En la habitación del hotel me encontré con un libro. Lo abrí
al azar: “Aunque Jacques era un enamorado del amor, nunca antes había conocido
emociones ni caballos que no pudiera controlar”.
Sonreí. La
verdad es que a mí domar caballos no sé si se me daría bien o mal, nunca lo he
intentado, pero el control de las emociones, al menos hasta ahora, no se me ha
dado del todo mal. Siempre que he perdido la cabeza he sabido dónde encontrarla
antes de que los desperfectos fueran demasiado graves.
Me asomé a
la ventana. Hacía un rato parecía que iba a llover, pero el cielo se estaba
aclarando. Miré el reloj: solo faltaba media hora para la cita. La verdad es
que no soy muy partidario de las citas a ciegas, pero nunca es tarde para
aprender a jugar con cosas nuevas.
Y cualquier
pretexto es bueno para volver a Ginebra, una ciudad que en verano está a poco
más de una hora de Oviedo. Habíamos quedado junto a la tumba de Borges, en el
cementerio de Plainpalais, a veinte minutos del hotel caminando tranquilamente.
Yo llegué puntual, como hago siempre, pero allí no había nadie. No había nadie
en todo el cementerio, en realidad un tranquilo parque con monumentos a hombres
ilustres. Y a muy pocas mujeres. Una de ellas, Griselidis Real, entre la
sepultura de Borges y Calvino, proclamaba orgullosa, junto a las de pintora y
escritora, la que había sido su primera profesión: prostituta. Siempre que me
acercaba allí pensaba lo mismo: de qué hablarían los tres en las largas veladas
de la eternidad.
No había
nadie junto a la tumba, pero sí un libro. No es la primera vez que me encuentro
una ofrenda semejante. Pero no era un libro de Borges, sino de Isak Dinesen. Carnaval, el mismo que yo había
encontrado en la habitación del hotel. Una hoja arrancada de un cuaderno
cuadriculado, como el que usan los niños, señalaba una de las páginas; en ella
estaba subrayada a lápiz la siguiente frase: “Una cabeza de muchacha surgió de
una ola, a su lado. La joven, deslumbrante de agua salada y luz de sol, cuando
la ola retrocedió hacia el mar, se irguió frente a él, detenida en un lugar
poco profundo; sus talones eran rosados como conchas marinas”.
En el
papel, con apresurada caligrafía, se indicaba un lugar y una hora. Alguien
estaba jugando conmigo y a mí me apetecía jugar, jugar todo el tiempo que
hiciera falta, sin apresurarme, sabiendo de sobra que la solución de cualquier
enigma es siempre menos atractiva que el propio enigma.
El lugar de
la cita era el paseo que hay sobre el Parc des Bastions, en la vieille ville, el mejor sitio para
contemplar el crepúsculo. Allí me dirigí intrigado, con paso rápido –se
acercaba la hora de la cita–, y sonriente: en una de aquellas mansiones con tan
hermosas vistas se refugia de sus tribulaciones judiciales la hermana del rey
de un país de cuyo nombre no quiero acordarme. Alguna vez la había visto salir
apresurada de su casa, precedida y seguida por discretos guardaespaldas que
seguramente no pagaba de su bolsillo. Quizá para entretenerse…
Me detuve
un momento frente a los jugadores de ajedrez a la entrada del parque por la Place de Neuve. Noté que
alguien se detenía también. Me puse en marcha, se puso en marcha. No había
duda. Me estaban siguiendo.
Me asusté.
Mejor dejarlo ahí. Mejor no continuar jugando. O sí, pero al ajedrez. Volví
sobre mis pasos. Dejé que el misterio, que había comenzado con un billete de
avión a mi nombre y una reserva de hotel, recibidos anónimamente, quedara sin
resolver.
Mejor así. Porque
yo tenía mis sospechas acerca de quién podía estar detrás de todo y la verdad
es que, si de jugar se trataba, prefería hacerlo con cualquiera de los anónimos
jugadores de ajedrez de la entrada del parque.
DESVELADO
ResponderEliminarHas confundido el escenario con la obra.
Quién te lo iba a decir, poeta.
Eres ya el único espectador que queda.