso; a partir de ahí, todo tiene que ser rigurosamente verosímil. Los guionistas de The Tourist piensan de otra manera. Por eso mi identificación con el protagonista (es, como yo, un oscuro profesor, y si se pone nervioso habla, como yo, en portugués cuando quiere hablar en italiano) se rompe pronto. Me entretengo reconociendo lugares: las columnas renacentistas del Campo de San Francesco de la Vigna, por ejemplo, donde el policía corrupto trata de entregar a Frank a los mafiosos. Y me divierte ver las absurdas licencias: ya he hablado del cambio del Danieli; también prefieren que el aeropuerto no esté tan lejos y lo colocan enfrente de la Piazza de San Marco.
Soy un fanático de la verosimilitud, pero la realidad no suele mostrarse conmigo verosímil. También yo, como Johnny Depp tuve un encuentro sorprendente una vez que fui en tren a Venecia. Quien subió al tren en una estación intermedia (ya no recuerdo cuál) y se sentó frente a mí, aunque había otros muchos asientos vacíos, no fue Angelina Jolie, sino un monje de hábito blanco y pies descalzos. Por todo equipaje llevaba una bolsa de plástico, como las que dan en los supermercados. De ella sacó una manzana, y tras limpiarla con la manga y ofrecérmela (la rechacé, por supuesto), comenzó a devorarla con grandes mordiscos. Varias veces intentó entablar conversación, primero en inglés, luego en francés, y finalmente en un vago español con acento mexicano. “¿Tiene ya alojamiento en Venecia? –me preguntó—. Los hoteles son muy caros. Conozco una residencia donde puede quedarse gratis”. Yo ya tenía reservado hotel y, aunque anulara la reserva, debería pagar la primera noche, pero no me importó. Soy una de esas personas en cuyas vidas nunca pasa nada y que, sin embargo, se pasan la vida contando su vida, así que no podía desperdiciar una ocasión así. Tuve mis dudas antes de llegar a la estación de Santa Lucia. ¿Era aquel fraile un verdadero fraile? Parecía más bien un vagabundo, con los pies sucios (ya dije que iba descalzo), aunque el hábito en cambio estuviera bastante limpio, y una barba rubia enmarañada que hacía tiempo que no conocía tijera ni peine. Los ojos, en cambio, azules y risueños, inspiraban confianza. La edad no sabría calculársela: lo mismo podía tener cuarenta años que sesenta. Me llevó, caminando a buen paso, hasta un lugar cercano a Santa María Formosa. Era un caserón cubierto de yedra, cercado por un canal estrecho que más parecía un foso (no había acera a un lado ni al otro), un estrecho puentecillo nos dejaba ante la puerta principal, que se abrió sin necesidad de que llamáramos, como si nos estuvieran esperando y nos vieran venir. “¿A qué te dedicas?”, me preguntó mientras caminábamos. “Enseño literatura”, respondí. Y él: “Yo hago milagros, curo a la gente”. Le miré a la cara, sorprendido, pero hablaba muy en serio, no bromeaba.
Estuve una semana en aquella residencia. No creo que nunca me atreva a contar lo que vi y viví allí. Es demasiado inverosímil. Pero el hermano Jonathan, que era de Nueva York, fumaba porros y había conocido a Allen Ginsberg, verdaderamente hacía milagros. Puedo dar fe de ello.
Domingo, 16 de enero
RAPSODIA
“Toda existencia se descifra en sueños”. Abro al azar el último libro de Pere Gimferrer, Rapsodia, dispuesto a echarme unas risas, según nos tiene últimamente acostumbrado con su ripiosa verborrea neomodernista, y me encuentro con un resto de la antigua grandeza. Los poemas (o los fragmentos de un único poema) comienzan bien, pero no tardan en despeñarse. “Se ha desencuadernado por la mitad mi vida”, leemos en el primer verso. Y en el segundo “como el pienso del alba se desploma en los sauces” (“o la espada del día se desliza en la sierra”, sonrío yo: cualquier cosa vale). En la contraportada y el prólogo se nos insiste en que el libro entero se escribió en seis días. No lo dudaremos: se nota. Toda arbitrariedad tiene su asiento en unos versos en los que, de vez en cuando, asoma el poeta que fue. A mí me gusta especialmente su variación de un poema de Cernuda: “Gracias demos a Góngora y a Dante, / gracias demos al verso y su tañido: / en el reloj de arena de los siglos / cada palabra es nuestra redención”.
Cierro el delgado volumen y decido no escribir sobre él. Un escritor vale por lo mejor que ha hecho. Y yo me sé de memoria alguno de los poemas de Gimferrer que me deslumbraron cuando yo tenía veinte años y él “el don de decir con verdad la belleza”.
Pero también esta maltrecha Rapsodia habla de mí: Se ha desencuadernado por la mitad mi vida y los sueños me ayudan a descifrar quién soy.
Lunes, 17 de enero
FRANKLIN STREET
Un amigo me regala El Nueva York de las películas de Woody Allen y yo aprovecho para darme un paseo por los lugares en que fui feliz. Mi memoria se detiene especialmente en una entrada de metro que está en el cruce de Broadway con Franklin. Tiene una estructura de hierro forjado que la distingue. Allí, a media noche, un mediocre escritor, a disgusto con su vida, le dice a Winona Ryder que ya la amaba antes de conocerla, que ya estaba en sus sueños mucho antes de aparecer en su vida.
Sonreí cuando, al ver por primera vez Celebrity, llegó esa escena. Ahí, en ese mismo lugar, yo estuve a punto de cometer una insensatez semejante, pero mi timidez me salvó de hacer el ridículo, aunque tampoco resultaría tan grave hacerlo una vez más. A fin de cuentas estoy acostumbrado. Bajé del cielo a la tierra cuando me pidió dinero. No es la primera vez que me ocurre. Voy de listo por la vida y luego me comporto como los ingenuos pardillos del teatro de Miguel Mihura.
Martes, 18 de enero
EL MEJOR PÚBLICO
Ya se ha convertido en una grata costumbre cenar con mi amiga Rosa Navarro Durán cuando pasa por Asturias en una de sus habituales giras. Antes de verla, a la salida de su clase de inglés, me encuentro con Ernesto, uno de sus fans, que me da un recado para ella: “Dile que venga a hablar a los niños del colegio de la Inmaculada”. Ernesto todavía casi no sabe leer, pero ya se sabe de memoria la historia de Ulises y el Cíclope; no como la cuenta Homero, sino como la cuenta Rosa.
“Los niños son el público más agradecido y más exigente. Esta mañana uno alzó la mano y me preguntó si era fácil o difícil escribir un diccionario. No lo sé, no he escrito ninguno, le respondí. Él, cortésmente, no dijo nada, pero mientras yo firmaba libros, salió de clase, fue a la biblioteca y volvió con un diccionario escolar del que yo había escrito el prólogo y del que ni me acordaba. Perdone, me dijo, aquí pone Rosa Navarro Durán y catedrática de la Universidad de Barcelona. No puede ser otra”.
Yo soy como ese niño, pero menos amable. Recuerdo que una vez, cansado de oír a José Agustín Goytisolo decir que él nunca había sido poeta social y que nunca había empleado en sus versos la palabra España, fui a una lectura suya con la antología de José Luis Cano El tema de España en la poesía española y le volví a hacer la pregunta. Respondió lo que respondía siempre, y entonces yo abrí el libro y le leí poemas suyos de tono inequívocamente social y en los que aparecía la palabra de la que renegaba. Replicó: “Esos poemas los he corregido”. Y sí, había cambiado la palabra “España” por “país”. Yo no sentí ningún remordimiento por dejarle públicamente en ridículo. No fui tan cortés como el niño de diez años que preguntó a Rosa por su diccionario, una de esas venales colaboraciones de las que ni se guarda memoria.
Miércoles, 19 de enero
SIN COMENTARIOS
“¿Has visto la carta al director sobre el tabaco que publica hoy Francisco Rico?”, me pregunta un amigo. “Parece que no ha quedado conforme con el contundente palmetazo que le propinó la defensora del lector”.
----No, no la he visto, ni pienso hablar más del tema. Ya me aburre.
----Pues deberías. Yo había leído muchas veces en los diarios de Trapiello que Rico era tonto, y siempre creí que se trataba de una vengativa maldad. Ahora compruebo que se puede ser (haber sido, más bien) un excelente filólogo y razonar como una resentida regadera. Comienza diciendo que las reacciones a su artículo “son casi todas patosas inquisiciones en su vida privada”. Y si aludir a su condición de fumador es inquirir en su vida privada, pues ciertamente tiene razón. Pero se olvida añadir que fue él quien comenzó al afirmar que en su vida había fumado un cigarrillo. Nadie, según él, responde a su afirmación de que “no pocos de los argumentos contra el tabaco carecen de rigor científico”. De hecho, continúa, es escasa la bibliografía. Y cuando esperaríamos que dijera “sobre los efectos negativos del tabaco” resulta que la bibliografía escasa es la que se refiere a “los efectos de la legislación en la salud de los no fumadores”. Cita un trabajo de la British Academy Review en el que se demostraría que, cuanto más se prohíbe el tabaco en los lugares de ocio, más crecen los niveles de nicotina en los no fumadores, “especialmente en los niños, que son los principales afectados a corto y largo plazo”. ¿La razón? “La prohibición en bares y restaurantes hace que el consumo de tabaco se desplace a lugares privados”: O sea que, si he entendido bien, Rico ya no duda de los efectos negativos del tabaco para la salud de fumadores y no fumadores (a pesar de la poca bibliografía que dice que hay sobre el tema), pero no cree que la actual legislación beneficie a los fumadores pasivos porque los fumadores cabreados van a fumar, en sus casas, el doble, sin importarles la salud de sus hijos. Pobre de su señora y de sus hijos, si los tiene. No quisiera estar en su lugar
----No empeñes, no voy a hablar más del tema. Dejemos que Rico, como un boxeador sonado (es un catedrático a la antigua, de los de horca y cuchillo, y está acostumbrado a que todo el mundo le ría las gracias y le aguante las impertinencias), siga dando puñetazos al aire hasta que se desplome sobre la lona.
¿Allen "Gisbert"?
ResponderEliminarSobre "Rapsodia", el nuevo poemario de Pere Gimferrer, coincido en que los versos no están a la altura de sus mejores obras. Llega un momento en que la obra de un escritor, más que crecer, engorda. Además, después de haber publicado obras de calidad, publicar una obra menor no le añade nada. No le suma, sino que le resta. Es como aguar el vino.
ResponderEliminarEn cuanto a lo de D. Francisco Rico, hay un refrán que dice algo así como que los excrementos, cuando más se menean, peor huelen. Y eso es lo que pasa en este caso. Lo mejor que el Sr. Rico debería hacer es pedir disculpas por su mentira y seguidamente callarse.
Leo hoy en "El mundo" un escrito de Luis Mª Ansón sobre Rapsodia, de Gimferrer. Dice:
ResponderEliminar"ES LA HORA inmóvil del amor. La voz vegetal del poeta se enroca en el mediodía. El tiempo tiene ademán de rosa. Pere Gimferrer escribe su Rapsodia sobre el vellocino del vientre oscuro de la amada. Escucha su voz de gasa, el susurro de las abejas en la tormenta negra. Los alamares de la juventud se arrebatan en el aire. El poeta desea morir sobre el vientre de la amada inmóvil. Sabe que comulgar con las nalgas de ella es vivir de nuevo. Sabe también que sus pechos, como en el verso dorado de Octavio Paz, son dos iglesias donde oficia la sangre sus misterios paralelos.
El autor de Rapsodia cae postrado ante la piel de la amada, bebe el rocío de unos dientes que han nevado bajo el fulgor combado de la vida, junto al castillo de agujas de los ojos, mientras rueda el agua de la noche sobre el brillo de las caderas doradas. Arde el mar, entonces, atenazando las pátinas del aire y las figuras heridas por el sol en el día agostado.
Pere Gimferrer ha situado a las letras catalanas, y por lo tanto a España, en la frontera del premio Nobel de Literatura. Está cercano el acontecimiento. Gimferrer es, hoy, la más alta expresión de la poesía en nuestro país. Su último libro, Rapsodia, estremece. Está escrito desde la arritmia del corazón y un escalofrío le sacude de espuma a espuma. Protagonista del fulgor, azotado por la turbina de los bueyes mudos, por el crepúsculo que se derrumba, Gimferrer reza los refranes del fuego en los esponsales dorados del amor, atónito ante el cadalso del aire iluminado y la luz platino de la abadía rosa.
Suenan los timbales del miedo y se escucha el tintineo de las uñas del viento entre las uvas. Es otra vez la amada que vuelve con la tristeza prendida en su cara de jade. Tiende las manos para consolar al poeta y le recuerda la laguna estigia de su cruel juventud en la noche lejana del henar amanecido. Los versos de Pere Gimferrer escuchan el vuelo de las libélulas caídas y el gemir de los párpados azules. El poeta es el argonauta del amor en vilo, de la pasión presentida en la noche de atrezo de Magritte, cabe la Venus negra que salvó a Baudelaire, flor de Harar que detuvo los pasos de Rimbaud, el escritor que por delicadeza perdió su vida y sufrió las ardentías del terror. Rubén le adoraba y Pablo Neruda le esperó en la estrellada noche mientras cortaba jacintos para el lecho de la amada, y rosas.
El viento de los príncipes perdidos ulula entre los versos de Gimferrer. El poeta descalza los sándalos del aire. En la noche de las clámides impávidas brilla una luz de fruta magullada. Gimferrer enciende la llama de amor viva. Ante el resplandor de la rapsodia inacabada, deletrea las cartas de cristal de la amada y escribe que lo verdadero es siempre inexplicable y el poema se explica al llamear".
Pues bien, ¿cabe mayor cantidad de necedades?. ¿Alguien sabe lo que significa "la voz vegetal", "el susurro de las abejas en la tormenta negra", "el rocío de unos dientes que han nevado bajo el fulgor combado de la vida"...?. Bueno, bueno ¿para qué seguir? , Como dice el Sr. Martín Vigil, cualquier cosa vale.
Perdón, Sr. García Martín, pues le llamé "Martín Vigil". Todo viene por la sonoridad parecida entre "José Luis García Martín" y "José Luis Martín Vigil". Por supuesto, me refería al autor de este blog, y no al Sr. Martín Vigil, del que en mi juventud leí algunos libros como su famosa novela "La vida sale al encuentro". Perdón otra vez por el lapsus.
ResponderEliminarDivertida equivocación, aunque no tanto como la prosa lírico bailable de mi amigo Anson (casi consigue superar a los propios poemas de su admirado futuro premio Nobel: cosas peores se han visto).
ResponderEliminarGracias por los comentarios.
JLGM
¿Y no te equivocarías, Emilia, porque encontraste en la foto de JLGM un cierto look de cura progre, y de ahí la concatenación de ideas más o menos subconscientes que te abocaron al yerro?
ResponderEliminarNo creo que Martín se disgustara si este fuese el motivo. Además, siendo honesto -que lo es- tiene que aceptar que algunos -incluido yo- convengamos en que, efectivamente, luce en el daguerrotipo con una sonrisa homologable a la que solía resplandecer en el rostro de los curas post-conciliares.
Sin embargo, tuve la ocasión de disfrutar -hace años- de un coloquio que se celebró en el Antiguo Instituto de Gijón (CACAI), en el que Martín (yo lo llamo así) compartía mesa con Francisco García Pérez (un hombre graciosísimo) y creo que el otro era... Pepe Monteserín (¿sí?). Pues nuestro hombre se acreditó como expansivo y campechano (he conocido a curas así), nada remilgado ni distante con la plebe concurrente.
Y esa fue la única ocasión que he tenido de ver a nuestro polígrafo en carne mortal.
Salud.