Ana Catalina Emmerick fue una monja alemana que, sin haber
estado nunca allí, describió minuciosamente la casa cerca de Éfeso en la que la
virgen María pasó sus últimos años.
Heinrich Schliemann
fue un comerciante aficionado a la arqueología que, tras quedar fascinado
cuando niño con la lectura de la Iliada,
descubrió Troya, encontró el tesoro de Príamo, adornó con él a su joven esposa
griega, Sophía, con la que tuvo dos hijos, Andrómaca y Agamenón.
Durante
muchos años soñé yo con una torre con reloj junto a la cual, a media noche,
esperaba a un desconocido. Me despertaba siempre cuando oía sus pasos
acercándose.
Y esa torre
la entreví de pronto desde la ventanilla del coche que me traía de Éfeso, donde
había visitado la casa de la Virgen, y el día antes de partir hacia la colina
de Hisarlik, donde visitaría las ruinas de Troya. “Algo que no se llama azar
rige estas cosas”, pensé con Borges.
La torre
estaba en Çanakkale, junto a los Dardanelos, y ese mismo día, cerca de la media
noche, abandoné el hotel para dirigirme a ella. Durante largo rato, mientras
poco a poco se iba calmando el bullicio veraniego de la ciudad, esperé la
llegada del desconocido.
No se me
acercó nadie, pero a la mañana siguiente, sentado en un banco frente al canal y
la península de Gallipoli, mientras a la memoria me venían los versos de
Espronceda (“Asia a un lado, al otro Europa, / y allá a su frente Estambul”),
un desconocido de cabellos blancos y piel curtida se paró frente a mí, me llamó
por mi nombre y me saludó en italiano. Ante mi extrañeza, bastaron dos palabras
suyas –Perugia, 1980-- para que un tiempo remoto se me hiciera súbitamente
presente.
––¡Ibrahim!,
dije.
Y él me
abrazó y me dio dos besos. Fuimos muy amigos en aquellos días de la Università
per Stranieri. Él me presentó a sus amigos turcos, entre ellos a uno que pronto
se haría famoso, Ali Agca, el autor del atentado contra el Papa un 13 de mayo
de 1981. Cuando vi su rostro en las primeras páginas de los periódicos y en los
telediarios, ya de regreso a España, la verdad es que me sobresalté un poco,
incluso temí que me involucraran en los hechos. De mi amigo Ibrahim supe que lo
habían detenido, acusado no sé si de participación también en el atentado o
solo de ser miembro o simpatizante de una organización llamada los Lobos
Grises, y dejé de tener cualquier contacto con él. Y ahora estaba ante mí,
sonriente, contento de verme, olvidado, si alguna vez lo tuvo, de cualquier
resentimiento por aquella brusca ruptura.
La sonrisa
le rejuvenecía, y el brillo de los ojos, que seguía siendo el mismo de hace
casi cuarenta años. Le hablé de la torre del reloj que aparecía en mi sueño y
de la casa de la Virgen, que acababa de visitar, y de las ruinas de Troya, que
conocería por fin al día siguiente. Soltó una carcajada.
––¿Ahora
crees en esas patrañas? No eres el Martín que yo conocía. Debe ser cosa de la
edad. La llamada casa de la Vírgen es, en realidad, una capilla bizantina del
siglo VI o VII. Supuestamente, el lugar lo describió una monjita histérica en
1822 y en 1892 lo encontraron dos sacerdotes de un colegio de Esmirna siguiendo
sus palabras. Pura superchería. Nadie parece haber leído el libro de 1852, Vida de la bienaventurada virgen María,
en el que Clemens Brentano, el amanuense de la beata, reunió y reescribió sus
visiones. En él se nos dice que la Virgen no vivía sola, sino en una aldea con
casas diseminadas y con familias refugiadas en cuevas a causa de una
persecución. También afirma que muy cerca había un castillo en el que vivía un
rey destronado con quien el apóstol Juan charlaba a menudo. ¿Dónde están esas
cuevas, dónde ese castillo? ¿Quién era el rey destronado? Lo único verdadero es
que la capilla está en un alto y rodeada de bosques, algo muy propio de todas
las capillas. Los libros escritos en colaboración por la monja de las llagas y
el escritor romántico alemán son una curiosa saga novelesca, una fantasía
neotestamentaria, que se lee con gusto, con pasajes emocionantes y otros
disparatadamente divertidos. En el Arca de la Alianza, entre otras reliquias,
coloca un hueso de Adán, que luego al parecer la Virgen llevaba siempre
consigo. La única verdad en todo eso es que alrededor se ha montado un buen
negocio en el que los papas, que se llevan su parte, no dejan de colaborar. Ya
sabes que todos ellos se han apresurado a visitarla para asegurar los ingresos,
aunque se cuidan mucho, para no hacer demasiado el ridículo, de asegurar su
autenticidad. Alí Agca estaba en contra de todas las mentiras religiosas. Era
un gran admirador de Atatürk. Creía que el mundo sería mejor sin Juan Pablo II,
que mezclaba la religión con la política de la peor manera posible: financiaba
movimientos anticomunistas con dinero negro (recuerda la quiebra del banco Ambrosiano),
protegía y alentaba a personajes tan siniestros como Marcial Maciel, el de los
Legionarios de Cristo, porque hacía grandes donaciones y le llenaba las plazas
de jóvenes entusiastas. Ali Agca se convenció de que debía librar a la humanidad
de esa lacra. Admiraba a Atatürk, ya te dije, un personaje de la talla de los
héroes homéricos, que levantó un país nuevo de las ruinas del imperio otomano,
que le dio la vuelta como a un calcetín a las tradiciones heredadas. Lo de la
pista búlgara, que se comentó entonces, lo de la intervención de la Unión
Soviética, no tiene ningún fundamento. Alí Agca actuó solo. Si lo sabré yo, que
muchas noches fui testigo de sus confidencias y que a punto estuve de pasar
largos años en la cárcel como él. De Atatürk hay muchas cosas a las que ni
siquiera se puede aludir aquí en Turquía, se corre casi tanto riesgo como al
mencionar el genocidio armenio. No se puede decir, por ejemplo, que tenía
escaso interés romántico por las mujeres. No es que las minusvalorara, no. Él
les concedió el derecho a voto mucho antes que otros países europeos. Pero prefería
la compañía masculina, estar rodeado de camaradas jóvenes. Se casó tarde y se
divorció pronto. Sus hijos son adoptados. No se le conoce ningún gran amor, ni
hombre ni mujer. Su amante fue Turquía, como Hitler decía de Alemania mientras
escondía a Eva Braun en la trastienda. Se le ha comparado con Hitler y con
Mussolini y quizá fue tan dictador como ellos, pero era un héroe de verdad, no
un sanguinario fantoche como los otros. Murió
muy pronto, a los cincuenta y siete años, de cirrosis hepática (le gustaba
demasiado el raqui, nuestro licor nacional), como tu admirado Pessoa. Porque lo
sigues admirando, ¿verdad? En Perugia no hacías más que hablarnos de él. Cuando
se hundió el imperio otomano, al final de la Gran Guerra, cuando las potencias
vencedoras se repartieron con el tratado de Sèvres, no solo el imperio, sino
también territorios de la propia Turquía, Atatürk se recluyó en su tienda,
estuvo días sin comer ni beber, sin hablar con nadie. Sus allegados temían que
intentara suicidarse. De pronto, en medio de la noche, se oyó el aullido de un
lobo gris. Y entonces ocurrió algo extraordinario. Atatürk –le llamo así, pero
entonces era solo Mustafá Kemal– lanzó un aullido que sobrecogió a todos, que
se oyó en la entera Turquía. Fue como si hubiera recibido una fuerza
sobrenatural. Comenzó la lucha para expulsar a las potencias extranjeras que
culminó en 1923 con la proclamación de la República. Ahí tienes el origen del
grupo de los Lobos Grises, del que Alí Agca no era un miembro destacado, como
se ha dicho, sino solo un lobo solitario.
A Ibrahim
le gustaba hablar, siempre le había gustado, y a mí escucharle. “Visité en
Ankara el mausoleo de Atartük”, le dije. “Me pareció un perfecto ejemplo de
arquitectura fascista”.
––Más bien
de reinterpretación racionalista del clasicismo. Es de una solemnidad y grandiosidad
que no abruman. Atatürk más que con los dictadores fascistas tiene que ver con
Pedro el Grande y con los monarcas del despotismo ilustrado.
Nos pasamos
la noche entera charlando, como en los buenos días de Perugia, siempre
discrepantes en todo, salvo en lo fundamental. Al día siguiente, me acompañó a
visitar las ruinas de Troya. Nos reímos con el caballo de madera, lleno de
ventanas a las que se asomaban los turistas para hacerse fotos.
––No es la Ilíada la que les trae aquí, sino la
película de Brad Pitt. Y Schliemann no fue más que un megalómano y un farsante.
No descubrió el lugar leyendo a Homero, se lo recomendó Frank Calbert, el
cónsul británico en los Dardanelos. Aquí se encontraron las ruinas superpuestas
de muchas ciudades, todas dedicadas a controlar el estrecho. Él utilizó
dinamita para llegar a las más antiguas. Su tesoro de Príamo no es de Príamo,
que nunca existió, sino de muchos siglos anteriores a la época de ese
personaje.
––Schliemann
sería un megalómano y un farsante, pero sin él nadie vendría ver estas ruinas
tan poco espectaculares. La Troya de Homero no estuvo nunca en ninguna parte,
salvo en la imaginación de quienes escribieron los versos que se le atribuyen.
Estas ruinas tienen tanto que ver con Héctor y Aquiles como la casa de Julieta
en Verona con Romeo y Julieta. También la verdad se inventa y a veces esa
verdad inventada es la única verdad. ¿Sabes una cosa? Junto a la casa de la Vírgen,
hay un muro de los deseos y una fuente milagrosa. Yo bebí de esa agua y escribí
un deseo. Doblé el papel, lo colgué, y allí sigue. Si quieres volvemos a la
colina de Éfeso para que veas lo que pedí: dar con la torre que aparecía en mi
sueño, encontrarme con el desconocido. Y me encontré con él, aunque no era
–sonreí– un desconocido.
Lo más evocador para mí de estas andanzas de Martín es que tienen lugar en los confines mas orientales de la Magna Grecia. Gallipolli es el antiguo Quersoneso griego y el estrecho de los Dardanelos no es sino el viejo Helesponto, entrada al Ponto Euxino. Qué maravilla.
ResponderEliminarUn poco más al noreste, en la actual Crimea, se situaba la Tauris o Táuride, una de las moradas de Ifigenia. De ahí viene la inspirada "Ifigenia en Táuride" de Gluck. En este escenario, las discusiones con Ibrahim quedan neblinosas, como en un fondo desdibujado por la calima.
El joven mercader de ánforas la vio en la cubierta y quedó prendado de semejante hermosura. Decidió raptarla aquella misma noche y huir con ella hacia la patria. Al ver que los remeros dormían sobre los bancos, en un descuido de los hoplitas trepó por el timón y bajó al sollado en donde Ifigenia lloraba su desdicha. Le puso el índice sobre los labios y, tomándola de la cintura, se deslizó con ella por uno de los remos hasta el agua. Con la mujer a la espalda, nadó el brazo de mar que separaba al barco de las murallas de Áulide.
ResponderEliminarArtemisa, que vio con simpatía el arrojo del joven bárbaro, insufló la brisa en las velas de la escuadra de Agamenón que, al verlas tersas, se olvidó de perseguir al audaz raptor. Además, se sentía secretamente aliviado por la suerte de su hija Ifigenia, ahora a salvo del cuchillo sacrificial.
Navegaron veloces los aqueos rumbo noreste y en pocos días varaban los navíos en una playa frente a Ilión.
Tres meses más tarde, Ifigenia amasaba las pellas de barro en un alfar de Táuride.