No hay casi nada en mi vida, y sospecho que no solo en la
mía, que no esté determinado por el azar. En uno de los cursos de verano del
Escorial, el poeta Julio Martínez Mesanza me presentó a un estudiante italiano
que preparaba una tesis sobre Juan Chabás, un escritor menor del 27 que había
sido profesor en Génova. Me ofrecí para solucionar algunas dudas, intimamos y,
tiempo después, acabé corrigiendo el texto de la tesis –-redactada en español– y
reescribiendo o escribiendo por completo algún capítulo.
Cuando se
enteró Luigi Marini, ya doctor, de lo mucho que me gustaba viajar a Italia, me
ofreció el piso que había heredado de sus padres en Génova. Era un piso grande,
de techos altos, en un edificio de la
Piazza del Aqua Verde, construido a principios del siglo XX.
Ya no lo habitaba nadie –Luigi era hijo único, sin parientes cercanos–, pero
había una mujer, antigua sirvienta, que lo visitaba cada cierto tiempo para
quitar el polvo y regar las plantas.
Daba un
poco de miedo aquel lugar, la verdad, y la primera vez que entré tuve ganas de
marcharme de inmediato a un hotel. Pero era el atardecer, me asomé a los
grandes ventanales del salón y quedé fascinado: el sol se ponía sobre el puerto
y, entre los tejados y las grúas, destacaba el perfil de la Lanterna , el gran faro,
que para mí simbolizaba la magia y el misterio de las grandes navegaciones
(debajo, en la plaza, tenía el gran monumento a Colón).
El piso,
con sus cortinones, sus retratos en sepia, sus camas de dorado dosel y sus
palaciegos tapices, parecía el escenario perfecto para uno de los dramones
decadentes de Gabriele D’Annunzio. “Solo falta que haya fantasmas”, pensé yo. Y
los había.
Los
primeros días recorrí la ciudad, desde los turbios callejones cercanos al
puerto hasta los palacios de la Via
Garibaldi , sin olvidarme, claro está, del afamado cementerio.
Pero luego fui saliendo de casa cada vez menos. Al comienzo porque comenzó a
llover de la mañana a la noche; más tarde, cuando volvió el buen tiempo, porque
me encontraba a gusto en la biblioteca, escuchando música en un viejo
gramófono, que misteriosamente funcionaba, o mirando por las ventanas
entretenido en vagas fantasías.
Una noche,
a poco de llegar, tuve un curioso sueño erótico, que atribuí a una novela de
D’Annnunzio, que acababa de releer en un ejemplar de la primera edición
dedicado al abuelo de Luigi. Pero luego, al hacer la cama, el gran lecho
matrimonial en el que me acostaba, me sorprendieron unas largas hebras rubias
sobre el almohadón. Volvió a repetirse el sueño, no volvió a aparecer ningún
cabello dorado.
Y una
tarde, en la biblioteca, al cerrar el libro de versos –Poesie, de Umberto Saba, en una edición de 1911 dedicada también al
abuelo de mi amigo–, sentí como si una mano se posara en mi hombro y luego
apretara con cierta fuerza. Me sobresalté. No había nadie a mi lado. Aquello
había sido, o eso creí, una falsa sensación, producto, qué se yo, de algún
calambre (llevaba mucho tiempo sentado). Fui hasta la cocina a beber un vaso de
agua. Cuando volví había un hombre joven, que se parecía mucho a mi amigo,
vestido con ropa de principios de siglo, hojeando el volumen de Saba. “Le
conocí; era un tipo curioso; me aconsejó que visitara al mismo psicoanalista
que le había tratado a él”.
Yo no me
asusté, ni siquiera me sorprendí, como si le estuviera esperando, y charlamos
durante un rato, primero de la poesía de Saba, y luego de la joven que yo creía
que se acostaba conmigo cada noche. “Mi mujer; una histérica; hace tiempo que
no tenemos relaciones”.
Al día
siguiente, supuse que había sido una alucinación mía, debida al largo encierro.
Volví a patear la ciudad; di incluso un paseo en barco por los alrededores.
Dormí luego bien, de un tirón, sin buenos o malos sueños.
Más de una
vez he vuelto al piso de mi amigo Luigi Marini, a veces solo, en ocasiones en
su compañía. Él no se encuentra muy a gusto. Siempre quiere irse a la mañana
siguiente. “Demasiados recuerdos”, dice. Yo lo paso bien allí, casi sin salir
de casa, soñando con largos viajes mientras contemplo al atardecer la silueta
de la Lanterna ,
y acariciando, cada mañana, después de despertar, los largos cabellos rubios
que me visitan en sueños.
La felicidad, el amor... Todos los lugares son o pueden serles propicios, porque ocurren menos fuera que dentro. "Estés donde estés, ni un solo paso has dado fuera de los angostos límites de mi corazón", que dijera Anna de Noailles en la voz de JLGM.
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