ALCAÑICES
Camino de Portugal, hacemos un alto en Camarzana de Tera.
Soy de los que piensan que no hay pueblo feo, al menos para una visita breve,
pero Camarzana parece empeñada en desmentirme: dos hileras de casas a lo largo
de la carretera y ni siquiera una placita con fuente y acacia frente a una vieja
iglesia. Sonrío al leer el anuncio pegado en un poste: en el Bar Juventud, de
Ferreras de Abajo, se celebrará un campeonato de tute cuyo primer premio es un
cabrito. “La España profunda”, pienso con mi urbana suficiencia. Pero entonces
me fijo en una construcción nueva que está exactamente al otro lado de la
carretera. “Villa romana de Orpheus”, leo en la fachada. No, no estoy en el fin
del mundo. Aquí me esperaba, sin yo saberlo, nada menos que Orfeo, aquí llegó
la gloria de Roma. Recordé luego su descenso a los infiernos cuando atravesamos
la sierra de la Culebra, recientemente arrasada. El tópico se hace verdad: un
paisaje dantesco. Ferreras de Abajo, donde sortean el cabrito, es un puñado de
calles apretujadas que solo por milagro logramos atravesar con el coche. La
espadaña de la pequeña iglesia tiene en lo alto un nido de cigüeñas casi más
grande que ella. A dos pasos, Ferreras de Arriba, más abierto y desparramado,
con todas las casas llenas de pancartas que hacen lo que dicen: “Ferreras no se
calla”, “La culebra no se calla”.
Una lápida
en la iglesia parroquial me indica que estoy en el “camino portugués de la vía de la Plata”. Y
luego un poquito de literatura: “En esta villa por el talante, por el trato y
por el tratado desde lejanos tiempos se fomentó la convivencia y se estableció
la paz. Que también tú, caminante, te encuentres con la paz y sea la siembra de
tu andadura”.
Lo que uno se encuentra en Alcañices son camiones, infinitos y aturdidores camiones, no de uno en uno, sino en caravana. La autovía portuguesa de Oporto hasta la frontera no continúa en España y de ahí este cuello de botella. Veo carteles que anuncian la actuación de una serie de grupos y luego música y baile “hasta que el cuerpo aguante”. Aguantará bastante, que los camiones que cruzan día y noche el pueblo habrán acostumbrado a no dormir..
BRAGANÇA
¿Qué necesito yo para estar a gusto en un lugar? Un café, como Chave d’Ouro, en la Praça da Sé, en el que leer con tranquilidad (incluso tiene una pequeña biblioteca con libros dedicados por los autores); un luminoso centro comercial en el que refugiarse los días de lluvia; una Pousada, como esta en la que estoy, cerca y lejos, con una higuera en el salón comedor a la que han hecho un hueco en la cristalera para que siga creciendo al aire libre; un restaurante al que ir cuando tenga invitados (si estoy solo, prefiero en el centro comercial), como el Solar Bragançano, la señora Ana María Batista con su cortesía y su fragilidad como de romance caballeresco al frente; una biblioteca como “Os nossos libros”, en un caserón encaramado en la ladera del castillo. Hay también un río que parece hundirse en la tierra y un camino junto a él que recorrer sin prisa para escuchar el silencio y olvidarse —al menos por un tiempo— de todas las preguntas.
S. MARTINHO DE ANTA
Desde que, allá por 1980, en Coímbra, leí su nombre repetido
en los diarios de Miguel Torga, con el que quizá coincidí alguna tarde en el
Café Arcádia, había querido visitar S. Martinho de Anta. Se puede llegar por
dos caminos. Yo elegí el más tortuoso, que es también el más hermoso: sierras
que se cruzan y entrecruzan, estrechas carreteras que bordean el abismo,
inmensos pedruscos que parecen haber sido depositados por un Sísifo gigante, el
acero del Duero al fondo y un cielo muy azul coronando el milagro. En la ermita
de S. Leonardo de Galafura un poema de Torga que habla de un navío de piedra
que navega las olas de la eternidad con el capitán en su puesto sin prisa de
llegar a su destino.
Ninguna
prisa tengo yo de llegar a mi destino y aquí levantaría mi tienda como los
apóstoles en el monte Tabor. Pero llego por fin a San Martinho, tan soñado, tan
esperado, y lo primero con que me encuentro es que, donde estaba el negrillo,
el inmenso olmo que reinaba en la plaza del pueblo, hay ahora un llamativo
espantajo: una máscara de madera, que quizá quiera representar al poeta. Menos
mal que los muertos no se enteran de lo que hacen o dicen los vivos, como
escribió Cernuda, porque, si no, me imagino perfectamente a Torga, famoso por sus
arrebatos de mal humor, saliendo de su tumba y haciéndola leña para calentar
con ella las noches de invierno. Pero delante de la ofensiva estantigua —se colocó en 2020 y su autor es
Oscar Rodrigues— sigue el hermoso busto del poeta y el texto de su poema a ese
árbol que ya no existe: “En mi tierra natal hay un solo poeta / y mis versos
son hojas de sus ramas…”
Tras el susto inicial, un tranquilo paseo por el pueblo, una visita a la casa del poeta, donde siguen las azaleas que él cuidaba, y un café en el bar de Rosa, que es también estafeta de correos. Pero lo que uno trae de regreso es la imagen de unos horizontes escarpados y temerarios: el reino maravilloso al que volver una y otra vez, como Anteo, para recuperar las fuerzas perdidas en la lucha por la vida. Podrá haber lugares tan hermosos; más, lo dudo.
SOLAR DE MATEUS
Lo protege una muralla vegetal que no deja entrever lo que
hay dentro. Por muchas veces que uno haya visto reproducida esta prodigiosa
fachada reflejada en el agua (aparece en la etiquetas de un vino, el Mateus
Rosé, que los conocedores no aprecian demasiado), en nada disminuye la
sorpresa. Un escenario de cuento de hadas, dirías tópicamente. O de las sonatas
de Valle-Inclán o los versos de Rubén Darío: “Era un aire suave de pausados
giros…” (al fondo, entre el boscaje, creo escuchar la risa cristalina y cruel de
la marquesa Eulalia). Pero vengo de S. Martinho de Anta y es otra historia la
que se me viene a la cabeza. En 1980 le dieron a Miguel Torga el Premio Morgado
de Mateus, que se entregaba en este palacio y el aprovechó las palabras de agradecimiento
para contar una historia que no había contado nunca: “En mis remotos tiempos de
niño, se realizaban en una casa religiosa de Mateus unos para mí misteriosos
ejercicios espirituales a los que dos señoras de mi aldea asistían
invariablemente. Viajaban en burro. Y el arriero era siempre yo, descalzo,
tropezando con las piedras de los atajos, comiendo el polvo levantado por las
herraduras. Las traía al atardecer, con la fresca, volvía con las acémilas, y
regresaba a buscarlas en la fecha convenida. Este gran palacio, entonces
fabuloso en la imaginación popular —tenía
trescientas sesenta y cinco ventanas como los días del año— jalonaba las
emociones del camino. Cuando lo descubría al fondo del paisaje, cercado
por sus bellos jardines y coronado por sus pináculos y chimeneas, se me
alegraba el corazón. Al regreso, montado en uno de los jumentos, apenas lo
perdía de vista me entraba el pánico. Un toque de campanas resonaba en el
valle. El sol se escondía detrás del Marao. Se adensaba el crepúsculo. El resto
de la jornada debía hacerlo tanteando en la noche. Y con diez años no se
enfrenta uno fácilmente a los fantasmas de la oscuridad”.
Poco
después, conoció a Torga en este lugar Carlos Casares. Él mismo me lo contó
cuando me trajo a Oviedo en su coche desde Verines, donde habíamos coincidido.
Había caído una gran nevada y los caminos eran intransitables. Carlos Casares
se arriesgó a recorrer los doscientos kilómetros que le separaban de Vila Real
con la esperanza de conocer a Torga, que le habían dicho que asistiría al
encuentro de escritores. Pero no
apareció. En la comida, a Casares le tocó sentarse junto a una señora menuda
que era profesora en la Universidad de Coímbra. Carlos Casares le confesó que
había ido allí solo con la esperanza de conocer a Torga. Ella le preguntó que
por qué tenía tanto interés. Respondió que era un fervoroso lector de su diario
y que, en el último tomo, por entonces el XIII, había leído una historia de
Torga niño, relacionada con este palacio, que le había emocionado. A partir de
ese momento, Torga fue el único motivo de conversación, que más que
conversación parecía un examen. La profesora debió de quedar satisfecha porque
al final le dijo: “Es la primera vez que conozco a un español que me habla de
Torga con tanto interés”. Aquel día, la profesora no asistió a las sesiones de
tarde. La volvió a ver en la cena, pero se sentaron en lugares separados. Pero
luego, al terminar, le hizo un gesto para que la acompañara. Le llevó hasta un
extremo del salón donde había una pequeña puerta, como disimulada en la pared.
Llamó suavemente con los nudillos y la abrió un señor alto, de cara angulosa,
que pareció sorprendido. La profesora se limitó a decir: “Mi marido, Miguel
Torga”.
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