Estaba yo en la no muy ordenada fila, esperando para subir
al avión, cuando se me acercó una joven.
––Eres
español, ¿verdad? Perdona que te moleste. Yo soy de Alicante, he pasado un año
trabajando en Nueva York, y ahora me han traslado a Madrid. No he podido
facturar todo el equipaje. ¿Te importaría llevarme esta maleta? Pesa poco y veo
que tú no llevas equipaje de mano.
No, no
llevaba, según mi costumbre: solo un par de libros. No me dio tiempo a
pensarlo, dejó en el suelo la pequeña maleta, más bien un maletín, me dio las
gracias y con una sonrisa se fue hacia atrás, hacia el lugar que le
correspondía en la fila.
Sin muchas
ganas, pero pensando que no habría ningún problema (ya habíamos pasado el
control de seguridad), subía al avión. Empecé a preocuparme una vez dentro. No
vi por ningún lado a la joven, a pesar de que la busqué insistentemente con la
mirada, y en mitad del vuelo, al ir a buscar algo en mi chaqueta encontré en
uno de los bolsillos un sobre con dinero que yo no había puesto allí.
La vida de
una persona puede cambiar en un instante. Primero pensé que aquel maletín
llevaba droga y que yo me había convertido en una involuntaria y estúpida mula;
luego, al no ver a quien me lo había entregado, en algo peor, en un explosivo
que nos haría desaparecer a todos en mitad del vuelo.
Puede
cambiar en un instante la vida persona, puede cambiar la historia de un país.
En Toulouse, hace unos días, conocí a un profesor del liceo Saint Sernin, que
me dijo que él debía ser, y no Felipe VI, el rey legítimo de España.
El mundo
está lleno de chiflados, pensé, y no le hice ningún caso, pero luego me enteré
por otros colegas que se trataba de un respetable profesor de matemáticas, no de
un lunático, y le llamé, morbosamente interesado por su historia; me imaginaba
que pretendería ser uno de los presuntos hijos naturales del anterior jefe del
Estado.
Pero no, la
historia venía de más lejos, de hace dos siglos, y no se hablada de ella en los
libros de Historia.
––Mesonero
Romanos insinuó algo en sus Memorias de
un setentón y le contó bastantes cosas a Galdós, que no quiso mencionarlas
en los Episodios nacionales; don
Benito siempre fue muy cauto.
Habíamos
quedado citados en uno de los cafés de la plaza del Capitole, Les Illustres, un
nombre que me pareció irónico. Yo había ido a Toulouse a estudiar las
publicaciones literarias del exilio español. Pero lo que me contó aquel
profesor de matemáticas hizo que cambiaran las líneas de mi investigación.
––Me llamo
Francisco Marzo, pero en realidad soy Francisco de Borbón, y otra habría sido
la historia de España si el hijo verdadero de Fernando VII le hubiera sucedido
en el trono en lugar de la princesa Isabel, que no era hija suya. No abra tanto
los ojos, no piense que está ante un paranoico; puedo probar todo lo que digo.
Bueno, todo no, harían falta análisis de ADN,
que ya he solicitado, pero que aún no me han concedido, para eliminar cualquier
duda.
Como usted
sabrá, Fernando VII se casó cuatro veces. La primera, cuando aún era príncipe
de Asturias, con María Antonia de Nápoles. Ese matrimonio fue el hazmerreír de
toda Europa. La joven princesa le contaba sus problemas conyugales a su madre y
esta a su vez los comentaba con varios corresponsales; unas y otras cartas eran
interceptadas por Napoleón, y no solo por él, y acababan siendo el
entretenimiento de Europa. Cuando se casó, Fernando tenía dieciocho años, lo
ignoraba todo de la vida sexual y su desarrollo no correspondía con esa edad.
Padecía una enfermedad denominada macrogenitosomía, una de cuyas consecuencias
era la aparición tardía de los caracteres sexuales secundarios. No comenzó a
afeitarse hasta bastantes meses después de casarse y tardó un año en consumar
el matrimonio.
Se casó
cuatro veces, pero solo tuvo una esposa en el verdadero sentido de la palabra,
Josefa Montenegro, a la que se conocía como Pepa la Malagueña. Los
historiadores liberales, y los chismógrafos de la corte, dijeron de ella que
regentaba un burdel y que proporcionaba jovencitas al rey para que satisfaciera
su apetito sexual, bastante desmesurado, como si quisiera compensar su tardía
aparición. No es cierto: fue su amante, su consejera, le dio varios hijos. El
rey le buscó una casa cerca de Palacio y le preparó un matrimonio con un
militar, Francisco Marzo Sánchez, destinado lejos de Madrid y con el que nunca
cohabitó. Ese militar fue el padre legal de los hijos de Josefa: Manuela,
nacida en 1817, y Francisco, nacido en 1819.
Sabemos que
durante un tiempo el rey buscó la manera de reconocer a Francisco como su
heredero. Cuando desistió, desesperado (era un rey absoluto, lo podía todo,
pero eso no podía), terminaron sus relaciones con Josefa Montenegro, que poco
después pasó a ser la compañera clandestina –en aquel tiempo no podía ser de
otra manera– del duque del Infantado,
enamorado de ella desde siempre.
Como ve
usted, nada de dirigir un burdel. Entonces los matrimonios eran de
conveniencia, la amante, la querida, era en realidad la verdadera esposa, la
que estaba unida por vínculos de amor. En 1840, Josefa Montenegro tuvo un
pleito en París con los herederos del duque del Infantado. Yo he visto esos
papeles, en ellos declara que sus dos primeros hijos son hijos del rey,
entonces ya difunto.
Fernando
VII dejó de estar enamorado de Josefa Montenegro (quizá su único amor), pero
nunca dejó de pensar en que Francisco Marzo Montenegro, en realidad Francisco
de Borbón Montenegro, habría sido su mejor heredero.
Siempre
tuvo sospechas de que la princesa Isabel no era hija suya. Dicen que la reina
Cristina conoció a Fernando Núñez a los pocos días de la muerte del rey; hay
sospechas de que lo conoció bastante antes. Pero era peligroso investigar ese
asunto, más peligroso que tratar de averiguar quién estaba detrás de la muerte
de Prim. Hubo quien dijo tener pruebas y desapareció poco después con ellas.
Toda la legitimidad de la monarquía española se vendría abajo. Una cosa es que
no se sepa con certeza quién es el padre, o quiénes son los padres, de los
hijos de Isabel II (la única certeza es que ninguno es hijo de su marido) y
otra que la hija de Fernando VII no sea hija suya. En el primer caso, quien
transmitía los derechos dinásticos era ella.
Explican
estas sospechas lo ocurrido en septiembre de 1832, cuando el rey, al creer que
iba a morir, no tuvo inconveniente en derogar la pragmática sanción de 1789
(que nunca se había hecho pública), para que siguiera vigente la ley Sálica
introducida por Felipe V. Con ello, Isabel dejaba de ser la heredera al trono.
Las intrigas de la madre, que ya llevaba las riendas del gobierno ante la
debilidad del rey, hicieron que las cosas volvieran atrás y de inmediato se
convocaran las cortes del reino para proclamarla formalmente Princesa de
Asturias.
Fue un acto
muy solemne, el más solemne del reinado. Tuvo lugar en la iglesia de San
Jerónimo, deslumbrante de uniformes, sedas, joyas y condecoraciones. ¿Y a quién
cree que, fuera de todo protocolo, quiso el rey también invitar? Pues a Josefa
Montenegro y a su hijo Francisco, que entonces ya era un espigado adolescente
de catorce años. Otra habría sido la historia de España si ese adolescente, dos
años después, tras una breve regencia, hubiera sido proclamado rey de España.
Murió a los ochenta años, en 1899, y habría sido un rey tan longevo y tan
provechoso para su país como la reina Victoria. ¡La de desastres que nos
habríamos ahorrado!
Lo que
recordaba de ese acto interminable (se lo contó a mi abuelo y mi abuelo me lo
contó a mí), fue lo mal que lo paso la pobre princesita, que lloró muchas veces,
que no entendía nada, que cuando veía acercarse a obispos y personajes para
besar su mano, la escondía y volvía la cara. Su madre, que sonreía oronda como
quien había hecho el mejor negocio de su vida (luego haría muchos, sumamente
lucrativos), trataba de calmarla, pero solo hacía caso a los requiebros de su
aya pasiega, que era quien la sostenía en brazos, ataviada con mayor esplendor
que los propios monarcas.
Imagínese
lo que habría sido la historia de España si a Francisco I, le hubiera sucedido en
1899 su hijo Francisco II, que entonces tenía cincuenta años y era marino y
destacado científico. Le sucedería a él mi abuelo, que murió en 1960, y luego
mi padre, hasta 1993, y usted estaría ahora hablando, no con un profesor de
matemáticas del liceo Saint Sernin, sino con el rey de España…
Ya sé, ya
sé, que soñar con lo que pudo haber sido y no fue, es un empeño inútil. En
realidad, mi familia nunca pretendió reivindicar ningún derecho a la corona de
España, que no les parecía precisamente un bien apetecible. Yo estoy
intentando, sabiendo que es un empeño inútil, que se analice el ADN de los restos de Isabel II. Habría que
reescribir la historia si el resultado es el que yo espero, aunque de sobra sé
que legalmente no pasaría nada. La legitimidad de Felipe VI le viene de la
constitución de 1978, no de ser lejano descendiente de esa señora.
Mi empeño
mayor es restituir su buen nombre a Josefa Montenegro, no la alcahueta del rey,
sino su verdadero amor, la mujer más hermosa de su tiempo y además inteligente,
fuerte y sana. Habría podido regenerar la monarquía española y cambiar así la
historia de un país que sigue siendo el mío, aunque yo naciera en Francia, como
consecuencia de una guerra civil que, si las cosas hubieran sido de otra manera
en tiempos de Fernando VII, cuando España se partió en dos, quizá nunca habría
tenido lugar.
Deja usted a sus lectores en vilo con la joven de la valija, no sabemos si droga, bomba o documentos secretos.
ResponderEliminarNo parece ser un comportamiento infrecuente. En Berlin, octubre del 2011, 7.30 de la mañana, yo esperaba el embarque para un vuelo a Barcelona. Los controles policiales habían quedado atrás. Se me acercó una mujer de unos 50 años, alta, elegante, con un bonito collar de turquesa, aspecto respetable. Me dijo en español con fuerte acento austríaco, evidentemente agitada: "¿puede sostener esta mochila? Será un minuto. Se trata de mi hijo. Ahora mismo lo traigo". No esperó respuesta. La mochila era pequeña, de cuero repujado color rojo vino, cara. Creo que musité un inaudible "claro" sin la menor convicción. Pasó el tiempo. Cinco minutos, diez. Ni rastro de la señora. Comenzó el embarque. Me hice a un lado para no obstaculizar, mientras la buscaba con la mirada. No aparecía. Estaba apurado y no sabía qué hacer. Pensé en dejar la mochila en el suelo y olvidarla, pero me pateció una deslealtad y una cobardía.
Hubo un revuelo y entró en la sala un grupo de policías muy pertrechados. Voces, carreras, tensión. Al cabo de unos minutos salieron de una dependencia (Polizei) con la señora esposada. Diría que me miró de pasada. Ni por un momento pensé en denunciar que "ella" me había encomendado aquello.
Podría haberla comprometido aún más. No hice NADA. Palpé la mochila, no parecía contener nada duro o rígido. Cargué con ella hasta BCN intranquilo, pero sin ningún contratiempo.
En casa, miraba a distancia el objeto de cuero, colocado sobre una banqueta, sin atreverme a tocarlo. ¿Y si explotaba? Al dia siguiente, un martes, me la cargué a la espalda y subí con ella a Montjuic. En una ladera, en un rincón oculto entre enredaderas, corté el cuero despacio, con precaución. No había cables ni metales sospechosos. Tras un trabajo minucioso, empapado en sudor, tuve ante mí una bolsa roja de embalaje. La extraje y la abrí, rajándola por un lado. El manojo de billetes era importante, en tacos de 100, sujetos con gomas.
Aún estoy viviendo de ellos. Leí algo, dias después, sobre un atraco en Viena. Cada tres meses pongo un giro, con remite anónimo, a una prisión austríaca, a una mujer cuyo nombre, cuya cara, encontré en la Prensa alemana.
Fue una pena inutilizar la mochila de cuero, era preciosa y no he visto nunca otra igual. Quizás en alguna tienda de Centroeuropa.
“Dáselo a "yayo" Trindade y el te lo remunera".
ResponderEliminarPasé sin problema el control de embarque del aeropuerto de Medellín. Puse el bolso arriba, en el arcón, y no me ocupé de él durante el viaje. Ya en el hotel de Sao Paulo, me picó la curiosidad y descorrí con cuidado la cremallera, solo un ojal en principio. Olí: nada que me orientara sobre el contenido. Me decidí a abrir del todo la boca del bolso y comprobé que dentro venía un amasijo de virutas de madera, como esas que había visto en la ebanistería del padre del Ñato. Metí la mano y removí con cuidado... Sentí cómo algo me ceñía la muñeca y luego un agudo pinchazo en el dorso de la mano. La retiré bruscamente y con ella salió prendida y agitándose en el aire un víbora de mediano tamaño, que identifiqué como un crótalo de los esteros. El suero del Instituto Butantan me libró de la muerte pero perdí tres dedos de la mano. Ahorita se las cuento porque me ha llamado la atención el asunto de los mandados que se aceptan sin reparar en consecuencias.
A Trindade lo mataron al poco en Pinheiros, cuando bajaba de un carro frente a la casa de un compadre.
Ay, cuánto cobardón.
ResponderEliminarPero, ya que a la fatiga
ResponderEliminartan rendido el pecho yace,
que un desaliento palpita
en cada temor que late,
y ya que en el verde centro
de enmarañado boscaje,
que compone la frondosa
tenacidad de los sauces,
seguro estoy de que puedan
las cóleras alcanzarme
de Diana, firmen treguas,
mis repetidos afanes.
Y en este risco a quien hoy,
para que sobre él descanse,
¿hizo él acaso que siendo
escollo, sirva de catre?,
entreguemos a esta dulce
lisonja de los mortales
la vida, pues a este efecto
dijeron mis voces antes:
Sosieguen, descansen
las tímidas penas,
los tristes afanes,
y sirvan los males
de alivio en los males.
JOSÉ DE CAÑIZARES.
¿Por qué abunda el cobardón, doña María?
ResponderEliminarA F,
ResponderEliminarDicen que el saco fue hallado el 2 del mes que corre, aunque posiblemente lo arrojaran el 28 del precedente.
Fatigué el músculo dando quinientas vueltas a la Maisón Carrée de Nimes y pisé el albero del anfiteatro. Estaban los chiqueros llenos de leones traídos de Abisinia y unas onzas lamían las poleas del artificio para la naumaquia. Canal arriba, por entre las acacias y los sicomoros, remonté hasta los
ResponderEliminarmanantiales de Nemausa y allí permanecí, tendido al sol sobre una losa, inmóvil por más de siete horas.