Viernes, 26 de marzo
CHAVES
Los lugares entrevistos, como los amores de una noche, conservan para siempre su magia y su misterio. En treinta años solo tres o cuatro veces habré pasado por Chaves, y nunca estuve sino unas pocas horas, pero en sueños vuelvo a cruzar muchas veces el puente sobre el Támega (con sus rotundas columnas que hablan de Trajano) y asciendo por las callejuelas que llevan hasta el Largo de Camoens, una de las plazas más íntimamente hermosas que conozco, y me siento en el café Sport frente a otra plaza menos monumental (al fondo la Biblioteca Pública, a un lado Correos), pero no menos llena de demorada magia provinciana.
El tiempo se sienta sin prisa a tomar un café en este café y yo le acompaño en silencio con palabras de Unamuno: “Hay algo de dulce y sosegador, y sobre todo de sabio, de muy sabio, en eso que los hombres de mundo llaman aburrirse. Y el que quiera saber lo que es la dulzura del aburrimiento, la miel de la modorra, que se venga a Portugal”.
Sábado, 27 de marzo
FIGUEIRA
“Cuando llegué a Figueira, la estación era un hervidero de españoles que gritaban con montones de maletas y bultos, chiquillos llorando, señoras llamándose unas a otras, hombres que enarbolaban periódicos, y gente comprimida ante las taquillas”.
Así comienza –con los veraneantes españoles tratando de volver a España tras la noticia de la sublevación militar— la novela de Sinais de fogo, de Jorge de Sena, a la que hoy homenajea el Casino de Figueira, escenario de muchas de sus páginas. Así comienza, o así debería comenzar. Antes hay una primera parte que poco tiene que ver con el resto, salvo la figura del narrador, que comparte nombre con el autor y muchos de sus recuerdos. Jorge de Sena quería escribir un ciclo novelesco, una especie de episodios nacionales, pero no tuvo tiempo de hacerlo. La primera edición la prologó Arnaldo Saraiva. En la segunda edición Mécia de Sena, eliminó ese prólogo y puso otro suyo. Arnaldo Saraiva había causado la irritación de la viuda al poner en duda que, en 1938, tras un largo viaje en el navío Sagres, hubiera sido expulsado de la Escola Naval por motivos políticos, como él afirmó siempre, e insinuar ambigüedades sexuales que explicarían la dolida homofobia de su novela.
Cuando llegué a Figueira, el sol se ponía tras la inmensa playa. Me parecía contemplar un crepúsculo en medio del desierto. Esta playa fue, durante muchos años, la playa de los españoles. Unamuno la frecuentó durante repetidos veranos y aquí se encontraba en agosto de 1914: “Mientras arde e incendia la guerra por esa Europa adentro, ¡qué encanto el de vivir en el remanso de paz de este rincón del pequeñito Portugal, lejos de los horrores y junto al mar suspirante! Y desde aquí, desde esta playa de Figueira da Foz, esto es, de la hoz del Mondego, ir a ver una vez más la ciudad de encanto, cuyos pies bañan las aguas de un río henchido de recuerdos de la tragedia de Inés de Castro”.
Domingo, 28 de marzo
COIMBRA
El coche sube y baja por calles en cuesta, que no reconozco, y de pronto me encuentro enfrente de lo que fue primero teatro y luego cine Avenida. Es una luminosa mañana de fresco azul, con la ciudad casi sin gente. Subo hasta la Praça da República, entro en el parque de A Sereia, saludo a Camilo Pessanha, me acerco hasta el Jardín Botánico, paseo por su perfumado y solitario silencio… Qué bien se está aquí, en el centro del mundo y fuera del mundo.
Siempre que vuelvo a Coimbra es la misma inmediata emoción, casi embriaguez. Subo hasta la Universidad, saludo a Don Dinis, atravieso la Porta Férrea, contemplo el Mondego desde el Patio das Escolas… Desciendo luego hasta la jesuítica y blanca Sé Nova. Hay un pequeño grupo de gente a la entrada. En el momento en que me acerco, sale el obispo vestido de gala, rodeado de sus acólitos, y yo recuerdo que estamos en el domingo de Ramos. Huele a espliego y a romero y a infancia remota. Dos mujeres, a la puerta de la catedral, tienen un cesto con brillantes hojas de laurel y plantas olorosas. Me acerco a ellas y luego me sumo al pequeño grupo. Escucho los cánticos y el dulce relato portugués de la entrada, montado en burro, de Jesús en Jerusalén. Al obispo, un viejecito tembloroso, a ratos le interrumpe un ataque de tos. Al final, de dos en dos, en procesión damos la vuelta a la plaza. Yo siento que se celebra, a la vez que el viejo rito, mi regreso a Coimbra, ese lugar donde siempre he sido feliz, incluso cuando era joven y estaba enamorado y me sentía inmensamente desdichado.
Sigo luego mi peregrinaje sin abandonar el mágico laurel. Al museo Machado de Castro, antiguo palacio episcopal, le ha crecido un inmenso apéndice que encaja como puede entre las callejuelas de la ciudad. Me gustaría estrenar las nuevas salas, pero está cerrado. Me conformo con asomarme al patio y admirar la cúpula de la Sé Velha entre las esbeltas columnas de la galería renacentista. Luego las estrechas escaleras de Quebracostas y, girando a la derecha, la Torre do Anto, de António Nobre, el autor del libro más triste que hay en Portugal. El Arco de Almedina me deja en la rua Ferreira Borges, tantas veces recorrida arriba y abajo en lentos paseos de remotos domingos. Cruzo distraído ante una tienda de ropa y, de pronto, las vetas de mármol negro de la fachada actúan como la magdalena de Proust. Cierro un momento los ojos y el lugar se llena de fantasmas. Ahí estaba el Café Arcadia y ahí estoy yo, como cada tarde, sentado a una mesa, cansado de esperar, contando las vetas del mármol, citado con quien tantas veces no venía, aunque viniera.
Me sacudo rápidamente la melancolía y sigo mi camino hasta el Largo da Portagem, junto al puente y el río, que se me ofrece como una página en blanco donde comenzar a escribir una nueva historia.
Lunes, 29 de marzo
IGUALES Y DISTINTOS
“En términos de amistad —cuenta Richard Zimler—, aún tengo dificultades en Portugal porque un norteamericano o un español, a los cinco minutos de conocerte, ya te está hablándote de su divorcio, de los problemas de su hijo, de todo. Aunque no te interese, él te lo cuenta lo mismo. En Portugal, cuando yo llegué, era exactamente lo contrario: la gente me hablaba de la situación del país, del tiempo, de un libro o una exposición, pero no de su vida personal. Y cuando yo lo hacía, cuando hablaba por ejemplo de mis dificultades de adaptación, no se sentían a gusto. Enseguida me di cuenta de que iba a tener problemas. Porque yo no me siento amigo de nadie sin libertad para hablar de mis preocupaciones y alegrías y sin que me hablen también de los suyos. Solo después de diez o quince años de trato con algunas personas comenzaron a abrirse conmigo. Los portugueses tardan mucho tiempo en tener confianza con el otro”.
En el homenaje a Jorge de Sena, en que yo era el único no portugués, traté de hablar poco y no tocar temas conflictivos: el absoluto control de Mécia de Sena sobre la obra de su marido, sus fulminantes enfados con los estudiosos independientes, su decisión de publicar desahogos ofensivos para gente aún viva... Pero si Jorge de Sena (que amaba Portugal tanto como odiaba a la mayoría de los portugueses) no ha sido sepultado por sus detractores, es gracia a esa meticulosa y tiránica obsesión.
Los veraneantes españoles, en julio de 1936, se pelean en las terrazas de los cafés al grito de “comunista”, “fascista”. Jorge, el protagonista de Señales de fuego, encuentra a uno de sus amigos en medio del barullo. “¿Qué estás haciendo ahí a tortazos? ¿Qué te importa a ti esto?”, le pregunta. “Nada. Pero aprovecho la ocasión para darles una buena a estos españoles de mierda”. Un actor, Luís Lucas, lee ese pasaje antes de que comience el coloquio en el que participo. Yo sonrío. Se trata de viejas querellas de familia. No digo que una de las razones por las que a mí me fascina Portugal es porque, sin ser España, es Hispania, parte de mi propia historia.
Martes, 30 de marzo
AVEIRO
Me gustan los centros comerciales, esos lugares donde estar solo entre la gente. Y uno de mis favoritos está en Aveiro, extendido a lo largo del canal central. Me gusta sobre todo el café con terraza situado al frente, en edificio aparte, unido al resto por una pasarela, frente a los cines y la librería. Allí compré una novela de Irvin D. Yalom que hablaba de Nietzsche y de la amistad sólo porque me gustaron las dos citas que vienen al frente. “Un hombre –dice la primera— tiene que estar preparado para arder en la propia llama. ¿Cómo puede renovarse sin primero transformarse en cenizas?”. Y la otra: “Hay personas que no pueden liberarse de sus propias cadenas, pero ayudan a los demás a liberarse de las suyas”. En un café de Venecia, una fría mañana de octubre, el doctor Breuer se encuentra con Lou Salomé, que le pide ayuda para salvar a su amigo Friederich de la desesperación. Yo alzo los ojos del libro y contemplo, al otro lado del canal, la elegante geometría del hotel Arcada. Junto a él, los domingos, hay un demorado rastrillo de libros y antigüedades, otra sucursal del paraíso.
Siempre que paso por Aveiro me sonríe. Tengo la impresión de que es uno de esos lugares en los que resulta fácil ser feliz.
Miércoles, 31 de marzo
ELEGÍA Y NO
Leo el libro de poemas que Jorge Fazenda Lorenzo me regaló en Figueira. Comienza jugando con las palabras –Cutucando a musa se titula— y acaba con seca, escueta emoción. En sus páginas encuentro una elegía a Eugénio de Andrade, al que descubrí en Coimbra a la vez que a Jorge de Sena, allá por 1980: “Debe de ser el fin. Los mejores / se han acostumbrado ya al camino, / luminoso para ellos, para nosotros, / los vivos, oscuro, sin perdón. / Hoy, los únicos de fiesta / son los cuervos y el buitre”.
Los cuervos y el buitre planean sobre estos días felices, pero todavía vuelan alto, apenas si se divisan en el azul del cielo. Si prestas atención, se escuchan sus graznidos en el paseo de la playa, en Figueira, y si miras fijamente el Támega desde la ponte romana de Chaves los verás como puntitos negros reflejados en el agua. Están ahí, quizá posados sobre las más altas ramas del árbol inmenso que crece junto al invernadero en el Jardín Botánico, o perdidos en el deslumbrante laberinto de las salinas de Aveiro. Todavía, sin embargo, quien está de fiesta soy yo, no ellos.
Magníficos estos retazos de vida que nos muestras, querido amigo Martín. Gracias una vez más por todo este esfuerzo tuyo impagable después de tantos años.
ResponderEliminarMe dice por aquí mi mujer que ha ido muchas veces a Figueira da Foz en los noventa, dice que se come un bacalao a la brasa espléndido; también le gustó mucho Coimbra. Yo aún no he estado. Tengo pendiente ese viaje. A ver para cuándo...
Por cierto, mis orígenes también son extremeños, del Sur de Bajajoz.
Un fuerte abrazo y sigo con tus diarios, poemas y demás escritos. Maravillosos.
Siento decirlo, porque me gusta mucho su poesía pero para mí "Señales de humo" fue una gran decepción. Ahora mismo recuerdo muy pocos detalles y ni siquiera sabría decir por qué me disgustó tanto pero el caso es que dejé la novela quedándome muy pocas páginas. Eso sólo lo hace uno como un gesto a propósito. Lo normal es dejar un libro a las pocas páginas o, una vez que has llegado tan lejos, terminarlo, aunque no te guste.
ResponderEliminarPero a lo mejor un día me da por releerlo (de momento es difícil porque está empaquetado en cajas junto con muchos otros) y quién sabe.
Me gusta leer tus crónicas portuguesas. Yo tengo otro Portugal muy cerca (el Algarve) y lo vivo casi diariamente. Me siento privilegiado por estar tan cerca e ir a menudo. Creo que si no lo tuviera tan al alcance de la mano ya me habría ido a vivir allí.
Un abrazo.
Veo poco afortunadas esas palabas de Unamuno. Inglaterra y Francia no fueron a la guerra por placer. A veces es mejor el silencio a discreción.
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