sábado, 24 de agosto de 2024

Los papeles perdidos: Extraños en un tren

 

1
PARÍS-MADRID

No soy yo muy dado a entablar conversación con desconocidos, aunque se trate de un largo viaje en tren en el que toda incomodidad tiene su asiento. Pero a mi compañero le gustaba hablar y parecía un tipo curioso. El pretexto de la charla fue un libro de Luz Pozo Garza, que yo encontré olvidado en un banco de la plaza de Arriba, en O Grove. “Con ese nombre y esos apellidos, imposible no ser poeta”, me dijo. “Yo la conocí”.

            Si hemos de hacer caso de sus palabras, había conocido personalmente a todos los poetas que a continuación salieron a colación: José Hierro, Vicente Aleixandre, Claudio Rodríguez. Yo no sabía si creerle o no. Me parecía un poco mitómano. De repente, la conversación cambió y hubo momentos en que temí encontrarme con un psicópata.

            ---Por supuesto, usted ha leído Extraños en un tren, la novela de Patricia Highsmith, o por lo menos visto la película de Hitchkock. Un encuentro como el nuestro: yo tengo alguien de quien quiero librarme y usted lo mismo. Yo elimino a quien usted me diga y viceversa. La falta de móvil hace que sea imposible que nos encuentren.

            ---En la novela sale mal. Esos trucos ingeniosos de los relatos policiales de antes siempre salen mal.

            ---No siempre. A Juan Ramón Jiménez estuvo a punto de salirle bien.

            ---¿A Juan Ramón Jiménez? ¡Qué cosa tan absurda!

            ---No conoce la historia. ¿Me permite que se la cuente?

2
EL ASALTO DE LA CALLE PADILLA

Me encogí de hombros. Definitivamente, me había tocado por compañero de viaje un chiflado. Pero era divertido, así que preferí escucharle a cambiar de asiento o enfrascarme en un libro. Me dijo que se llamaba Manuel Catoira y tenía más o menos mi edad.

            ---Ya sabe usted que en abril de 1939, a poco de terminada la guerra, un grupo de falangistas entró en la casa del poeta, en la calle Padilla, y arrambló con todo lo que pudo. El piso no estaba abandonado. Juan Ramón había marchado a América, pero lo dejó a cargo de Luisa Andrés, la cocinera del matrimonio, a quien por cierto yo llegué a tratar. Llegaron los falangistas con una camioneta oficial. Hicieron varios viajes. Se llevaron libros y manuscritos, docenas y docenas de carpetas con textos inéditos. Pero no solo: también una máquina de escribir, un gramófono, una muy completa colección de discos de música clásica. Al frente de la banda estaba Félix Ros, un tipo curioso, un escritor ni malo ni bueno. Yo le conocí. Cuando se protestó ante los organismos oficiales por aquel atropello, la respuesta fue que habían actuado por su cuenta. No se les castigó, sin embargo. Parece que cualquiera podía hacer lo que quisiera con los bienes de un rojo. Luis Felipe Vivanco, que estaba a las órdenes no sé si de Laín Entralgo o de Ridruejo, logró que devolvieran parte del botín. No todo, mucho sigue todavía desaparecido. Félix Ros entregó unos cuantos libros con las hojas de la dedicatoria arrancadas, señal de que pensaba quedarse con ellos o venderlos borrando las huellas del delito. Juan Ramón Jiménez, en cuanto se enteró, no dudó ni un instante en señalar al jefe: José Bergamín. ¿Cómo era posible? El compañero de viaje de los comunistas (“Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más"), el principal intelectual antifascista, dando órdenes en el Madrid ocupado. Todo el mundo pensó que esa era una chifladura del poeta, otra más. Félix Ros había sido secretario de Cruz y Raya. Su papel durante la guerra no está claro. Cuando la policía política le detuvo en Barcelona, varios escritores republicanos, con Bergamín al frente, se movilizaron para su liberación. Incluso pidieron la firma de Antonio Machado, que se negó a darla. Juan Ramón escribió muchas lindezas de Bergamín. Le gustaba repetir una supuesta respuesta de Unamuno en Londres cuando le preguntaron si era su discípulo: padece una deficiencia congénita, solo posee medio cerebro. Un tipo de cuidado Bergamín, primero al servicio de los jesuitas y luego del mejor postor. Ahora, eso de que no sabía escribir, de que era incapaz de juntar dos ideas, con eso no estoy de acuerdo. Juan Ramón le publicó el primer libro, creo que se titulaba El cohete y las estrellas. Una de las explicaciones del robo fue que pretendían hacer desaparecer el manuscrito de ese libro y del primero de Salinas, Presagios, que estaban completamente enmendados por Juan Ramón para que no se viera que lo mejor que tenían era obra suya. Bergamín tenía muchos enemigos. Los principales estaban en la izquierda no comunista. Julián Gorkin le acusó, si no de estar directamente involucrado en el asesinato de Andreu Nin, sí de haber justificado ese asesinato y el de tantos militantes del POUM firmando el prólogo y avalando un panfleto, Espionaje en España, obra de un inexistente Max Rieger, que acusaba a ese partido de estar al servicio del fascismo. Quien estaba al servicio de Stalin era Bergamín y nunca dejó de estar al servicio de Moscú, aunque a veces lo disimulara, como cuando administraba los fondos de Indalecio Prieto; nunca ni siquiera cuando colaboraba con el independentismo vasco. Como prosista era bastante retorcido y a menudo se le iba el santo al cielo, pero como poeta, al menos cuando se olvida del barroco y se pone a la sombra de Bécquer y la poesía popular, a mí me gusta mucho.

            ---Y a mí, que siempre que puedo cito una cuarteta suya: “Qué poco me va quedando / de lo poco que tenía. / Todo se me va acabando, / menos la melancolía”. Pero esas cosas que me cuenta son bien sabidas. Al menos por quienes hemos leído el mamotreto, el cajón de sastre, de Guerra en España. Lo que no sabía yo, ni creo que sepa nadie, es lo de Juan Ramón convertido en asesino.

            ---Bueno, quizá exageré un poco. Antes le recordaba Extraños en un tren. Lo de Juan Ramón se parece más a la historia del mandarín chino, la de Eça de Queirós y Casona. Ya sabe: si tocas una campanilla, en China morirá un mandarín, al que no conoces, del que nunca volverás a oír hablar y del que heredarías una considerable fortuna. ¿Quién se negaría a tocar esa campanilla?

            ---Juan Ramón, sin duda.

3
UNA CONFESIÓN

---Juan Ramón era inmune a la codicia, pero no al rencor ni al afán de venganza. Bergamín fue tiroteado en una calle de México. Se salvó por poco. Todo quedó en un incidente sin mayor importancia. Los tiros parecía que no iban dirigidos contra él. Una reyerta de borrachos. Los biógrafos de Bergamín ni siquiera hablan de ello. México es un país violento y esas cosas están a la orden del día. A mí mismo… Pero bueno, vamos a lo que vamos, que ya veo su gesto de fastidio. Para contarle lo que le cuento, me baso en la mejor fuente: el propio Bergamín. Fui a verle varias veces, a una buhardilla que tenía alquilada en la plaza de Oriente. Por cierto, que alguna vez coincidí con quien entonces era un aprendiz de escritor, como yo, aunque abandoné pronto esas veleidades, y que luego se ha hecho muy famoso, Andrés Trapiello. Bergamín me enseñó los anónimos que recibió poco antes del intento de asesinato. Algunos muy vulgares. Le llamaba “maricón”, que era una de las obsesiones del poeta (tenía miedo de que le consideraran como tal, dada su delicadeza y que no frecuentaba prostíbulos), entre otras lindezas. “Quizá debería romperlos”, me dijo Bergamín de los anónimos. “Ese señorito de casino de Huelva que siempre fue Juan Ramón era muy mal hablado”. Lo de “señorito de casino de Huelva” lo escribió luego Gil de Biedma para escándalo de muchos, pero yo se lo oí antes a Bergamín. Y vamos a lo del asesinato. Bergamín me enseñó una confesión. El pistolero, arrepentido, le pidió perdón años después. Había sido trotskista, había perdido muchos amigos durante la purga de 1937, era uno de los admiradores que frecuentaban a Juan Ramón en Puerto Rico, y este le convenció de que el culpable era Bergamín. Le alentó, le ayudó, le facilitó dinero para el viaje a México. Si eso no es tocar la campanilla como en el cuento del mandarín, ya me dirá usted. Aquel fanático falló, se arrepintió, se convirtió al catolicismo, se lo confesó todo a Bergamín para poder ser perdonado. La carta que yo leí no dejaba lugar a dudas. Juan Ramón tiraba la piedra y escondía la mano. Aunque quizá aquel pobre hombre había interpretado mal el odio del poeta. Vaya usted a saber.

3 comentarios:

  1. Me pierdo en el relato. Tengo una versión diferente del suceso y visión opuesta de Juan Ramón. Uno de mis maestros, Jon Bilbao, se había exiliado Estados Unidos tras la guerra civil (gracias a su condición de puertorriqueño, aunque había abandonado la isla de niño). En el verano de 1942 se encontraba en Carolina del Norte asistiendo a un seminario en el Lingüistic Institute de Chapell Hill. Se enteró que Juan Ramón Jiménez daba una conferencia en la Universidad de Duque, "una de las charlas más bellas que he oído. Habló del amor en Becker y en San Juan de la Cruz, en fray Luis de León y en Espronceda". En una conversación con Juan Ramón y con su esposa (que eran amigos de Manu de la Sota, el "jefe" de Jon en el exilio) se interesaron por el apellido "Bilbao" porque "un tal Bilbao había entrado con las tropas de Franco en Madrid y había cuidado su casa". El "tal Bilbao" era el sacerdote y poeta Pablo Bilbao Aristegui, premio Juan Ramón Jiménez en 1964 que tiene entre sus publicaciones "Cartas y recuerdos de Juan Ramón Jiménez".

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  2. Interesantes noticias. Pero el saqueo de la casa del poeta por falangistas es un hecho cierto que le obsesionó toda la vida. Lee, por ejemplo, "Guerra en España", ahora reeditado.

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  3. Seguro (lo del saqueo). Por otro lado, tengo para mi que Bilbao Aristegui era falangista. Por cierto, no le sentó bien que su amigo Blas de Otero "cambiase de bando". Por otro lado, no imagino a Juan Ramón alentando el asesinato de Bergamín. https://www.bilbao.eus/bld/bitstream/handle/123456789/33571/07.pdf?sequence=1

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