FELICIDAD
Voy de paso para otro lugar, pero no puedo evitar detenerme
de nuevo en este Castropol que, como la proa de un barco, se adentra en la ría
entre Ribadeo y Figueras. Cumple cien años su Biblioteca Popular Circulante. Para
celebrarlo, le han devuelto el nombre original sin quitarle por ello el de
Menéndez Pelayo que le pusieron cuando, convenientemente expurgada, volvió a
abrir en los años cuarenta. Surgió de la iniciativa particular de un grupo de
veinteañeros. En octubre de 1921, publicaron un manifiesto: “Somos un pueblo
ignorante, no solo por el
vergonzoso número de analfabetos que hoy existen, sino —lo que es peor— por la
carencia absoluta de curiosidad intelectual entre los que no lo son. No es
extraño, por tanto, que en nuestro país sean moneda corriente artículos, libros
y discursos completamente ajenos a todo razonamiento. Y así la soberanía que
nominalmente está vinculada al pueblo, resulta en la práctica —por incapacidad
de este— abandonada a oligarquías que la utilizan para servicio de sus
intereses. Ante la urgencia del problema sería suicida cruzarse de brazos y
esperarlo todo de la acción del Estado. Si por incapacidad de la Sociedad viene
desempeñando fines históricos que a esta incumbe, la experiencia de otros
países y el ejemplo de ciertas instituciones del nuestro, completamente
autónomas, prueban la mayor eficacia de la acción particular. Así lo
comprendieron nuestros paisanos de América al emprender por su cuenta la
construcción de escuelas, de las que ya funcionan más de cien. En vista de
esto, surge en nosotros la iniciativa de crear una Biblioteca Popular Circulante
con el fin de fomentar la propagación de la cultura. Esta biblioteca pondrá al
alcance de todos, aquellos libros que encerrando un concepto elevado del
pensamiento ayuden a conocer mejor la vida y depurar algo la sensibilidad”.
El entusiasmo de aquellos pioneros,
que pronto contaron con la simpatía y el apoyo de las mejores mentes de la
España de entonces, lo continúa hoy Manuela Busto. Yo, como Borges, me crie en
una biblioteca, pero no de propiedad privada como la suya, sino también popular
y circulante, la de Avilés, fundada por las mismas fechas, y cuyo primer
bibliotecario, el poeta Luis Lumen, fue fusilado nada más entrar las tropas
franquistas. Su delito: haber puesto los libros al alcance de todos.
Entro en el luminoso local de la biblioteca de Castropol,
con el monumento a Villamil asomándose por un lado y el campanario de la
iglesia por el otro, y me invade una sensación de felicidad, la misma que
cuando visité por primera vez la biblioteca Bances Candamo.
Sigo viviendo en una biblioteca, pero ahora abarca el universo. Los libros vienen a buscarme a mí o yo los busco a ellos en las librerías de viejo y de nuevo. Ya no tengo la avidez de leerlo todo, como en la adolescencia. Ahora me basta con encontrar cada día un libro o dos con los que mantener una conversación inteligente. Y también he aprendido a hojear con fruición ese otro libro inagotable que abarca tierra y cielo, el libro de la naturaleza. Pero todo empezó en un rincón como este. Entro en la biblioteca de Castropol con su luz de perpetuo domingo y sus libros dedicados y me invade una sensación de felicidad, un sentimiento de gratitud.
HONRAR HONRA
Disuena encontrarse, en una plazoleta de Taramundi, cerca de
la iglesia, con un aparatoso monumento decimonónico. ¿Quién será ese bigotudo prócer?,
me pregunto. Seguro que un rico indiano o un politicastro de la Restauración.
Qué sorpresa la mía al leer, bajo
el nombre, Manuel Lombardero Arruñada, el título de “maestro nacional” como
timbre de gloria. Se trata de un maestro, director de la escuela de niños, al
que a los treinta años de su muerte quienes fueron sus alumnos, dispersos por
España y América, decidieron levantarle este monumento, “fieles a la divisa
hidalga de honrar honra”. No creo que haya muchos casos semejantes.
Me emociona
este homenaje. La persona más importante en mi vida intelectual, la que más me
ayudó a ser lo que soy, fue un maestro nacional, don José Ramón, allá en el
Valliniello de finales de los cincuenta y primeros sesenta, donde se
amontonaban los emigrantes. Él fue quien dijo que yo debía estudiar, quien me
preparó para el ingreso en el bachillerato, quien me consiguió una beca, quien
aguantó pacientemente mis primeras discusiones (porque yo era un niño insoportable
—muy parecido al adulto
que soy— que no se creía cualquier cosa, que todo lo ponía en cuestión).
Taramundi, lleno de tiendas para turistas, carece del aura que yo esperaba encontrar tras tantos años de ver su nombre en las panaderías, un nombre que yo asociaba, no sé por qué, con los confines del mundo. Pero se me vuelve entrañable porque sus vecinos dispersos por España y América fueron capaces de hacer lo que a mí me habría gustado hacer: honrar a quien nos ayudó a ser lo que somos.
TIEMPO DETENIDO
Lo que buscaba y no hallé en Taramundi lo encuentro en Bres,
a dos pasos. Admiro la Casa del Agua, una antigua escuela “hispano-argentina”,
llena de artilugios hidráulicos (entre ellos una ingeniosa máquina de
movimiento continuo obra de J. M. Legazpi), pero lo que yo busco es otra cosa: la
magia del silencio, el tiempo detenido. Y aquí está, abrazador, acariciador,
subrayado por el tenue susurro del Cabreira, oculto entre la colina en que se
dispersan las casas del pueblo y la montaña. Pastan vacas, ramonean caballos
(un potrillo con una estrella en la frente se me queda mirando), cruza el cielo
algún ave cuyo nombre ignoro; todo como en una película a la que hubieran
quitado el sonido. A la memoria me vienen versos de Juan Ramón Jiménez: “En la
quietud de estos campos, / llenos de dulce añoranza…”
¿Añoranza de qué?, me pregunto. Sé que, si estoy a gusto aquí, es porque estoy de paso, porque no me detendré mucho rato. Lo sé y a pesar de ello quisiera que este instante, en el centro del mundo, tan cerca y a la vez tan lejos de mí, no se acabara nunca. Lo dijo para siempre Pascal: el corazón tiene razones que la razón no comprende, especialmente una razón tan torpemente racionalista como la mía.
UNA HUMORADA
Me gusta desayunar lejos de casa, abandonadas todas las
rutinas, con el día por estrenar y sin nada que hacer más que estar conmigo y
con el mundo. Hoy soy el primer cliente en la cafetería Martínez, en Navia, muy
cerca del monumento a Campoamor. Las pocas veces que pasé por aquí fue por
causa suya: para hablar de su poética en un curso de verano, para presentar una
antología con motivo de su centenario. Hoy solo me dedico a pasear por la
orilla de la ría, a perderme por sus calles, a admirar los viejos caserones y
los floridos edificios modernistas. Junto al casino, el teatro Fantasio. Qué
hermoso nombre, tan contrario al tópico realismo campoamoriano.
Navia se prepara para el bullicio
de sus fiestas, pero las atracciones —“Pegasos, lindos pegasos, /
caballitos de madera”— están todavía cubiertas. De vez en cuando, me cruzo con
algún madrugador transeúnte.
En el verano, Navia se acuesta tarde
y tarda en despertarse. A mí me gusta levantarme antes que nadie, antes que el
alba, y observar las ciudades como un escenario dispuesto para la función pero
al que aún no han entrado los actores ni se ha abierto el público.
A don Ramón de Campoamor, confortablemente sentado en un banco, como cualquier jubilado, no parece importarte haber pasado de la cima a la sima, de haber sido objeto de la mayor admiración a verse convertido en el paradigma de la ramplonería. ”Una humorada, don Ramón”, le pido. Y él en seguida improvisa una: ”En torno de mí la gente / viene y va a sus quehaceres. / Yo los miro indiferente, / salvo que sean mujeres”.
FRONTERA
Cruzo
distraído un puente, en Vegadeo, y ya estoy en Galicia. Antes he leído los
poemas que cuelgan en los soportales del Ayuntamiento, escritos en un gallego
que es también asturiano: “Lo que máis recordó d’ela son as maos”, esas manos
que ahora veo cuando veo las mías, escribe Lucía Iglesias Gómez. Y he hojeado,
mientras me tomo un café junto a una fuente alegórica idéntica a otra del
avilesino parque del Muelle, La Voz de Galicia. “Remolcados diez barcos
en tres días por incidentes con orcas en la Costa da Morte”, leo en un titular.
A las orcas —que pueden medir hasta nueve metros y pesar unos seis mil kilos—
les ha dado por lanzarse en grupo contra los veleros para arrancarles el timón.
No se sabe si lo hacen por jugar o por alguna otra desconocida razón. Me parece
el comienzo de una adolescente novela de aventuras.
Aunque yo siga siendo el actor principal, si cambia el escenario cambia la función. No hace falta ir muy lejos para cruzar una frontera, la que separa mi vida de otras vidas.
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