miércoles, 30 de septiembre de 2009

Línea roja: Sobre un secreto amor

Lunes, 21 de septiembre
PARTIR

Me gustan los comienzos. La ilusión de empezar de nuevo, de dejar atrás todos los errores, de no volver a tropezar con las mismas piedras.
Me gusta partir hacia cualquier lugar bajo un cielo muy azul, con la impaciencia del niño que desenvuelve un regalo.
Nada me gusta más que los preparativos de un viaje, a no ser los momentos iniciales de un amor, cuando todo es posible y nada es seguro.
Me gustan las ciudades en las que alguien me espera y aquellas otras en las que solo me espera la soledad.
Me gusta el otoño, que este primer día, mientras la heroica ciudad descansa de la larga noche festiva, se pasea dorado y suntuoso por las calles sin nadie.
Sonrío, me sonríe. ¿Qué más hace falta? Ya tengo compañero para el próximo viaje.


Martes, 22 de septiembre
NO PENSAR

Dejo atrás el grato bullicio de Via Toledo y Via Chiaia, asciendo por la empinada Monte de Dio, me desvío, sin razón ninguna, por una estrecha callejuela a la izquierda y al instante estoy en otro mundo. Una mujer muy vieja, intemporal, está apoyada en el cuarterón de la puerta de casa. Al pasar no puedo evitar ver su casa entera, toda ella reducida a una habitación sin más luz que la entrada: la cocina a un lado, una mesa en el centro, una cortina que oculta la cama, una fotografía con varios rostros descoloridos.
Sigo caminando y en un cruce me sorprende el nombre de la calle: Via Solitaria. Recuerdo los versos de Machado: “Qué bien los nombres ponía / quien puso Sierra Morena / a esta sierra mía”. Qué bien los nombres ponía quien le puso nombre a esta calle. Hay ropa en ventanas y balcones, alguna tiendecilla oscura, pero yo no me cruzo con nadie en el demorado descenso. Solos, la mujer y yo. Esa mujer que conoció los tiempos del desembarco americano, los años caníbales que cuenta Curzio Malaparte en La piel, y yo, que estoy de paso, que todo lo miro con curiosidad de turista. Camino al azar, sin saber a dónde me llevará esta Via Solitaria, esta vida solitaria. Al final, hay una pequeña plaza a la que asoman esculturas y luego una estrecha escalera para peatones y unas retorcidas rampas para automóviles contorsionistas. La Via Solitaria termina en el inmenso abrazo de la Piazza del Plebiscito, junto a la columnata que construyó Murat, en el lado que se asoma al mar y al Vesubio.
A las siete en punto me siento como cada tarde ante un café y un vaso de agua. La costumbre arropa, ayuda a resistir los embates de la melancolía. Hojeo los libros que acabo de comprar en la Feltrinelli de la Piazza dei Martiri, escucho a Scarlatti en el ipod. Pero pronto me dedico solo a dejarme acariciar por el ir y venir de la gente, por el murmullo agitadamente perezoso de la multitud.
Otro solitario me mira, duda, parece que va a acercarse a saludarme, pero luego sigue su camino. Se está bien aquí, en la terraza del Gambrinus, frente al San Carlo, después de haber recorrido la Via Solitaria que, antes o después, recorreremos todos. Sé lo que me espera, pero he aprendido a no pensar en ello.



Miércoles, 23 de septiembre
PARA SIEMPRE

Camino de Ischia, paso por delante del cabo Miseno, con su faro blanco encaramado sobre el farallón. Esta es zona de misterios virgilianos, muy cerca está Cumas, con la cueva de la sibila, y el lago del Averno, pero el día de otoño, de un azul prodigioso y fresco, no parece encerrar ningún misterio. En Ischia me saluda el pórtico neoclásico de Santa María di Portosalvo.
Es hermosa esta isla, con sus fuentes termales, sus limoneros, sus villas escondidas, pero yo he venido en busca de otra isla. Un camino arbolado me lleva desde Ischia Porto hasta Ischia Ponte, atravieso luego el largo puente que construyó Alfonso el Magnánimo y llego hasta el islote del Castello, inmenso, oscuro y amenazador. Aquí se refugió alguna vez toda la población para defenderse de los piratas. El negro peñasco coronado de fortificaciones parece inaccesible. Pero hay un ascensor al fondo de un estrecho pasadizo. Y luego, ya en lo alto, se puede seguir el itinerario de Levante o el de Poniente, cada uno con su peculiar colección de maravillas. Estoy solo, tengo toda la isla para mí. Me asomo primero a la terraza de la Inmaculada: veo la cumbre del monte Epomeo, la Playa de los Pescadores, las casas coloreadas por un niño, el mar azul.
En el siglo XVI aquí habitaban cerca de dos mil familias, había además un convento y una abadía, un obispo, un seminario, un príncipe, una guarnición. A comienzos del XIX se convirtió en cárcel para los prisioneros políticos. Ahora parece estar solo a mi entera disposición. Paseo entre las ruinas del convento de las clarisas, una señal me indica el cementerio de las monjas, una serie de sótanos. Desciendo temeroso. Más que un cementerio parecen antiguas letrinas. Luego me entero de que ahí colocaban los cuerpos de las monjas para que se descompusieran lentamente y arrojar después los huesos a un osario. Cada día bajaban las monjas a rezar y a meditar sobre la muerte: en tal ambiente, era frecuente que enfermaran. Casi enfermo yo al conocer la historia. Salgo de nuevo a la luz.


A aquellas fanáticas monjas las expulsaron los franceses. Esta isla es ahora propiedad privada. ¿Quién será el afortunado propietario? Sea quien sea no es más afortunado que yo. Inicio el itinerario de Levante. Paso de largo ante las cárceles borbónicas, con sus instrumentos de tortura (de la estupidez y el fanatismo humano ya tuve bastante) y me acerco hasta el Terrazzo degli Ulivi, un tiempo jardín del castillo. Veo el islote de Vivara, frente a Procida, y la inmensa transparencia del mar. En lo más alto, las torres de la fortaleza, cerradas a los visitantes. Ahí vivió, durante más de treinta años, Vittoria Colonna, la princesa amiga de Miguel Ángel y de Juan de Valdés. Yo me quedaría para siempre en esta terraza. De pronto oigo un rumor familiar con sabor de infancia. Sí, he oído bien, es un cacareo. Al fondo de la terraza, hay un huerto y una majestuosa gallina avanza rodeada de sus polluelos. Sonrío. A Virgilio también le habría hecho gracia el contraste entre la magia del lugar, donde de un momento a otro se esperaría la presencia de alguna divinidad, y la humilde, maternal gallina.
Recorro el Sendero del Sol, con sus olivos, laureles, algarrobos, higueras, granados, nísperos y el mar resplandeciente y omnipresente. “Me quedaría aquí para siempre”, pienso. Y para seguir pensándolo abandono esta prodigiosa Isolla d’Aragona cuando nada me apetece más que seguir en ella, en su perfumado silencio azul y verde y al margen del mundo.


Jueves, 24 de septiembre
EL OTRO LADO

Llueve en Sorrento. La luminosidad de ayer es hoy infinita melancolía. Tomo un café en la Piazza Tasso, frente a la estatua del poeta que se acaricia la barbilla pensativo, paseo por la estrechas calles llenas de tiendas, admiro el Sedile Dominova, un pórtico renacentista donde unos viejos juegan a las cartas entre arquitectónicos trampantojos, llego hasta la plaza de la Victoria, una terraza enmarcada por el Hotel Bellevue Syrene, de 1820, y el Imperial Tramontano, donde Ibsen “piangendi su destini oscuri dell’uomo” –así se lee en una lápida de la fachada— escribió Los espectros en 1881. Muy cerca, una escalera excavada en la roca desciende hasta la orilla del mar. Con mi paraguas, sin miedo a los escalones resbaladizos, bajo por ella. Acaba detrás de unas casetas de baño, en el rincón más desolado del mundo. Qué tristes los lugares de veraneo cuando se va el verano. Aquel camino estrecho entre la roca y el mar me deja en Marina Piccola. Al borde del acantilado se asoman los majestuosos hoteles, con sus grandes terrazas sobre el fosco golfo.


Un día como hoy no extraña nada que fuera aquí, precisamente aquí, donde Ibsen escribió Los espectros.
Al ir y al volver ferrocarril circumvesuviano me muestra el otro lado del paraíso. Transcurre por el lugar más hermoso del mundo, pero solo permite ver barrios desvencijados, desolación, desechos.
En la Feltrineli, mi librería habitual, Francesco Villani, el pianista napolitano que compuso parte de la banda sonora de Gomorra, presenta su nuevo disco, Anime. Interpreta algunas de sus nuevas piezas. Entre los asistentes no está Roberto Sabiano, naturalmente, pero sí algunos de sus amigos. Escucho hablar de él. Sobre su heroísmo, tan rentable, algunos se muestran tan escépticos como yo.


Viernes, 25 de septiembre
VARIAS VIDAS

A las ocho en punto de la mañana, estoy frente a la estación marítima. Pero el crucero en que viajan mis amigos no atraca aquí, sino en otro lugar del puerto, por lo que he de esperar media hora hasta que lleguen en autobús. Esa media hora me vale por un curso acelerado de picaresca y comedia del arte. Una multitud de taxistas ilegales, guías piratas, aguarda la llegada de los turistas. Hay tres inmensos barcos, cada uno con más de mil pasajeros, así que víctimas no les faltan. Los más prevenidos salen en apelotonados grupos con su guía al frente, pero hay otros que van por su cuenta. En italiano, en inglés, en napolitano, con envolvente sonrisa y una hipnótica gestualidad, son inmediatamente abordados. Algunas veces con éxito. Un matrimonio de gordos jubilados norteamericanos escucha al taxista que se ofrece a llevarlos a Capodimonte, Pompeya, Amalfi. Pero ellos quieren ir a Capri y él, sin dudarlo, un momento, se ofrece a llevarlos en su destartalado vehículo, que no parece anfibio, hasta Capri. Me habría gustado saber cómo acaba la aventura.
Por fin llegan mis amigos y comienza el recorrido por los lugares familiares: la Galería Umberto I, estropeada por el inmenso andamiaje metálico que sostiene la cúpula, el Palacio Real donde se exponen las obras de arte que han rescatado los carabineros, la Via Toledo y el Funiculare Centrale, la Piazza del Gesù Nuovo, todo el desvencijado esplendor de Spaccanapoli…
Soy un guía demasiado entusiasta, agotador. Quiero enseñarlo todo, como si Nápoles cupiera en una mañana, cuando no cabe en una vida.
Tampoco una vida cabe en una vida. Quien no ha vivido varias vidas no ha vivido. “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach”, se lamentaba Borges. Yo no me lamento. He sido guía en Nápoles. No me parece poco.

1 comentario:

  1. Si supierais, amigos,
    el gozo de estar en Jerusalén
    tampoco dejaríais sus umbrales.
    Es alegría siempre,
    celebración perenne,
    amor a lo pequeño,
    alabanza de todas las criaturas.

    © María Taibo

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