domingo, 25 de abril de 2010

Línea roja: Ritos y revelaciones

Viernes, 16 de abril
HIGH LINE

Descubrir nuevos rincones me gusta tanto como volver a pasear por los lugares de siempre. Allá por la calle 20, sobre la Novena o Décima avenidas, han convertido en un paseo las vías elevadas del tren que discurrían entre los edificios industriales. Esta era una de las zonas desastradas de la ciudad. De día la ocupaban estibadores y camioneros, de noche los trabajadores del sexo más sórdido y su huidiza clientela (Gil de Biedma pasó alguna vez por aquí en busca de emociones fuertes). Han dejado buena parte de las vías, y entre ellas crecen la yerba y las florecillas silvestres.
A un lado se ve el Hudson con su sucesión de muelles; al otro, edificios góticos sobre los que asoma su nariz el Empire y largas calles sombreadas; abajo, aparcamientos, confusión del tráfico, ruinas industriales. A veces, el paseo cruza por medio de fábricas o almacenes con anchuras catedralicias, sin perder del todo su carácter tiernamente pueblerino. Está casi solitario, solo alguna pareja ajena al mundo y un grupo de escolares que, acompañados de su profesor, se colocan en fila a un lado y comienzan a hacer ejercicios de gimnasia rítmica, indiferentes a la curiosidad de los transeúntes. Un poco más allá, el paseo se acerca a unos grandes ventanales tras los cuales una mujer joven medita o se relaja con la misma tranquilidad con que lo haría en medio del desierto.
Termino este recorrido inaugural del nuevo paseo urbano algo más allá de la calle 14, y luego la azarosa errabundia me lleva a un lugar que conozco bien, a Union Square, con su mercadillo y su librería. Hoy no están los coloristas y olorosos puestos de frutas, de quesos y de miel; solo los vendedores de baratijas. Entro en Barnes & Noble, paseo entre los libros como quien recorre un jardín familiar, subo hasta la cafetería (la han ampliado) y encuentro sitio junto a una de las ventanas. Mientras tomo el refresco de costumbre (sabe a película americana de los años cincuenta), contemplo la plaza arbolada, el gran mástil, el trozo de cielo por el que asomaban las Torres. Y pienso que es grato volver y que ser rutinario tiene sus compensaciones. Cierro el libro, miro por la ventana, no pienso en nada, salvo en lo a gusto que se está cuando uno está –como ahora- en casa.


Sábado, 17 de abril
MÚSICA SITUADA

En los alrededores de Madison Square han colocado diversas reproducciones de la escultura de un hombre desnudo de tamaño natural. Una de ellas está en el suelo, las otras se encaraman en los tejados, algunas a gran altura, y es divertido jugar como niños grandes a ir descubriéndolas. Anthony Gormley, el autor, ha titulado la experiencia Event Horizon. El juego obliga a mirar hacia lo alto, a ver de nuevo pirámides, mansardas, frisos, raras columnatas, el remate de los edificios que el caminante apresurado ignora. Yo no, y por eso no tardo en ir sorprendiendo las minúsculas siluetas allá en lo alto del Flatiron, sobre el Tribunal de Apelaciones, cerca de la torre veneciana de la Metropolitan Life o de la caperuza dorada de la New York Life Insurance Company.


A veces pienso que he equivocado mi vocación. Nada me habría gustado más que ser artista conceptual. No necesitaría saber pintar, ni esculpir ni componer. Solo tener chocantes, extravagantes, divertidas ocurrencias. Y no sé si será pecar de vanidoso, pero a mí me parece que las tonterías más o menos graciosas (el calcetín gigante de uno, las vacas coloreadas de otro) se me ocurren con cierta facilidad.
Por la tarde, en casa de Muñoz Millanes (el más sabio de mis amigos), vuelvo a estar en casa y, de pronto, inesperadamente, pongo un pie en el paraíso. Muñoz Millanes vive en Columbia, en Riverside Drive, a la altura de la calle 116. Este es el barrio de Juan Ramón Jiménez, de Lorca, y ahora también de Antonio Muñoz Molina, que pasa la mitad del año un poco más abajo, en la calle 106. Muchas veces ha hablado con amor de este barrio, en el que conoce cada tienda, cada puesto de periódicos, cada restaurante barato, en el que hay aún papelerías y ferreterías. Le gusta frecuentar el Hungarian Pastry Shop, en Amsterdam Avenue, casi frente a la inmensa e inacabada catedral de Saint John de Divine, donde dan “un café muy rico y unos dulces suculentos”. Lo primero no puedo certificarlo, porque el local estaba lleno de estudiantes apretujados, casi todos con libros, pero sí lo segundo. Los dulces que compramos y llevamos al apartamento acompañaron a un té importado de Inglaterra, pero que solo se vende en París, en las galerías Lafayette.


Muñoz Millanes sabe muchas cosas, y de las cosas que sabe lo sabe todo con minucia que no desdeña el tedio. “¿Me permites algunas preguntas sobre música barroca?”, le dice a Javier Almuzara. Y comienza el interrogatorio sobre compositores, intérpretes, versiones. Yo me abstraigo contemplando los depósitos de agua sobre los tejados, el brillo crepuscular del Hudson, la silueta del Washington Brigde al fondo. Y de pronto ocurre el milagro. De la erudita charla se ha pasado a la ejemplificación y de la música barroca a las canciones grises de Reynaldo Hahm interpretadas por Susan Graham. Se ha puesto ya el sol, la habitación está en dulce penumbra, todo se llena de refinadas melancolías verlaineanas, de proustianas y exactas sutilezas.
Al contrario que mis amigos, yo no soy especialmente filarmónico. El silencio suele ser la música que prefiero. Solo recuerdo la música situada, la música que se convierte en el alma de un lugar. A partir de ahora, las canciones de Reynaldo Hahm estarán para mí asociadas a un raro té comprado en París, a unos pasteles húngaros, a un apartamento minimalista y sabio, a un eterno atardecer sobre los tejados y el río.



Domingo, 18 de abril
VUELTA A CASA

Nada mejor para una soleada mañana de domingo que pasear por el parque. Más de una vez crucé por delante del Prospect Park, en la majestuosa Grand Army Plaza, donde vive Hilario Barrero (que algún día será nombrado cónsul honorario de España en Nueva York), pero nunca se me había ocurrido entrar, tentado siempre por el cercano Botanic Garden. Lo hago hoy y quedo deslumbrado por la inmensa pradera ondulada del Long Meadow.
No, ya no estoy en Brooklyn, sino en los verdes campos de Inglaterra, con sus colinas y su cerco arbolado y prodigioso. Coleccionista de árboles, quiero buscar el Camperdown Elm, un olmo plantado en 1883 que extiende sus ramas por numerosos poemas, pero desisto pronto de buscarlo. Unos niños que juegan con una cometa acentúan la sensación de paz y soledad.


Colecciono muchas cosas -soy un coleccionista compulsivo-, y entre ellas mañanas de domingo. La de hoy será, sin duda, una de las piezas maestras de mi colección.
También, como en el parque, entro por primera vez en la Biblioteca Pública, sobriamente racionalista, sin más adorno que los bajorrelieves dorados de la gran puerta central e inscripciones que hablan de mágicas palabras y nobles corazones y de un saber perpetuamente abierto a todos. Entro por primera vez, como quien entra en un jardín, y en su activo silencio me siento inmediatamente en casa, tiernamente arropado. Todas las bibliotecas públicas son sucursales de la misma biblioteca: aquella de la calle Jovellanos, en Avilés, en que yo entré una vez de niño y de la que aún no he salido.


Lunes, 19 de abril
SUCURSALES DEL PARAÍSO

Como buen ateo, en ninguna parte me encuentro más a gusto que en algunas iglesias. Nunca había estado en St. Peter’s Lutheran Church, la luterana iglesia de San Pedro que se cobija al pie del Citicorp Center, cuyo melancólico atrio he visitado tantas veces. Entro y quedo fascinado por su geométrico, acogedor despojamiento. El lugar del retablo, en el altar mayor, lo ocupa el órgano. Para acercarse a Dios, sobran las imágenes, bastan la palabra, la música y el silencio. Cerca está la capilla de la meditación, con las abstracciones escultóricas de Luise Nevelson, pero ningún mejor lugar para meditar que este amplio recinto con su órgano mudo y los altos edificios que se asoman envidiosos a la cristalera.


Ante las dos tiendas de Abercrombie & Fitch, una muy cerca del Pier 17, la otra en la Quinta Avenida, siempre hay colas. ¿Qué es lo que venden? Ropa juvenil, nada que no se encuentre en cientos de otros locales en la ciudad. El secreto está en cómo la venden. Los modelos que lucen en las grandes fotografías que decoran las tiendas, y también las sugerentes bolsas, te reciben en la entrada, como dioses que bajaran a la tierra. Sonríen, se dejan fotografiar, incluso se prueban la ropa que tú has escogido y que a ellos, no a ti, siempre les queda perfectamente.
Tras de pasear junto a los veleros del antiguo puerto, tras de comer en el Pier 17 y admirar una vez más los puentes que cruzan el East River, yo también entro en la melodiosa penumbra del Abercrombie & Fitch, que algo tiene de alacre sucursal del paraíso. Sospecho que inauguro una nueva costumbre.



Miércoles, 21 de abril
COMO EL PRIMER DÍA

Tras la conferencia en el Graduate Center, cenamos en un restaurante cercano (en la esquina de la 38 con Madison), y allí se habló de viudas negras y de amores seniles. Releo ahora Cuaderno de Nueva York, de José Hierro, con otros ojos. Detrás de ese canto a la ciudad está el amor a una mujer, clandestino y quemante. “Era una alumna nuestra, pero no una jovencita; tenía más de cuarenta años y era una mujer espléndida. Ahora creo que vive en Londres”, me cuentan.
Leo de otra manera el libro: “Mi reino por un ‘te amo’, sangrándote en la boca. / Mi eternidad por solo dos palabras”. El poema “En son de despedida” deja de ser solo literatura: “No te importuno más (ni siquiera sé si me escuchas). / Bebo el último whisky en el Kiss Bar, / la última margarita en Santa Fe, / rodeo luego la ciudad y su muralla de agua / en la que ya no queda nada que fue mío”.
José Hierro no se enamoró de Nueva York, se enamoró en Nueva York y fue ese amor el que le devolvió de nuevo a la poesía con un libro divagatorio, apasionado y a ratos torpe, un libro adolescente que le trajo la propina sangrante de unos postreros años de renovada fama. “Nadie pudo, ni puede, ni podrá por los siglos de los siglos / arrebatarme tanta felicidad”, escribió después de que se la hubieran arrebatado.
Yo tuve más suerte. Cuando nos vimos por primera vez, hace veinte años, ya estábamos enamorados. Y seguimos estándolo, como el primer día, quizá porque nos vemos poco.

1 comentario:

  1. Se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte. (Unamuno)

    Si hacemos caso a esto, usted se pasa la vida huyendo (sea real o imaginariamente)

    Como siempre el comentario es sin animo de polemica. El mejor viaje en mi nada humilde opinión (por no emplear coletillas estúpidas) se hace con la mente.
    ¿Enamorarse de ciudades? Bueno, eso lo dejo para la gente culta y preparada. Yo prefiero a las personas, aunque la raza humana sea bastante mediocre.

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