“Nos pierde la vanidad”, me dijo mi amigo Xuan. Estábamos en
su casa de Caces y en el sopor de una agradable sobremesa, tan propicio a las
confidencias. “Me creo muy listo”, dije yo, “pero en estos asuntos siempre
acabo siendo más tonto que nadie”.
Primero
había leído alguno de mis poemas en Internet, luego el azar había puesto en sus
manos uno de mis libros. Y le había entusiasmado, o eso decía en su carta. Una
larga carta que pródiga en elogios y además, sorprendentemente, en atinadas apreciaciones
críticas. Estaba escrita en un español más que correcto, pero su autora era
francesa, había estudiado la licenciatura en Pau y los cursos de doctorado en
Madrid. Todo esto lo fui sabiendo por las siguientes cartas, cada vez más
frecuentes. En una de ellas me insinuaba incluso que estaba pensando en
dedicarme su tesis doctoral, con lo que –para qué te voy a engañar– terminó de
seducirme.
Soy más
bien una persona poco sociable, no me gusta alojarme en casa de nadie (aunque
alguna noche haya amanecido en casa ajena), pero cuando Charlotte me invitó a
visitarla en su casa de Cambo-les-Bains, en el País Vasco francés, no pude
resistirme. “Es un lugar muy agradable, cerca de los Pirineos, y puedes
aprovecharlo para descansar y para que hablemos de cómo enfocar mi tesis”.
Acabó de convencerme el que en Cambo estaba Villa Arnaga, la residencia
palaciega que se había construido Edmund Rostand con los beneficios de su
Cyrano, y que yo desde hacía tiempo deseaba conocer.
Como no
tengo coche, iría en Alsa hasta Irún y allí me recogería su hermano. La primera
sorpresa consistió en que ese hermano, que yo me imaginaba más o menos de su
edad, era un cincuentón obeso, no muy locuaz, al que le sudaban
desagradablemente las manos. Apenas hablamos durante todo el trayecto. Él de
vez en cuando apartaba la vista de la carretera y me miraba con insistencia; yo
temí que fuéramos a estrellarnos. Paramos en una villa junto a la carretera, la
más destartalada de todas, con un torreón que parecía a punto de venirse abajo
y un jardín con hermosos rosales.
Camino del
que iba a ser mi cuarto, pasamos por la biblioteca. Había muchos libros en
español, sobre todo de poesía, y bien seleccionados. Los míos estaban casi
todos y daban la impresión de haber sido muy leídos. Los malos presentimientos
desaparecieron por completo. Estaba deseando conocer a Charlotte, mi
admiradora. Había tenido que ir a Pau, por no sé qué asuntos urgentes que su
hermano trató de explicarme, y no regresaría hasta la cena.
No regresó
aquel día ni al siguiente ni al siguiente. El hermano, que poco a poco había
ido perdiendo su timidez, me hizo de guía en el pueblo y también en los
alrededores. Fuimos hasta Bayona y hasta Biarritz y también hasta St Jean
Pied-de-Port, cerca del mítico Roncesvalles, pero la hermana no aparecía y las
explicaciones de su ausencia resultaban cada vez más confusamente
inverosímiles. Pero Patrick se esforzaba en ser agradable, en que no me
aburriera e incluso me enseñó las notas que Charlotte tenía en su ordenador
sobre mi poesía. Yo la verdad es que fui perdiendo mis recelos y casi llegó a
no importarme que no apareciera. Hasta que una noche… Patrick había bebido
mucho.
“¿De verdad
no sospechabas nada?”, me preguntó Xuan. “Te aseguro que no, que ni siquiera se
me había pasado por la cabeza una cosa así. Cierto que Patrick me miraba con
cierta insistencia, pero yo, claro, lo achacaba, ya sabes cómo somos los
escritores, a la admiración literaria.
“¿Y cómo
lograste escapar?”, “En un descuido suyo, fui hasta el cercano café y pedí un
taxi. Me llevó hasta Irún. En la estación, esperando el autobús, me lo volví a
encontrar. Me había seguido, pero solo para disculparse”.
Estábamos en
Caces, cerca y lejos de todo, la brisa fresca de la tarde se enredaba en los árboles del jardín. De vez en cuando, uno
de los gatos de la casa, que a mí me recordaba a Trisca, venía a enredarse
entre mis piernas. Xuan, que se las sabe todas, sonreía. “Nos pierde la
vanidad, amigo Martín. Si yo te contara…”
¡Jajajajaja...! Pobre Martín...
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