sábado, 12 de julio de 2014

Atardecer en Génova


No hay casi nada en mi vida, y sospecho que no solo en la mía, que no esté determinado por el azar. En uno de los cursos de verano del Escorial, el poeta Julio Martínez Mesanza me presentó a un estudiante italiano que preparaba una tesis sobre Juan Chabás, un escritor menor del 27 que había sido profesor en Génova. Me ofrecí para solucionar algunas dudas, intimamos y, tiempo después, acabé corrigiendo el texto de la tesis –-redactada en español– y reescribiendo o escribiendo por completo algún capítulo.
            Cuando se enteró Luigi Marini, ya doctor, de lo mucho que me gustaba viajar a Italia, me ofreció el piso que había heredado de sus padres en Génova. Era un piso grande, de techos altos, en un edificio de la Piazza del Aqua Verde, construido a principios del siglo XX. Ya no lo habitaba nadie –Luigi era hijo único, sin parientes cercanos–, pero había una mujer, antigua sirvienta, que lo visitaba cada cierto tiempo para quitar el polvo y regar las plantas.
            Daba un poco de miedo aquel lugar, la verdad, y la primera vez que entré tuve ganas de marcharme de inmediato a un hotel. Pero era el atardecer, me asomé a los grandes ventanales del salón y quedé fascinado: el sol se ponía sobre el puerto y, entre los tejados y las grúas, destacaba el perfil de la Lanterna, el gran faro, que para mí simbolizaba la magia y el misterio de las grandes navegaciones (debajo, en la plaza, tenía el gran monumento a Colón).
            El piso, con sus cortinones, sus retratos en sepia, sus camas de dorado dosel y sus palaciegos tapices, parecía el escenario perfecto para uno de los dramones decadentes de Gabriele D’Annunzio. “Solo falta que haya fantasmas”, pensé yo. Y los había.
            Los primeros días recorrí la ciudad, desde los turbios callejones cercanos al puerto hasta los palacios de la Via Garibaldi, sin olvidarme, claro está, del afamado cementerio. Pero luego fui saliendo de casa cada vez menos. Al comienzo porque comenzó a llover de la mañana a la noche; más tarde, cuando volvió el buen tiempo, porque me encontraba a gusto en la biblioteca, escuchando música en un viejo gramófono, que misteriosamente funcionaba, o mirando por las ventanas entretenido en vagas fantasías.
            Una noche, a poco de llegar, tuve un curioso sueño erótico, que atribuí a una novela de D’Annnunzio, que acababa de releer en un ejemplar de la primera edición dedicado al abuelo de Luigi. Pero luego, al hacer la cama, el gran lecho matrimonial en el que me acostaba, me sorprendieron unas largas hebras rubias sobre el almohadón. Volvió a repetirse el sueño, no volvió a aparecer ningún cabello dorado.
            Y una tarde, en la biblioteca, al cerrar el libro de versos –Poesie, de Umberto Saba, en una edición de 1911 dedicada también al abuelo de mi amigo–, sentí como si una mano se posara en mi hombro y luego apretara con cierta fuerza. Me sobresalté. No había nadie a mi lado. Aquello había sido, o eso creí, una falsa sensación, producto, qué se yo, de algún calambre (llevaba mucho tiempo sentado). Fui hasta la cocina a beber un vaso de agua. Cuando volví había un hombre joven, que se parecía mucho a mi amigo, vestido con ropa de principios de siglo, hojeando el volumen de Saba. “Le conocí; era un tipo curioso; me aconsejó que visitara al mismo psicoanalista que le había tratado a él”.
            Yo no me asusté, ni siquiera me sorprendí, como si le estuviera esperando, y charlamos durante un rato, primero de la poesía de Saba, y luego de la joven que yo creía que se acostaba conmigo cada noche. “Mi mujer; una histérica; hace tiempo que no tenemos relaciones”.
            Al día siguiente, supuse que había sido una alucinación mía, debida al largo encierro. Volví a patear la ciudad; di incluso un paseo en barco por los alrededores. Dormí luego bien, de un tirón, sin buenos o malos sueños.
            Más de una vez he vuelto al piso de mi amigo Luigi Marini, a veces solo, en ocasiones en su compañía. Él no se encuentra muy a gusto. Siempre quiere irse a la mañana siguiente. “Demasiados recuerdos”, dice. Yo lo paso bien allí, casi sin salir de casa, soñando con largos viajes mientras contemplo al atardecer la silueta de la Lanterna, y acariciando, cada mañana, después de despertar, los largos cabellos rubios que me visitan en sueños.


1 comentario:

  1. La felicidad, el amor... Todos los lugares son o pueden serles propicios, porque ocurren menos fuera que dentro. "Estés donde estés, ni un solo paso has dado fuera de los angostos límites de mi corazón", que dijera Anna de Noailles en la voz de JLGM.

    ResponderEliminar