Viernes, 2 de abril
MENTIROSO
“¿Pero tú nunca te vas de vacaciones?”, me pregunta un amigo madrileño que me encuentra sentado a las doce de la mañana, como cada día, frente a un café. Y entonces caigo en la cuenta de que la última vez que me fui de vacaciones fue en 1964, cuando tenía catorce años y no dependía de mi voluntad.
La verdad es que nunca he sentido el menor deseo de irme lejos, al mar o a la montaña, de cambiar de hábitos, de dedicarme a no hacer nada durante un tiempo.
En lo que de mí depende, la vida que llevo es la que me gustaría llevar. Y la única persona a la que tengo que ver todos los días y a la que me gustaría dejar de ver durante algún tiempo soy yo mismo. Y eso no se arregla yéndose de vacaciones.
----Las vacaciones son para los que trabajan —le respondo a mi amigo—. Lo malo de pasarse todo el año de vacaciones es que uno no puede tomarse vacaciones.
----No creo nada de lo que dices. Me recuerdas aquella historia de dos judíos que se encuentran en una estación de ferrocarril. “¿A dónde vas?”, pregunta uno. “A Cracovia”, le responde el otro. Y el primero se enfada: “Eres un maldito mentiroso. Me dices que vas a Cracovia para hacerme creer que vas a Lemberf. ¡Pero yo sé muy bien que a donde en realidad vas es a Cracovia!”.
Sábado, 3 de abril
NEGOCIANTE
Ayer en el Fontán había algunos puestos de libros, como si fuera domingo. En uno de ellos, era la primera vez que lo había, encontré un pequeño tesoro: libros de los años cincuenta y primeros sesenta, editados en Méjico, en Venezuela, en el París de Ruedo Ibérico, en Seix Barral. Todos ellos en perfecto estado, como acabados de salir de la imprenta. “¿Cuánto te ha costado esta primera edición de Alberti?”, me pregunta un amigo. “Cuatro euros”. “Pues has hecho un negocio redondo. En la librería Renacimiento está a la venta por doscientos veinte”.
Sonrío. Pero no, no la pienso revender. Soy una persona negada para los negocios. Por eso suelo hacer tan buenos negocios. Jamás he regateado a la hora de comprar algo. Bueno, una vez. Pero no tuve yo la culpa. En un puesto del Fontán encontré una primera edición de una de las más raras novelas de Baroja, El Hotel del Cisne. Pregunté el precio: “Dos mil pesetas”. Como llevaba más libros en la otra mano, lo volví a dejar en su sitio para buscar el dinero. Y entonces el vendedor, creyendo que me parecía caro, me dijo: “Mil quinientas”. Pagué con mala conciencia porque dos mil pesetas era un buen precio. Pero me dio vergüenza decírselo. No quería que me ocurriera lo que aquella mañana, en el patio de Carabanchel, cuando tras comprar un bocadillo en el economato, comprobé que se habían equivocado en el cambio y me daban unas pesetas de más (no manejábamos dinero, sino unos bonos equivalentes). Fui a devolverlos ingenuamente, con el pitorreo de los otros reclusos que aguardaban cola: “¡Un chico honrado! ¡Te vas a corromper entre tantos ladrones!”.
Domingo, 4 de abril
RAZONADOR
Me gusta razonarlo todo. Soy de los que creen –iluso— que hablando se entiende la gente. Recuerdo mi respuesta a una carta de ruptura, a una carta de las antiguas, de las de tinta y de papel: “No es que no me quieras, es que no quieres quererme, que no es lo mismo. Déjame que te lo explique.”
Lunes, 5 de abril
VIAJERO
Más que en el espacio, me gusta viajar en el tiempo. Salgo de la librería de Valdés con una fabulosa máquina que me permitirá el prodigio: un tomo de la revista Estampa del año 1934. Faltan todavía algunos meses para octubre y buena parte de las primeras páginas se dedican a noticias tan trascendentales como la elección de Miss Coruña, Miss Asturias o Miss España. “Baroja, académico, sigue hablando mal de las gentes” dice un titular. Luego resulta que apenas habla mal de nadie, pero la fama es la fama. “Han hecho académico a don Pío –comienza el artículo— y la noticia le ha cogido plantando lechugas. Está deliciosa ahora su casa de Itzea, ahí en una arruga del Pirineo. Se atraviesa un jardincillo de rosales, se llega a un zaguán señorial y fresquísimo, y cuando uno da dos valientes aldabonadas sin que nadie le conteste, se da cuenta de que el aldabón no es más que un adorno en la puerta, bien ferrada, porque a la casa del ‘hombre malo’ se sube sin llamar. Ya se encargará una doncellita fragante de llevarle a uno hasta don Pío sin preguntarle de dónde viene”. En junio de 1934, nadie puede todavía imaginarse lo que se avecina. “¿Hay en Vera lucha política?”, le pregunta a Baroja el periodista. “Poca”, le responde. “¿Y nacionalismo?”. “No ha llegado apenas”. Y aclara: “A mí el nacionalismo, en su parte externa, me gusta. Danzas, canciones, poxpoliñas. No sé si es porque soy de la tierra. pero debajo no hay más que clericalismo”. El fotógrafo prepara la cámara: “¿No creen ustedes que debo ponerme la corbata?”. “Yo creo que no, don Pío”. Pero entonces interviene su madre, una viejecita de ochenta y dos años: “Sí, hombre, sí; ponte la corbata y otra americana”. Y don Pío se va riendo: “Sí, sí, voy a ponerme la corbata, porque si no, cuando se vayan ustedes, me riñe y me dice que estoy hecho un fachoso. Pero las zapatillas no me las quito”.
El verano de 1934 fue todavía un verano apaciblemente burgués. En el mismo número de Estampa en que entrevistan a Baroja se frivoliza sobre la moda en las mujeres nazis: “De todas las nacionalizaciones, la de la moda es la más difícil. Ya Guillermo II sufrió un rudo fracaso al intentar imponer una moda alemana. Ahora el fürher vuelve a insistir sobre el tema: no puede admitir que Francia siga dictando la moda a las mujeres alemanas. ¡Es tan difícil nacionalizar el gusto de las mujeres!... Son capaces de quitarle la piel a una serpiente de la India, el pelo a un mono africano, una collar a una polinesia, un brazalete a una ciudadana de Abisinia y una tiara a Artajerjes, si ven que cualquiera de estos aditamentos va a aumentar su seducción. ¡Y con semejantes elementos no verán ustedes nunca la manera de imponer una moda nacional!”.
Martes, 6 de abril
HIPÓCRITA
“No creo que seas malo. Te tomas demasiado trabajo en aparentarlo”, me dice sonriente antes de darme un beso de buenas noches.
Miércoles, 7 de abril
CURIOSO
Nunca me canso de mirar el cielo. Desde el avión, desde el balcón de mi casa, desde cualquier alto en las afueras de la ciudad, desde la ventana del hotel en que paso unos días. No solo al desperezarse en el amanecer o en los suntuosos crepúsculos. En cualquier momento, aunque los que yo prefiera sean la alta noche, con la luna y todas las estrellas, o cuando unas pocas nubes blancas se desplazan en el intenso azul. Hoy abro al azar un libro de Benigno del Río Molina -no tengo referencias del autor y la editorial en que se publica me inspira muy poca confianza- y de pronto me encuentro con que fue una helada noche de diciembre de 1802 cuando las nubes recibieron por primera vez nombre. Hasta entonces eran un caos informe y sin sentido. Ocurrió en pleno centro de Londres, ante un público aficionado a asistir en las tediosas tardes lluviosas a conferencias de excéntricos sabios o meros charlatanes. El protagonista aquella vez era Luke Howard, cuáquero, químico y meteorólogo. Con ayuda de unos pocos dibujos y acuarelas, demostró que las infinitas formas caprichosas de las nubes podían ser reducidas a tres —y solo a tres— formas esenciales: los cirros, o nubes altas, que suelen verse con frecuencia sobre el mar al caer la noche; los cúmulos, nubes de altura media, a menudo majestuosas, con bordes caprichosos y formas redondeadas (“es la forma de nube que los niños dibujan o recortan con tijeras”, aclara Benigno del Río), y los estratos, o nubes bajas (no suelen alcanzar los dos kilómetros de altura), a las que a menudo vemos cortando en dos la copa de un árbol o cubriendo con una capucha de algodón un campanario… Yo me entretengo, esta tarde solitaria, en ir clasificando en uno u otro grupo las nubes que veo. Me gusta encontrar un sitio para cada cosa y poner a cada cosa en su sitio, incluso a las nubes, las maravillosas nubes de las que hablaba Azorín, que no parecen atenerse a orden alguno.
Jueves, 8 de abril
SEDENTARIO
Siempre me ha sorprendido la imagen que los demás tienen de uno, tan distinta de la que cada uno tiene de sí mismo. “¡Todo el día viajando!”, suelen decirme quienes me conocen poco y me leen de vez en cuando. Y la verdad es todo lo contrario. ¿Cuánto tiempo hace que no paso fuera de casa, no ya un mes, sino ni siquiera diez días seguidos? Pues exactamente desde 1982. En este mundo cambiante, creo que soy de las personas más apegadas a un lugar, a unas costumbres, a una invariable rutina. ¡La de vueltas que ha dado el mundo en los últimos treinta o cuarenta años y mi único cambio ha sido irme haciendo un poco más viejo! Por eso nunca escribiré mi biografía. Poco tendría que contar. De un año a otro, solo cambio en que tengo un año más.
No me gusta estar mucho tiempo fuera de casa, pero tampoco puedo estar mucho tiempo en casa. Ni siquiera cuando últimamente estuve enfermo –fue más el susto que otra cosa- logré estar un día entero sin salir de casa. Necesito darme una vuelta por los alrededores. Y los alrededores de mi casa por los que me gusta pasear no siempre están cerca de casa. Puedo sentir nostalgia de Via Chiaia, del Campo dei Fiori, de la Rua Ferreira Borges, del Boulevard Sant Michel o del Campo de Santa Margherita, pero a los tres días, sin falta, ya estoy en casa. O a la semana, cuando me voy a dar una vuelta a Montague Street o a Union Square, con su mercado al aire libre y sus infinitas librerías.
Vivo solo, no tengo responsabilidades familiares, el trabajo que hago durante buena parte del año –si a lo que yo hago se le puede llamar trabajo- me permitiría pasar largas temporadas en cualquier lugar del mundo. Pero a mí lo que me apetece es tomarme de vez en cuando un café en cualquier rincón familiar de unas pocas ciudades –media docena a lo sumo- y en seguida volver a casa.
Soy la persona menos aventurera del mundo. No me extraña que nunca tenga nada nuevo que contar, que siempre esté hablando de lo mismo.
Preciosas entradas y preciosas fotos. Espero que su problema de salud se haya solucionado y que siga usted viendo pasar las nubes.
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