Soy una persona patológicamente sedentaria, como saben de
sobra quienes me conocen. Llega el verano y todo el mundo anda obsesionado con
irse de vacaciones. Todo el mundo menos yo y no sé si alguna otra rara
excepción. Yo, cuando quiero descansar, me quedo en casa.
Si viajo,
es siempre por obligación, por motivos laborales. Claro que debo reconocer que
alguna vez hago trampa. Como soy mi propio jefe, si me apetece ir a un sitio,
en seguida me encargo algún trabajillo.
Esta vez
fui a Lisboa para comprobar lo que había de verdad en lo que contaba,
alborozado, uno de mis contactos portugueses en Facebook: que había encontrado
parte de los papeles perdidos de Mário de Sá-Carneiro donde menos podía esperarse,
en un escondido tenderete de la Feira da Ladra.
Naturalmente,
no me lo creí, aunque publicó varios de sus hallazgos, entre ellos nada menos
que una carta de Fernando Pessoa. Pero no tardé en comprobar que esa carta no
era ninguna de las desaparecidas, sino una de las ya publicadas en la
correspondencia entre los dos poetas porque Pessoa guardó copia de ella.
Sospeché en
seguida que mi amigo Albino Santana había sido engañado y recordé el caso del
dueño de una cafetería-panadería que yo solía frecuentar. Decía tener nada
menos que el manuscrito de las Rimas perdido
durante el asalto al palacio de González Bravo tras la revolución del 68. A mí me bastó echar una
ojeada a ese manuscrito y comprobar que los poemas estaban en el mismo orden de
la primera edición, debido no al poeta sino a sus amigos, para comprobar su
falsedad. Pero el posible hallazgo de aquella maleta perdida de Sá-Carneiro (se
la quedó el dueño del hotel tras su suicidio hasta que se abonaran las deudas y
jamás pudo luego encontrarse), me pareció un buen pretexto –trabajo, por
supuesto, no vacaciones– para darme una vuelta por Lisboa.
Albino me
citó en el café de la librería Bertrand. “Seguro que no lo conoce, se ha
inaugurado hace poco”. No lo conocía, y estaba vacío cuando yo llegué media
hora antes de la hora fijada para el encuentro. Decorado con citas e imágenes
de Pessoa, como no podía ser de otra manera, y con un espejo que duplicaba el espacio,
me pareció particularmente grato y en seguida lo adopté como mi oficina
particular para las próximas visitas a la ciudad.
Como me
suponía, a Albino le habían engañado. Salvo la carta, de la que me confesó no
tener el original, sino una copia escaneada, aquellos papeles nada tenían que
ver con Sá-Carneiro, podían ser de cualquier turista portugués en el París de
1916.
––¿Y no
sospechó al verlos en la feria de Ladra? Su propietario podía pedir por ellos
lo que quisiera al Estado portugués. Valen su peso en oro.
––Quizá el
vendedor se los encontró vaciando un piso e ignoraba su valor. Ocurre a menudo.
Los herederos quieren el inmueble libre de libros y papeles para poder
alquilarlo o venderlo pronto.
Sonreí.
Seguro que el vendedor sabía bien el valor de lo que vendía y llevaba un tiempo
aprovechándose de la pasión pessoana de los más ingenuos. Era lunes, al día
siguiente quedamos Albino y yo en darnos una vuelta bien temprano, como hacen
los buscadores de gangas, por el campo de Santa Clara, en los alrededores del
Panteón Nacional.
Fue una
visita inesperadamente provechosa. Resulta que Albino Santana era pariente de
un famoso anarquista portugués, autor de varios libros autobiográficos, a quien
yo había conocido fugazmente en 1988, el mismo año en que murió. Debió de ser
una de sus últimas intervenciones públicas. Yo estaba en Lisboa con motivo del
centenario de Pessoa (¡siempre Pessoa en mis memorias portuguesas!) y cuando
subía hacia el Castello me encontré con una especie de mitin en las escaleras
del Marqués de Ponte de Lima. Hablaba, con mucho brío, un anciano de cabellos
blancos. Me dijeron que era Amídio Santana, uno de los autores del atentado del
4 de julio de 1937 contra Salazar, el único que el dictador tuvo en su vida, y
del que salió milagrosamente ileso, afianzándose así su mito.
Eran las
diez de la mañana de ese día cuando el Presidente del Consejo bajó de su
automóvil, un Buick negro, frente a la casa de su amigo el musicólogo Josué
Trocuado –número 96 de la Avenida Barbosa de Bocage–, en cuya capilla
particular tenía intención de oír misa. Sonó entonces una explosión que rompió
los cristales de los edificios cercanos, hizo saltar las tapas de las
alcantarillas y abrió un socavón de más de veinte metros de diámetro, pero que
milagrosamente ni siquiera logró despeinar a Salazar, que sacudiéndose el polvo
entró en el edificio y escuchó misa con toda tranquilidad, entre las lágrimas y
las gracias a Dios de quienes le acompañaban.
No eran buenos
tiempos para la dictadura: ciertas reformas militares habían disgustado a
amplios sectores del ejército y la aliada tradicional de Portugal, Inglaterra,
no veía con buenos ojos el apoyo que Salazar prestaba a los militares
sublevados en España. El atentado resultó providencial. Dios protegía a aquel
nuevo don Sebastián que había llegado para quedarse y llevar al país a días de
gloria como los que cantara Camoens y profetizara Pessoa, cuya gloria empezaba
a crecer y a crecer tras su fallecimiento.
Fue
precisamente un amigo de Pessoa, António Ferro, quien supo sacarle todo el
partido posible al atentado. El mismo año 1937 se estrena la película A Revoluçao de Maio, de López Ribeiro,
financiada por el Secretariado de Propaganda Nacional, que dirigía Ferro, y con
guion escrito por él mismo. Ferro era un genio de la promoción, menos demoníaco
pero no menos talentoso que Goebbels. Gracias a él aquel oscuro profesor de
misa y olla, António de Oliveira Salazar, se convirtió durante los años treinta
en un estadista admirado por los intelectuales europeos: Paul Valery prologó la
versión francesa de sus discursos.
Hubo quien
sospechó que el atentado había sido preparado por el propio régimen, quizá en
colaboración con agentes franquistas. Aumentó la sospecha el que, a los pocos
días, la policía política detuviera a un puñado de infelices que, tras los
habituales y brutales métodos de persuasión (uno de los cuales recibía el
curioso nombre de “Arriba España”), confesaron su autoría y que obedecían
órdenes del comunismo internacional.
Pero tras
este éxito ocurrió algo poco frecuente en una dictadura. Rivalidades entre
cuerpos policiales distintos hicieron que se revisara la causa y que un juez
profesional e imparcial, Albes Monteiro, echara por tierra toda la instrucción
de la policía política (que todavía no era la famosa PIDE), declarara inocentes a los detenidos y los pusiera en
libertad. No solo hizo eso, sino que también detuvo a los verdaderos autores,
principalmente anarquistas, aunque entre ellos hubiera algún simpatizante
comunista o algún republicano.
No contaban
con ayuda exterior, cometieron todas las chapuzas posibles y fue fácil dar con
ellos. Emídio Santana estuvo en prisión hasta 1953. Escribió un pormenorizado libro
sobre los hechos. El fracaso se debió al amateurismo de los participantes, que
cometieron una torpeza tras otra, en este atentado y en los que intentaron
antes. En cierta ocasión, huyeron abandonando un coche con una pistola, una
nota manuscrita firmada por uno de ellos y una tartera con guiso de conejo.
La
conclusión es que aquel atentado del 4 de julio de 1937 había sido un regalo
para la dictadura (fue seguido de infinidad de manifestaciones en apoyo de
Salazar), pero sus servicios secretos no habían tenido nada que ver con él ni
tampoco los sublevados españoles, que en buena parte habían preparado el golpe contra
la Repúblicaen Lisboa y contaban entre sus principales apoyos con el
colaboracionismo salazarista.
Y sin
embargo… El martes siguiente a mi encuentro con Albino Santana en la librería
Bertrand fui con él a la feria de Ladra. Por supuesto, no encontramos nada que
tuviera que ver con la maleta perdida de Sá-Carneiro. Sí, una primera edición
de Mensagem más falsa que Judas,
varios libros dedicados de Concha Espina, O
Terror Vermelho de Fernández Flórez, y un puñado de cartas que, desde
Salamanca escribía un tal Luis Leal (hermoso nombre) a un amigo portugués,
Joaquim de Carvalho, que vivía en la Praça da Figueira. Compré las cartas,
porque me sorprendió la coincidencia: yo estaba alojado en un hotel de esa
plaza, cada mañana al despertarme lo primero que veía eran las ruinas del
Carmo, el elevador de Santa Justa sobresaliendo sobre los tejados de la Baixa y
el arbolado del mirador de San Pedro de Alcántara.
No tenían
mucho interés esas cartas, que leí ya de vuelta a Oviedo, salvo una, en la que,
sorprendentemente, se hablaba del atentado a Salazar. Se mencionaban detalles
curiosos, como el lugar de la Avenida donde estaban colocadas las bombas (un
lugar, por cierto, desde el que podían hacer más ruido que daño). Bueno, pensé,
nada de extrañar. Un suceso tan llamativo no podía faltar por aquellas fechas en
la correspondencia entre un amigo portugués y otro español.
Lo raro era
que quien lo comentaba era Luis Leal desde Salamanca, no su corresponsal
portugués. Y que faltaba todavía más de un mes para el atentado cuando lo
hacía, si hemos de hacer caso al matasello de aquella carta no fechada.
Se me
ocurrieron dos explicaciones: que la carta estuviera en un sobre equivocado o
que las sospechas sobre la intervención de los servicios secretos españoles y
portugueses en la preparación de aquel rentable atentado tuviera algo de razón.
Demasiado novelera me parece esta última
hipótesis para ser cierta. A fin de cuentas, los extremistas nunca han
necesitado ayuda para ser los más eficaces colaboradores de sus enemigos.
Estimado Martín:
ResponderEliminarSiento mis últimos mensajes iracundos. Todavía estaba resentida porque en el Mantinho da Arcada te burlaste de nuestro barrio. Tenía mucho trabajo pendiente (como ahora), había estado toda la tarde viendo vídeos de internet y, de pronto, me vinieron de golpe todas tus impertinencias lisboetas y me enfadé con Pepito por haberte conocido. Espero que podamos seguir siendo amigos epistolares.
¿Has leído la última entrada de Trapiello? Habla de niños que le dan vértigo. Yo de niña también jugué una vez con mi vecina a ir por el borde de la fachada del bloque de ocho pisos en que vivíamos. A ella la castigaron, naturalmente. Yo solo estaba en el lugar equivocado. Otra vez se me ocurrió que pintáramos cada una la puerta de un vecino, por amor al arte simplemente, y el otro día en Ellen Show vi una sección llamada "Por qué no tengo hijos" donde se veían fotos de "destrozos" de niños. Me alegró saber que yo era una niña normal que solo hacía trastadas!
Gracias por escucharme y reitero mis disculpas
Creo, María Taibo, que no distingues bien entre una carta personal y los comentarios a un blog. Estos últimos son para todos los lectores y se refieren al tema tratado en el texto,
ResponderEliminarCon respecto a la terminación de su vida, los nobles brutos no tienen más alternativas que la espera pasiva de la enfermedad letal o la decrepitud y el deterioro de la vejez, muertes violentas aparte. Siempre me interesaron las personas que, junto a esas posibilidades legítimas, han considerado la terminación voluntaria, elegir el momento y el modo de poner fin a sus días. Admiré a Leopoldo Lugones, con su bebida sazonada de cianuro, o a Alfonsina Storni caminando sobre la arena mientras el agua le alcanzaba la cintura, los senos, el cuello, y se adentraba en el mar hasta perder pie. (Alfonsina reposa en La Chacarita, donde están también los túmulos de los cancionistas Gardel y Agustín Magaldi. Lugones quedó en el más selecto solar de La Recoleta). No admiré tanto a Stefan Zweig, que arrastró a su mismo final a su compañera más joven.
ResponderEliminarPero ¿Mario de Sa-Carneiro, con poco más de veinte años? Y por ahí debía andar su colega también malograda Florbela.
Ganivet, Virginia Woolf, Hemingway, Emilio Salgari (suicidio colérico, vengativo)... ¿da la literatura una tasa de suicidios superior a la de otras profesiones? ¿Entraña la creatividad una rumia excesiva, una sobre-reflexión riesgosa y morbosa?
Pero por qué Mario de Sa-Carneiro, con poco más de veinte años.
María iba para santita. Nada de jugar a Mázinger Z ni al piocampo ni a las prendas ni a la piedra de autopsias de Carlitos Insúa (hoy cirujano acreditado en Santiago del Estero). No, lo suyo era la Biblia (por lo viejo y por lo nuevo). Recuerdo un día en que subimos a la espadaña de la iglesia del pueblo y que, después de hacer unos estiramientos gimnásticos agarrada a la melena de la campana, se plantó de un salto sobre el matacán. Le dije que no fuese loca y que se bajara. Ella me miró toda blanco de ojos y con una sonrisa algo torcida: “Bien que me pudiera tirar y que antes de estrellarme contra el suelo me recogieran unos ángeles solícitos..., pero está escrito que no has de tentar al Señor tu Dios”.
ResponderEliminarOtro día, fuimos al peladero de gallinas de la Esther y le pedimos una botella de sangre de los bichos que sacrificaba. Con ella y una brocha nos dedicamos -yo casi obligada, que Marujita tenía mucho imperio y mucho aquello y siempre fui una pusilánime- una noche de enero a embadurnar las jambas y arquitrabes de las puertas de los profes..., menos la del de Mate y la del de Física, que eran unos huesos que suspendían siempre a Marujita y decían de ella que era una vaga redomada. Pero aquello no era Egipto y lo más parecido al Ángel Exterminador era el tío Casiano, que nos tiraba de las trenzas hasta hacernos llorar si nos pillaba robándole las claudias.
Lo que son las cosas: está claro que María no va para santa y yo, no obstante mi sosera, me pudro en estos farallones de San Juan de Acre.
Lo de Stefan Zweig es el colmo de la desdichada impaciencia: se suicida cuando faltaba poco para que la estrella nazi empezara a declinar. Lo perdió esa impaciencia del corazón: "Yo, demasiado impaciente, me voy antes de aquí".
ResponderEliminarRespecto al presunto egoísmo de llevarse consigo a su mujer... Si hacemos caso al profesor George Prochnik (The Impossible Exile), "el informe del forense explica que ella se suicidó unas horas después de su esposo y eso abre muchos interrogantes sobre lo que ocurrió".
En todo caso una pérdida lamentable; más si se piensa en lo que pudo haber escrito si no hubiese tomado tan drástica decisión.
Otra muerte insondable que daría mucho juego en manos de Martín es la del psiquiatra, político y novelista Luis Martín-Santos.
ResponderEliminarSe dijo de todo. Accidente, suicidio, asesinato político... Un "Tiempo de silencio" que ha quedado sin resolver.
Un Luis Leal salmantino del 37 comentando el atentado frustrado a Salazar, qué interesante. Me ha encantado leer esta entrada de su blog que he conocido gracias a mi amigo José Manuel Paulete. Reciba un cordial saludo de este Luis Leal hijo de Portugal pero adoptado por España.
ResponderEliminarCuriosa coincidencia de nombre. Un nombre muy eufónico, por otra parte. Gracias por leerme.
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