ENTREISLAS
Cruzo con cierto temor el dique de Entreislas que une la isla del Faro con tierra firme en Tapia de Casariego. Un cartel advierte: “Peligro por rebases del oleaje. Prohibido el paso en situación de fenómenos costeros adversos”. El mar brama al otro lado. Parece que no le gusta esta barrera que le han puesto. Le contemplo espumear rabioso como el domador a la fiera encerrada en la jaula. Algo de su saliva me salpica, pero no retrocedo. Rodeo la isla, que tiene cerrado el acceso al faro, y a la memoria me vienen los veranos adolescentes con Julio Verne y los versos de un viejo poema: “Oh, ser un capitán de quince años, / viejo lobo marino, las velas desplegadas, / las sirenas de los puertos, el hollín y el silencio en las barcazas, / los tiroteos nocturnos en la dársena, / fogonazos, / un cuerpo en las aguas con sordo estampido…”
POETA DE LOS OJOS
Camino del puerto, cerca de la playa del Murallón, me encuentro con las piscinas saladas, que me recuerdan a las piscinas marinas de Leça de Palmeira, en Matosinhos, minimalista obra maestra de Álvaro Siza. En lo alto se recorta, como la proa de un barco, con sus ojos de buey y su geometría años treinta, un edificio que parece sacado de uno de los cuadros, tan literarios, tan Tintin, de Damián Flores o de Federico Ripoll. O de Miguel Galano, poeta de los ojos y de estas tierras del occidente astur y de la niebla y de la melancolía.
JUNTO A LA FONTE VELHA
Llego a Mondoñedo una mañana en la que solo parecen habitarlo la lluvia, los peregrinos con sus mochilas y las gafas de Álvaro Cunqueiro en todos los lugares con los que tuvo algo que ver. Junto a la Fonte Velha, en la Porta da Vila, creo aspirar “el fresco y fino olor de la amargosa”, que olí por primera vez en sus páginas y solo he vuelto a encontrar en algún sueño. “Así deben de oler las hadas de los campos, las infantas de Irlanda y de Bretaña, las horas del alba en los prados húmedos de rocío”, escribió. Y añadía: “Si yo fuese perfumista en París, para alguna mujer hermosa —para muy pocas, pero sí para alguna—, tendría en unas gotas un frasquito de este perfume tan carnal y tan alegre”. Busco, bajo la lluvia insistente, muy cerca de su casa natal, algunas briznas de esa mágica hierba para recorrer la villa con ellas en la mano, como le gustaba hacerlo a él en el silencio nocturno. “No es como pasear con Julieta, claro está —aclaraba—, pero sí es pasear con el olor de Julieta”.
EN EL MUSEO
En el museo de la catedral de Mondoñedo, encuentro la imagen
de una criatura gordezuela, de ojos cerrados, recostada sobre una cruz y con una calavera
bajo el brazo. Leo: “Altar portátil del niño Jesús meditando sobre la pasión.
Maestro gallego, siglo XVIII. Madera policromada,
vidrio y tejido”.
Pobre bebé.
No sabía hablar y ya sabía que iba a ser crucificado y meditaba sobre ello
entre papilla y papilla.
Con mayor verdad humana y divina, Carlos Bousoño nos presenta en uno de sus mejores poemas a un Jesús adolescente caminando, sin saberlo, por los bosques “donde su cruz crecía”. Como caminamos todos.
BARBERO
Donde
estuvo la Barbería do Pallarego, bajo las gafas y la firma de Cunqueiro,
aparecen las palabras que dedicó a su barbero: “Ha sido mi gran maestro. Con él
aprendí filosofía, música, literatura y geografía”.
Y yo me acordé de otro barbero,
Manassés Seixas, que afeitaba a Pessoa todos los días. Pocas personas
estuvieron más en contacto con él, con pocas charló, o escuchó charlar, más
despreocupadamente de todo lo humano y lo divino. Los domingos, cuando la
barbería estaba cerrada, Manassés iba a su casa a adecentarle. Si no estaba
bien afeitado, Pessoa no salía y los domingos solía ir a alguna de las oficinas
en que trabajaba —tenía llave—, pero no para escribir cartas comerciales, sino
para mecanografiar sus versos o para escribirlos directamente a máquina, una
costumbre muy Álvaro de Campos que más de una vez le había reprochado Ricardo Reis.
Un 27 de noviembre Manassés le afeitó por última vez. Ese día Pessoa tenía que
ir a Estoril a celebrar el cumpleaños de la hermana. No se presentó ni dio
ningún aviso. Su cuñado fue a buscarlo. Estaba en cama, con dolores abdominales.
Le había visitado un médico llamado por una vecina, ya se encontraba mejor. Dos
días después empeoró. El doctor dijo que debía ingresar en el hospital. Pessoa
se niega, el doctor insiste. “Muy bien —acabó diciendo Pessoa—, pero antes he
de afeitarme”. Y al momento se presentó Manassés, que tenía su establecimiento
en la acera de enfrente, y realizó su labor con la diligencia y el buen humor
de costumbre.
Ya no tuvo que afeitarle más. Al día siguiente, 30 de noviembre, a las ocho y media, murió Pessoa. No le acompañaba ningún familiar. En ese momento, estaban con él dos de los empresarios para los que trabajaba y que le tenían, no por un anárquico pero eficaz empleado, sino por el mejor de los amigos. En el entierro, al día siguiente, no faltó Manassés Seixas que cerró la barbería durante unas horas para darle el último adiós a aquel cliente que solo dejaba como herencia un arca llena de papeles y una deuda de seiscientos escudos en la “leitaria” de la esquina, donde compraba cada noche la dosis de alcohol que necesitaba para llegar hasta el día siguiente.
UN CARTEL Y UNAS CARTAS
Me
llama la atención el cartel colocado en uno de los escaparates de la Avenida de
Galicia. Da muy buenos consejos: “Relájate y pasea a solas por las calles de
Ribadeo. Conoce a los vecinos y vecinas. Ama donde vives. Sé turista en tu
propia ciudad. Di algo bonito. Encuentra tu tienda favorita y recomiéndasela a
otros. Aprende el nombre de quien te atiende en el comercio”.
Paseo sin prisa por los jardines de la plaza de España y saludo a Gamallo Fierros, a quien escuché alguna vez descubrir insólitos secretos de Bécquer. Sonrío al recordar lo que cuenta al frente de uno de los tomos de la correspondencia de Menéndez Pelayo. Tomaba él algo con unos amigos en una taberna gallega o en un chigre asturiano, ya no recuerdo bien, y tuvo que ir al servicio. Allí se encontró, colgados de un clavo, recortes de periódico y papeles manuscritos con una letra que le pareció familiar. Cogió uno de estos últimos y le asombró comprobar que eran cartas del polígrafo santanderino dirigidas a un erudito local. Se lamenta luego Fierros de que haya desaparecido buena parte de esa correspondencia y dice que prefiere no imaginarse la poco limpia manera en que desapareció.
EL CRIMEN FUE EN GRANADA
No había oído hablar de Juan José Santa Cruz. Encuentro por
casualidad, en un puesto de libros sin mayor interés, La carretera de Sierra
Nevada y otros escritos. Me siento en una terraza sobre la ría del Eo a
hojearlo, y antes de media hora ya estoy al tanto de su talento y de su
tragedia. Fue un novecentista, ingeniero civil, amigo de Ortega, diputado en
las cortes constituyentes, al que Azaña quiso hacer ministro. El 22 de julio de
1936 fue detenido en su casa de la Plaza Nueva por la guardia civil. El 29 de
julio se le incorpora al proceso sumarísimo contra el gobernador civil de
Granada, el presidente de la Diputación y varios destacados sindicalistas. Se
le acusa de que, al registrar su despacho, se había encontrado bajo una loseta
un plano de Granada en el que se señalaban los puntos en que había que colocar
explosivos. El 31 de julio se designa al juez. La noche del 1 de agosto se
celebra el Consejo de Guerra, se dicta sentencia, se comunica al gobernador
militar, que la ratifica de inmediato y ordena que la ejecución sea a las seis
de la madrugada. Santa Cruz pidió dos cosas: contraer matrimonio religioso con
su compañera, la bailaora gitana Antonia Heredia, de la familia de los
Canasteros, para no dejarla desamparada, y escribir una carta a su hija. La leo
—enfrente Castropol
reflejado en el agua, el airoso Puente de los Santos al fondo— y no puedo
evitar que se me llenen los ojos de lágrimas: “Querida hija: me voy sin verte.
Necesito todo mi valor y al ver que te perdía no podría tenerlo. Sé buena, no
hagas daño; ten paciencia con tu madre y respétala. Trabaja en algo, pinta y
canta en recuerdo mío. Odia todo lo que representa daño y sangre y acuérdate de
quiénes te dejan sin padre; no los odies, pero evítalos. Al entrar en la
eternidad te besa con todo el cariño que te tuvo tu padre, para quien fuiste
todo y que, en el último momento, se acordará solo de ti”.
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