Hay quien aborrece las franquicias, hay quien considera casi
una ofensa personal encontrarse con el mismo tipo de tiendas en Londres,
Madrid, Pontevedra o Pekín. No es mi caso. En Lausanne, mi lugar de descanso
favorito, no es ningún local típico, sino el Starbucks de la Place Saint-François.
Suelo llegar a él, después de recorrer la parte alta de la ciudad, descendiendo
por la Rue de
Bourg, con sus tiendas, sus viejos caserones y el estanco en que compraba
tabaco para su pipa Georges Simenon, que aquí pasó sus últimos años.
En el
Starbucks de la plaza de San Francisco, al pie de la iglesia, se reúne el club
de amigos de Maigret, del que yo también, aunque lo frecuente muy de tarde en
tarde, formo parte. Tuve que pasar para ello un pequeño examen. A punto estuve
de suspenderlo porque las preguntas, aunque parecían fáciles, tenían trampa. La
respuesta a cuál es la primera novela de Maigret, por ejemplo, no era, como yo
pensaba, Pietr il Lettone, sino Train de Nuit, una novela popular que
Simenon firmó como Christian Brulls.
Después de
las reuniones, siempre se cena uno de los menús favoritos del comisario en casa
de alguno de los participantes. Yo tengo muy mala memoria para lo que como, así
que no recuerdo en qué consistía ese menú copiado a madame Maigret la última vez
que estuve en Lausanne. Sí recuerdo que fue en un ático, cerca de la estación,
y que desde la terraza se divisaba, debajo, casi en vertical, el puerto de
Ouchy y, a la izquierda, el lago cabrilleante a la luz de la luna y las
montañas no sé si de Francia o de Italia. Mientras yo me entretenía
contemplando el panorama, los demás, que lo tenían muy visto, trasteaban en la
cocina.
Me sentía
feliz, y a la vez inquieto por esa felicidad. Siempre me ha ocurrido lo mismo.
Me cuesta disfrutar del instante, dejar a un lado los presentimientos. “¿En qué
piensas?”, me preguntó una voz femenina que, en un primer momento, me
sobresaltó porque me recordaba a otra que hacía mucho tiempo que no escuchaba.
Pero no era ella, era Lucía, una profesora portuguesa que apenas había hablado
durante la tertulia. “En nada, en que es una lástima que los instantes hermosos
no duren para siempre”. “Dejarían de ser hermosos, se convertirían en
fastidiosos, como cualquier matrimonio”. Un barco de vela se deslizaba en aquel
momento sigiloso sobre las aguas. “Seguro que lleva a una pareja de
enamorados”, dije yo. “O a un solitario, que no aguanta más a su pareja ni a
sus hijos”, dijo ella. Y luego: “Perdona, me acabo de divorciar”.
La cena
estaba servida. Comimos, bebimos, regresamos tarde a casa, y yo en lugar de
volver al hotel, acompañé a Lucía a la suya y me quedé en ella. Luego, cada
tarde, aunque no había tertulia (los amigos de Maigret se reunen solo dos veces
al mes) iba hasta el Starbucks de la plaza San Francisco y siempre, más pronto
o más tarde, muy tarde a veces, como para mantener el suspense, aparecía Lucía.
Era profesora de literatura en la Universidad.
Teníamos mucho de qué hablar. Pero no hablamos de eso. Ni de
su divorcio. Ella no quería entablar una nueva relación, yo tampoco.
Hay quien
detesta las franquicias. Están en su derecho. Pero yo no puedo entrar en un
Starbucks sin pensar en Maigret y en Lausanne y en las palabras y en los
silencios portugueses de Lucía. Sin que me invada una sensación de felicidad.
Tres lugares propicios para la felicidad: cada una de las tres lecturas de esta tarde de domingo estival, rodeado por las brumas y la lluvia de Cantábrico. Y la contemplación de las estupendas fotos que las acompañan. Y el olor a café recién hecho. Y el sonido de los pájaros que inunda la tarde maravillosa.
ResponderEliminarGracias, José María.
ResponderEliminarJLGM