1
DOBLE MISIÓN
Hay una
frase hecha que expresa a la perfección lo que supuso mi regreso a Nápoles: se
me cayó el alma a los pies. La ciudad alegre y confiada del fascismo había desaparecido.
No solo en la Riviera de Chiaia o en el Lungomare donde los hoteles de lujo
miraban a Capri, en cualquier callejuela del centro, la vigilancia municipal
impedía que un napolitano distraído arrojase al suelo el más mínimo papel o una
cáscara de fruta. Ahora, casi todo eran montones de escombros y chatarra,
edificios cuarteados y a punto de derrumbarse, barcos medio hundidos en el
puerto, hierros retorcidos.
Claro que peor era la situación de Manila, a donde yo viajaba en el Plus Ultra con don Juan Bernia en misión oficial. Allí todo el centro histórico, el sector español de la ciudad, era una llanura amarillenta. Nada quedaba en pie. Antes residían veinte mil habitantes, cuando llegamos nosotros solo quedaban tres vecinos. La sensación de vacío era mayor que cuando visité las ruinas de Pompeya. Lo que fue uno de los más bellos barrios españoles del mundo había quedado reducido a la nada. En contraste con la ruina urbana, con el inmenso cementerio que era la ciudad, de vez en cuando aparecían destellos de juventud y vida: los jeeps del ejército norteamericano que se deslizaban veloces por las calles, cargados de mocetones rubios y fornidos y a su lado muchachas del país, con su clara sonrisa y sus ojos rasgados.
2
EN NÁPOLES
Pero
usted me ha pedido que le hable de mi misión en Nápoles, no de la que nos
llevaba a todos a Filipinas. Esta última se ha contado en un libro, Viaje a
Nueva Castilla, que todavía puede encontrarse en las librerías de viejo.
Puedo dar fe de la fidelidad de la relación porque yo mismo ayudé a redactarla.
El
Plus Ultra partió del puerto de Barcelona el 23 de enero de 1946.
Llegamos a Nápoles cuatro días después. Íbamos a detenernos allí solo el tiempo
imprescindible para que desembarcara parte del pasaje, pero nos quedamos un
tiempo más para que yo pudiera cumplir un encargo de Juan Aparicio.
La
misión oficial era llevar a los españoles de Filipinas el aliento de la Madre Patria
tras la gran catástrofe de la guerra. Yo debía recuperar unos manuscritos de un
gran escritor español. Su importancia no era solo literaria. El propio Franco,
nuestro invicto caudillo al que ahora tratan de denigrar, estaba interesado en
ellos.
La
cita era en el Gambrinus, al lado mismo del palacio real, en una de cuyas
entradas había un cartel en el que podía leerse “Palace Club”. Afortunadamente, Nápoles no había
sido completamente destruido como Manila. Buena parte de los edificios
históricos seguían aún en pie. A uno de ellos, al Museo Nazionale, habían
regresado ya las obras escultóricas trasladadas a Montecasino y Roma. Habían vuelto el Hércules Farnesio y la seductora Venus Calípigia. Me quedé con ganas
de visitarlos.
En
el Gambrinus esperé en vano a quien me ofrecía aquellos papeles a cambio de buen
dinero. Aparecieron vendedores de todo tipo para ofrecerme incluso cosas que
avergonzaría confesar a un caballero, pero no
quien decía poseer los últimos escritos de Federico García Lorca, esos
que Juan Aparicio daría a conocer en El Español y taparían la boca para
siempre a los enemigos de nuestro país.
Una
oportuna avería –no sé si real o fingida—nos permitió quedarnos un día más. Yo,
según nuevas instrucciones cablegrafiadas, debía visitar a una mujer en el
barrio de Sanità para recuperar los documentos.
Aquella
zona, incluso tras la limpieza llevada a cabo por Mussolini, tenia fama de
estar dominada por la camorra. El Duce se había comprometido a exterminarla,
pero volvió triunfante a hombros de las tropas de ocupación. Yo no tenía miedo
de adentrarme en esos lugares. Antes de pasarme a la España liberada, sobreviví
casi un año en el Madrid rojo: estaba curado de espantos.
Me
abrió una mujerzuela, muy pintarrajeada, que tenía aspecto de lo que sin duda
era, una prostituta. En la pequeña sala a la que me hizo pasar, había un tipo
malencarado que debía ser su chulo o protector. Me preguntaron si traía el
dinero acordado, una abultada cantidad. Les dije que solo había venido a ver si
era realidad lo de aquellos papeles, que el dinero estaba en el barco y que se
lo entregaría mañana, a primera hora, antes de zarpar.
Estoy
seguro de que, a no haber sido por esa estratagema, me habrían acuchillado y
robado allí mismo. La policía no se aventuraba por tales lugares y las fuerzas
de ocupación o de liberación tenían cosas mejores que hacer que buscar a un franquista
desaparecido. Para muchos, en aquellos años, Franco era el vértice del
triángulo que, tras la caída de Hitler y Mussolini, había que hacer
desaparecer.
Me
enseñaron una carpeta dentro de la cual había varias cuartillas garabateadas y
unos folios mecanografiados. Los manuscritos eran de distinta mano, pero al
menos uno de ellos –había visto reproducciones de sus originales antes de
embarcarme-- era indudablemente de Lorca, a no ser que se tratara de una muy
buena falsificación.
El
texto mecanografiado, un largo poema en alejandrinos, llevaba el título de
“Cantata de los mártires y los héroes”. Si era de Lorca, bastaba para acabar
con toda la patraña propagandística de la anti España.
Los
mismos que habían propalado la abominable leyenda negra, ratas de archivo y
cuervos de biblioteca, habían utilizado como ariete el supuesto martirio de
Lorca, aprovechándose de que había muerto trágicamente en momentos de
confusión.
Nadie
más interesado que el Caudillo de la España renaciente en que siguiera viviendo
y escribiendo. Refugiado en aquellos confusos primeros días en la casa acogedora de los
Rosales, se sintió contagiado de la nueva fe y escribió versos que demostraban
su apasionado apoyo a la cruzada: “Yo canto a los titanes del Imperio, / a los
héroes que cruzan el mar Rojo”.
¿Cómo
desaparecieron esos papeles trascendentales, cómo aparecieron diez años después
en un turbio rincón del Nápoles arrasado? Eso, que a muchos haría sospechar de
falsificación, era lo que a mí me servía como garantía de autenticidad.
Los
falsificadores cuidan esos detalles. Fui algo amigo de Ruano, tan gran escritor
como asegura la fama y tan deleznable persona como afirma la leyenda. Un
chamarilero le prestaba cuadros que él colgaba en su despacho y que luego
vendía a algún rico americano, lamentándose de tener que desprenderse de aquel
recuerdo de sus antepasados que llevaba en la familia más de cien años.
No
se me ocurre ninguna explicación verosímil para aquel salto de Granada a
Nápoles. Por si acaso, hablé con Madrid, con el propio Juan Aparicio. Le dije
que si eran auténticos, como parecían, solo uno de los textos valía el precio
que se pagaba por ellos. Eran tiempos malos para la España de bien, ya sabe
usted, la retirada de embajadores y el saliveo de satisfacción de los prietos y
los negrines y hasta de don Juan, quién lo iba a decir, indigno de la gloriosa
herencia recibida.
El
intercambio se hizo, tal como estaba previsto, a la mañana siguiente, pero ya
no quedamos en el Gambrinus, sino en un maloliente cafetín del puerto más
acorde con la índole de mis interlocutores. Llegaron los dos, muy puntuales,
revisaron el dinero, que no venía en pesetas ni en liras, sino en dólares.
Revisé yo los papeles. Hicimos el intercambio y subí al barco, que de inmediato
retiró la pasarela e inició la maniobra de desatraque.
Aquellos preciosos papeles viajaron conmigo hasta Manila. A mi regreso se los entregué personalmente a quien me había hecho el encargo, Me abrazó emocionado y agradecido. Ya antes le había llegado una copia.
3
QUIÉN SABE
¿Que
por qué no se publicaron nunca esos últimos textos de Lorca? ¿Por qué quedaron
solo en una leyenda que nadie ha podido confirmar? Yo esperaba verlos en cada
nuevo número de El Español o de La Estafeta Literaria, hasta que
me cansé de esperar. Creo que fue Luis Rosales quien se negó rotundamente a
avalarlos. Dijo que Lorca en su casa tocaba el piano, charlaba con las mujeres que
allí habían quedado y con él y sus hermanos cuando regresaban del frente, pero
que nunca le habían visto escribir.
No
sé cuál puede ser la explicación. Cuando preparaba su biografía del poeta, Ian
Gibson se entrevistó conmigo, le dije que yo había tenido en mis manos esos
textos, que Lorca era uno de los nuestros, un patriota. Afirmó creerme, pero
que mientras no los encontrara no podía tenerlos en cuenta.
Aunque
los encontrara, no los tendría en cuenta, se lo digo yo, sino que los
destruiría. Es un rojo, que vive muy bien de serlo, y que por nada del mundo
haría algo que pudiera destruir una leyenda que tan buenos réditos le ha dado a
él y a los enemigos de la verdadera España.
No hay comentarios:
Publicar un comentario