Domingo, 30 de
diciembre
POR LA
ORILLA DE LA RÍA
Qué incómoda sensación cuando un amigo, al que hacía treinta
o cuarenta años que no veíamos, se pone a contarnos anécdotas que habíamos
olvidado por completo. ¿Recuerdas aquel día en que? No, no recuerdo nada. La
memoria es caprichosa.
Nada
recuerdo de aquel día en que paseábamos los dos por la orilla de la ría,
absortos en una discusión sobre Nietzsche y el nazismo, cuando desde un barco
de pesca alguien nos llama. “Eh, vosotros, ¿queréis ganaros un dinero?”
Para poder comprarnos los libros
que nos interesaban teníamos que ir ahorrando peseta a peseta, así que nos
acercamos curiosos. Ninguno de los dos había cumplido los diecisiete años,
estudiábamos en el Carreño Miranda. “Pues esta noche, a las doce, os quiero ver
aquí, y nada de preguntas”. Nada de preguntas, por supuesto. Yo dije que me iba
a quedar a estudiar en casa de mi amigo, y que dormiría allí. Mi amigo Rafael
dijo que iba a estudiar y dormir en la mía.
A las doce en punto nos
encontrábamos en la ría, cerca de la rula. Era invierno, hacía frío, pero el
cielo estaba despejado y lucían todas las estrellas. No vimos a nadie y
pensamos que todo había sido una broma. “Veo que sois hombres de palabra”,
oímos de pronto a nuestras espaldas. “Seguidme”. Y le seguimos hasta una
pequeña embarcación, la misma desde la que nos había llamado la tarde antes.
Subimos a bordo. Olía a gasolina y a pescado podrido, estuve a punto de
marearme. Pero pronto me pudo más la emoción de navegar por la ría hacia el mar
abierto. Era la primera vez que lo hacía. A mi derecha divisé, recortándose
contra el cielo estrellado, el faro de San Juan. “¿A dónde vamos?”, se atrevió
a preguntar mi amigo. “¿Qué tenemos que hacer?”. “De momento callar y no
molestar”, dijo secamente el hombre al timón. Yo pensé que quizá habíamos
cometido una estupidez.
Frente a Salinas, pero bastante
lejos de la costa, había fondeado un carguero inmenso y negro, amenazador.
Alguien arrojó por la borda diez o doce paquetes que quedaron flotando en el
agua tranquila, sin apenas olas. “Todo lo que tenéis que hacer es subirlos a
cubierta”. Y nos señaló una especie de largos bastones que terminaban en un
gancho metálico. No fue fácil recoger todos aquellos bultos porque corrientes
subterráneas se empeñaban en alejarlos de nosotros. “Daos prisa, chavales,
porque tenemos que estar de vuelta antes de que amanezca”. A mí parecía estar
jugando en una de las casetas de las fiestas de San Agustín, en una de esas en
las que hay que pescar unas figuras que se mueven constantemente. No fue fácil,
pero lo conseguimos, aunque casi en el último momento. Cuando atracamos en el
puerto de Avilés comenzaba a clarear. Saltamos rápidamente a tierra y el hombre
que nos había contratado nos alargó un sobre a cada uno. “Y ni una palabra a
nadie, esta noche la habéis pasado en casa durmiendo como los angelitos. Si se
os va la lengua, ya sabéis lo que os espera…” Y el gesto rápido de su mano
sobre la garganta nos permitió imaginárnoslo fácilmente.
En cada sobre había un billete de
cien pesetas. No era mucho, pero nos pareció una fortuna. Entre los libros que
compré con ese dinero estaba la
Antología rota, de León Felipe, publicada en
Losada y vendida bajo cuerda en la librería Cástor, en la calle de la Ferrería.
Entre otras
anécdotas de nuestra remota adolescencia, allá por los años sesenta, cuenta mi
amigo aquella mi primera incursión en negocios poco recomendables, no sé si el
contrabando de tabaco o el tráfico de drogas. Yo lo niego todo y afirmo una y
otra vez no recordar nada. Y es verdad. Poseo tan buena memoria que jamás
recuerdo nada que no quiero recordar.
Lunes, 31 de diciembre
UN CONSEJO
Tengo fama, no de saberlo todo, sino de ser de esas personas
que creen que lo saben todo, que es la peor de las famas. Y por eso los amigos
con lo que tomo una copa antes del fin de año me piden un consejo para mejorar
la economía.
Y no se me ocurre ninguno, por
supuesto. Salvo un viejo proverbio que leí hace años en el Calendario Zaragozano
y que me gusta repetir: “Lo contrario de malgastar no es no gastar sino gastar
bien”.
Martes, 1 de enero
NADIE ES PERFECTO
En la contraportada del primer libro que hojeo este año, al
protagonista, el detective Jackson Bodie, lo definen como “un hombre
deliciosamente imperfecto”. Y la autora, Katie Atkinson, señala al final del
volumen: “Todos los errores son míos, algunos deliberados. No me he ceñido
necesariamente a la verdad”.
Tampoco yo
me ciño necesariamente a la verdad, sobre todo cuando hablo de mí mismo, ni
aspiro a ser perfecto.
Me
confirmaría con que, si no todo el mundo, al menos la gente que me quiere me
encontrara “deliciosamente imperfecto”.
Miércoles, 2 de enero
POR QUÉ ES INÚTIL DISCUTIR
Discutía en la última tertulia con Almuzara sobre las
amplias tragaderas de los aficionados a la ópera en cuanto a los disparates y
necedades de la puesta en escena. No hubo manera de llegar a un acuerdo. Y yo
desistí pronto de continuar la discusión porque noté que el público (esto es,
los otros contertulios) se aburría. Y a mí solo me gusta discutir mirando a las
cámaras y pensando en los espectadores.
Para el interlocutor ya se sabe que es inútil: nadie escucha a nadie.
Hoy, al
abrir un libro sobre la crisis financiera, me encuentro con una cita de Tolstoi
que me habría venido muy bien en la discusión del viernes: “Al hombre más torpe
se le pueden explicar los temas más difíciles si no se ha formado todavía
ninguna idea de ellos; pero no se puede aclarar ni aun lo más sencillo al
hombre más inteligente si está firmemente convencido de que conoce ya, sin la
menor sombra de duda, lo que se presenta ante él”.
Jueves, 3 de enero
ELOGIO DE LA COSTUMBRE
Vivo lleno de miedos y de angustias racionales e
irracionales. Miedo a la enfermedad, miedo a defraudar, miedo a que dejen de
quererme, miedo a dejar de querer. Y me protejo con la rutina, me tranquiliza
la repetición. Ir a los mismos sitios cada día y por las mismas calles y a ser posible dando los mismos pasos, ni uno
más ni uno menos.
Dejo la maleta
en la habitación del hotel, y sin detenerme a descansar un minuto, salgo a hacer el recorrido de todos los años.
Subo por Lexington, cruzo Park Avenue y Madison, llego hasta el Rockefeller
Center. El frío, la animación de la gente, las luces navideñas, los patinadores
custodiados por el Golden Boy… ¿A qué he venido a esta ciudad? Siempre me
invento algún vago pretexto más o menos cultural, pero la realidad es más
simple y más inconfesable: he venido solo a cumplir con una rutina iniciada
hace ya más de veinte años.
Bueno,
también por otra razón. “Lo que
abandonas, te abandona”, escuche una vez en la radio a no sé qué autor de un
libro de autoayuda. Y por eso yo vuelvo siempre a los lugares, a los libros y a
las personas que no quiero que me abandonen.
Aunque de
sobra sé que un día me abandonarán para siempre. Ya lo dijo en uno de sus
poemas Vicente Gaos: “ni los propios huesos son una posesión segura del
hombre”.
Y yo sigo
mi paseo hasta la Biblioteca Pública, me detengo luego en el inmenso hall de
Grand Central, con su cielo estrellado, en medio del ajetreo de los que
regresan a casa, Regreso luego yo también al hotel, cansado del largo viaje,
reconfortado por el breve paseo. Y todos mis fantasmas duermen conmigo en paz.
Viernes, 4 de enero
REMEMBER
Hace frío, bastante frío, esta mañana y no hay nadie sentado
en los bancos del Central Park. La temperatura invita a caminar con prisa,
disfrutando del tímido sol, pero yo no puedo evitar detenerme a leer la
peculiar Antología Palatina que
forman las placas colocadas en la mayoría de los bancos.
Es una
costumbre muy americana. Por una pequeña contribución económica uno puede
perpetuar la memoria de un ser querido. Leo en uno de los bancos: “In memory of
my beloved parents…”. Y sigo leyendo y traduciendo: “En recuerdo de mis
queridos padres / Vladimir y Araxia Buckhanz / cuyo amor por Nueva York
era / superado únicamente / por el amor
que sentían el uno hacia el otro”.
Cuántas
bellas palabras. Unos amigos recuerdan al amigo que se sentó con ellos en aquel banco durante
treinta años, hay quien conmemora cincuenta años de feliz matrimonio y quien
llora al hijo desaparecido antes de tiempo… Sigo leyendo y el parque, despojado
y hermoso en la luz de enero, se me convierte en lo que en realidad es, un cementerio,
como cualquier otro lugar de la tierra. ¿Y qué es la tierra sino la fosa común
de los humanos?
De todas
estas conmemoraciones y epitafios a gentes imposibles de olvidar y, la mayor
parte de ellas, sin duda ya olvidadas, la que más me conmueve no tiene nombres
ni fechas. Dice escuetamente: “I remember you every day”.
Yo te
recuerdo todos los días. Nada más hace falta añadir.
Y tu
recuerdo me acompaña durante todo el paseo por la ciudad. En la tienda de
anticuarios en la que entramos atraídos por el abigarrado y fastuoso escaparate,
como de cueva de Alí Babá, y el dueño nos invita a sentarnos con él, nos da
conversación (su mujer es de Salamanca) y luego nos enseña unas miniaturas
eróticas, de principios del siglo XVIII, cada una de las cuales vale más de
tres mil dólares, pero él nos hará una oferta a la que –afirma sonriente— no
seremos capaces de resistir. Sin duda nos ha tomado por ingenuos y caprichosos
millonarios. Prometemos volver más tarde.
Me acompaña,
vaya si me acompaña tu recuerdo, ni un instante me deja solo. Pasea conmigo por
el Montague Street y por el Promenade, por los lugares en que pasearon Auden y
Capote, pero sin saludarse nunca, y contempla el perfil de Manhattan iluminado
por la luz del atardecer. Yo sigo viendo allí la silueta rotunda de las Torres
Gemelas. La nueva Torre de la Libertad, ya casi terminada, se alza tímida, no
quiere alterar un perfil que para siempre parece desmochado. La herida no se
cerrará nunca del todo. Y está bien que haya heridas que no se cierren nunca (“I
remember you every day”), pero qué triste que los mayores enemigos de esta
ciudad dejarán permanentemente su huella, alterarán para siempre su perfil. De
algún modo, ganaron.
Día de
epitafios. A los del Central Park les siguen los de San Pablo y los de Trinity
Church y uno que no se me va de la memoria y que pudiera ser el mío: “Pasé,
como viento en la noche, desconocido y solo. / Una mujer me amó, o dijo que me
amaba. / Yo solo amé palabras sin ventura. / Ahora estoy muerto, como siempre
estuve”.
¿Seguro que las corrientes que le meneaban la chalupa eran subterráneas? Ah, la precisión...
ResponderEliminarMarinero en tierra