Más de una vez me han dejado solo, pero rara vez me he
sentido solo. Acompaña lo vivido, lo leído, acompañan los sueños, acompaña la
historia del mundo.
Entro en el
hotel Bristol, en Ginebra, en la rue Mont-Blanc, y en seguida me resulta
familiar. Hace exactamente cien años, a poco de comenzar la
Gran Guerra , se alojó aquí un escritor y
aventurero español, Eduardo Zamacois. El director del diario La
Tribuna le
había nombrado corresponsal en Berlín. Las comunicaciones en aquellos momentos
eran difíciles. Tras dar algunos tumbos por Francia, acabó en Suiza, el mejor
lugar, a su parecer, para informar de la guerra. En sus memorias recuerda el
momento en que salió de Bayona: “En todo el convoy el buen humor francés había
escrito con tiza frases irónicas: ‘La cabeza de Guillermo II vendrá a Bayona’, ‘Tren
de placer para Berlín’, ‘Temporada de verano en Berlín. Ida y vuelta’… El
entusiasmo desbordaba; la gente reía, cantaba, ladraba, imitaba el clarinear
del gallo, símbolo de Francia”. Ya sabemos lo pronto que acabó aquella fiesta,
tan pronto como a Zamacois se le acabó el dinero que le había dado el director
del periódico. Tuvo que recurrir a la picaresca para sobrevivir y en Un hombre que se va cuenta algunas de
sus estafas, como la del hostelero de Berna, que a él le hacían mucha gracia y
a nosotros tan poca como al estafado.
Me siento
en el comedor del hotel, silencioso, muy británico, con algo del club al que
acudía Phileas Fogg, y miro hacia el tranquilo square arbolado, con su fuente en el centro, un oasis entre la
calle bulliciosa, que viene de la estación, y la orilla del lago, siempre
animada.
Aquí mismo
se sentó a comer Zamacois con un curioso personaje y aquí estuvo a punto de
cambiar la historia del mundo. Cada mañana, tras desayunar, daba un largo paseo
por la vieille ville, por la empinada
ciudad antigua. En el puente que atraviesa el lago por donde se convierte en
río, “se cruzaba con un individuo vestido de negro”. En las memorias lo
describe –habla de su semblante huesudo y ojos pequeños, agresivamente vivaces–
y nos dice su nombre, pero calla la anécdota que contó en un artículo cuando
ese nombre, luego célebre, aún no decía nada a nadie.
A Zamacois
le gustaba tanto la vida aventurera como la vida familiar. Tuvo siempre dos o
tres familias simultáneas y se arregló, con su trabajo y con sus peculiares
negocios, para sostenerlas a todas de manera decente, si no lujosa. Su gran amor
entonces era Bianca y le escribía cartas apasionadas cada mañana, pero en el
hotel vivía con Susanne, a la que había encontrado en el tren. Susanne tenía la
rara cualidad de iluminar el lugar en que se encontraba. No hacía falta verla
para darse cuenta de que ella había entrado en un sitio. Incluso en aquella
Ginebra calvinista que volvía la cara al placer causó sensación. Y muy
especialmente en el hombre de negro con el que Zamacois se cruzaba cada mañana
y que le miraba con ojos envidiosamente hostiles. Dejó de jugar al ajedrez, que
parecía ser su ocupación principal, y se dedicó a seguir a la pareja. Un día,
tras hacer sus averiguaciones, abordó en el puente a Zamcois y le hizo una
proposición. Sabía que no estaban casados, sabía que sus ingresos económicos no
eran pingües. Le ofreció dinero, mucho dinero. Zamacois demoró la respuesta,
dijo que tenía que pensarlo, le invitó a comer en el hotel el día siguiente. Y
a la hora indicada apareció con Susanne. Le dijo al ruso –porque el hombre de
negro era un exiliado ruso– que hablara con ella, que era ella quien tenía que
decidir. Y ella decidió seguir con Zamacois.
El ruso se
marchó con el corazón destrozado. Y volvió a sus partidas de ajedrez y a sus
charlas conspirativas con el puñado de exaltados que le acompañaba. Y poco
después cruzó Alemania en un tren blindado camino de Berlín. Se llamaba Vladimir
Ilich Uliánov, pero pasó a la historia con el nombre de Lenin.
Es un placer leer esta gavilla de lugares para la felicidad. Gracias por compartirlos entre los que no hemos sabido aprovechar la vida de forma tan fructífera.
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