"¿Por qué para
ser feliz / es preciso no saberlo?", se preguntaba Pessoa, Quizá porque la
felicidad, como la lluvia en el soneto de Borges, "es una cosa / que sin
duda sucede en el pasado".
Pero no en el pasado, sino en el
presente de la memoria sucede siempre la felicidad. Y ningún tiempo mejor para
hacer inventario de los lugares que con más frecuencia suele frecuentar que el
tiempo sin tiempo del verano, cuando los días son largos y las noches
inagotables.
La felicidad tiene gustos muy
sencillos: prefiere siempre lo mejor, que no siempre es lo más costoso ni lo
más lujoso.
Le gusta amanecer en una playa sin
nadie, contemplar las primeras abluciones del sol, que tiene la costumbre de
bañarse desnudo y correr por la arena antes de subir a lo más alto para hacer
su trabajo.
Le gusta sentarse al borde del canal
bebiendo una cerveza y mordisqueando unas frrutas recién compradas en el
mercado de Rialto.
Le gusta pasear por la Quinta Avenida ,
desde el arco de mármol hasta el parque, como la primavera en el poema de Juan
Ramón Jiménez.
Le gusta levantarse tarde y el aroma
del café y el crujido del papel del periódico en las mañanas de domingo.
Le gustan las calles de Toledo,
adornadas para el Corpus, y con las oscuras golondrinas becquerianas susurrando
"nunca más", como el cuervo de Poe.
En la isla de Siros, en las
Cícladas, tiene su rincón favorito en un cafetín del muerto y también en un
desvencijado caserón lleno de gatos.
Es fácil dar con ella en la sombra
perfumada y fresca de un patio sevillano o en el Lungotevere romano caminando
entre los plátanos que inclinan sus ramas hacia el agua fugitiva del río.
Le gustan los lugares remotos, como
aquel pequeño estanque con nenúfares y peces rojos en el centro de la Ciudad Prohibida ,
y también los muy cercanos, el Elogio del Horizonte, donde, si se presta
atención, todavía puede escucharse el canto de las sirenas que sedujeron a
Ulises, o una avilesina calle con soportales y una fuente casi verlainiana en
un jardín francés.
Cada lector tiene su propio
repertorio de lugares propicios a la felicidad. Durante los meses de julio y
agosto, yo voy a hacer un inventario de los míos. Seguro que, en Lisboa o en
Oviedo, en París o en un rincón cerca de Llanes, más de una vez coincidimos.
NÁPOLES EN SEVILLA, SEVILLA EN NÁPOLES
La primera noche que pasé en Sevilla dormí en un palacio y
me enamoré de Nápoles. Era 1977 y todos estrenábamos libertad, o eso creíamos.
Yo había recorrido Portugal de norte a sur, con la mochila al hombro, viajando
en lentos trenes de cercanías, destartalados autobuses, haciendo autoestop,
durmiendo donde podía, a veces al aire libre, y volvía a Asturias, sin prisa
ninguna, por Andalucía y Extremadura.
En Sevilla
me esperaba el poeta Fernando Ortiz, con el que había intercambiado algunas
cartas y me había enviado colaboración para mi revista Jugar con fuego. Aquella tarde leía los poemas de su primer libro,
a punto de aparecer, en el club Gorka. Antes de la lectura me presentó a
Abelardo Linares afirmando que era “el mejor poeta joven que hay hoy en
España”, aunque aún no había publicado nada. Todavía recuerdo el final de uno
de los poemas, dedicado a Blanco White: “Amo la libertad. Y mi amada no es
fácil”.
Yo, que
había llegado aquella misma mañana, no había buscado dónde quedarme, confiando
en que Fernando me ofreciera un rincón en su casa o en la de algún amigo. Pero
después de la lectura, y de tomar unas cañas en un bar cercano, Fernando se
despidió con prisa y solo entonces pensé que no tenía dónde pasar la noche.
Algo debió de notárseme en la cara porque uno de los acompañantes, el más
joven, que no había pronunciado palabra, me preguntó en ese momento: “¿Tienes
dónde quedarte?”, “La verdad es que no”, “Pues ven a mi casa, mis padres no
están”.
Le
acompañé, por calles no bien iluminadas, hasta un inmenso caserón. “Pero ¿vives
aquí?”, “Sí, mis padres viven aquí, pero no te creas que son los dueños, son
parte de la servidumbre”.
Me
sorprendió aquella palabra, tan medieval. Dejé mi mochila en su cuarto, cenamos
algo en la cocina, y luego me dijo “Ven conmigo”. Recorrimos oscuros pasillos,
un patio con columnas, “perdona que no encienda la luz, no quiero que nadie se
alarme”, y de pronto salimos a un jardín perfumado, lleno de estatuas, con una
fuente murmurante en el centro y la luna iluminándolo todo. “Pero tú ¿dónde
vives?”, exclamé asombrado. “Todas las estatuas han venido de Italia. Quienes
construyeron este palacio, en el siglo XVI, fueron virreyes de Nápoles; ahora
es de los duques de Medinaceli; aquí en Sevilla lo llaman la Casa de Pilatos”.
Luego supe
que aquel era el Jardín Grande, un jardín entre muros, con logias renacentistas
a los lados y una falsa gruta neroniana. Me vino a la cabeza un verso de Lorca:
“Aire de Roma andaluza”.
“La
estatuaria es romana –me dijo Juvenal, mi amigo tenía aquel extraño nombre–; todo
ha venido de Nápoles, incluso la traza del jardín es copia de otra que el
virrey tenía en su palacio napolitano. Quería estar a la vez en Nápoles y en
Sevilla”.
“¿Conoces
Nàpoles? –me preguntó de pronto–. El próximo verano podemos encontrarnos allí”.
No volvimos
a vernos. Pero siempre que vuelvo a Sevilla no dejo de visitar el Jardín Grande,
en la Casa de
Pilatos (ahora accesible a todos previo pago de la entrada). Pocos lugares más
propicios para la felicidad Y cuando
visito Nápoles no dejo de buscar aquel otro jardín que le sirvió de arquetipo.
Aún no lo he encontrado. Pero sé que allí me siguen esperando.
UN DOMINGO EN EL PARQUE MONCEAU
Como todas las personas muy racionales, de vez en cuando me
obsesiono con ideas extravagantes. El parque Monceau, al norte de París, cerca
del arco de la Estrella, lo conocía solo de las páginas de Azorín; habla de él
en sus Memorias inmemoriales y en
muchos de sus libros últimos. Lo visité por primera vez una apacible mañana de
domingo, hace menos de un año, y me sedujo el contraste entre las actividades
tan cotidianas y tan semejantes a las de cualquier otro parque que en él se
desarrollaban --ciclistas, niños jugando, jubilados-- y las grandes puertas
palaciegas que le servían de acceso, los decimonónicos monumentos o los suntuosos
palacetes de los alrededores. Pasé allí media mañana, en la que no faltó la
lectura reposada de Le Monde, y al
marcharme me sorprendió el nombre de una calle, Rue Murillo, idéntico al de la
mía en Oviedo, e incluso me detuve un momento ante el número 5. No me entretuve
en mirar los buzones para ver quién vivía en mi mismo piso, aunque tuve la tentación.
Seguí luego hasta el Arco del Triunfo y la avenida Kléber, donde tenía una
cita, sin acordarme más del asunto. Pero a poco de llegar a España comenzaron
los sueños. Volvía a aquella calle y llamaba al timbre y me preguntaba a mí
mismo, en francés, qué quería. Luego comencé a tener insomnio, distracciones,
raros olvidos. Y a responder, sin darme cuenta, en francés. Pensé consultarlo
con algún especialista, pero al final me pareció mejor aprovechar un fin de
semana para volver a París y salir de dudas. Una tontería, ya lo sé. Pero yo
siempre he sido muy seguidor de Oscar Wilde: la mejor manera de vencer una
tentación es caer en ella. Y, por otra parte, cualquier pretexto es bueno para
darse una vuelta por París y rebuscar libros en la orilla del Sena. Así que
allí estaba, otra mañana de domingo, que parecía la misma, en el parque Monceau
que hasta hacía bien poco solo existía para mí en las páginas de Azorín.
Retrasaba el momento de dirigirme a la Rue Murillo. ¿Qué iba a decirles a los
inquilinos del número 5, cuarto izquierda? Me tomarían por un chiflado, quizá ni
siquiera me abrieran. Y eso era lo mejor que podía ocurrirme. Estuve un rato
ante el portal, sin decidirme a llamar al timbre, y ya me daba la vuelta para
marcharme (en realidad, esa idea absurda era solo un pretexto para volver a
París), cuando de pronto se abrió la puerta, y una mujer aparatosa, de unos
cincuenta años, que salía llevando de la correa a un perro, se detuvo
extrañada, me miró, me volvió a mirar y de pronto soltó una carcajada.
"Pero ¿qué haces aquí? Pareces un galán tímido que no se atreve a llamar a
la puerta de su novia". Y fue entonces, al escuchar su voz, inconfundible,
cuando yo la reconocí a ella. Era una poeta, a la que había conocido en un
viaje a Israel, y que se había mostrado un tanto obsesionada conmigo, o eso
creía yo. Me contó su vida, la ruptura con su marido (un poeta de Almeria que
polemizó ásperamente conmigo en aquel viaje, quizá pensado que yo tenía algo
que ver con las obsesiones de su señora) y la nueva relación con un político
francés. Hablaba mucho y ni siquiera tuve ocasión de preguntarle, cada loco con
su tema, si conocía a su vecino del cuarto izquierda. Pero insistió tanto en
que la acompañara, primero en el paseo con el perro, luego a su casa que, por
muchas excusas que puse, no tuve más remedio que hacerlo. Y resultó que ella, como
en cualquier historia inverosímil, era precisamente quien vivía en el cuarto
izquierda. Vivia sola porque su actual pareja todavía estaba casado y había que
guardar las formas. Señalé una fotografía en un marco de plata que había sobre
un mueble."¿Es este?", pregunté. Ella soltó una carcajada. "Ese
eres tú, ¿no te reconoces? No tengo fotos suyas. Su mujer es muy celosa, y
amiga mía". "¿Y él no lo es?" Volvió a reír, con una escandalera
muy andaluza.
Y hasta aquí
puedo contar. Desde entonces, el parque Monceau, que hasta hace poco solo
existía para mí en las páginas de Azorín, se ha convertido para mí en uno de
los lugares más propicios a la felicidad.
Me he divertido leyendo su historia de aires ,¿cómo decir?, narrativos y cargados de suspense e indicios, como señala el maestro estructuralista R. Barthes. He leido los tres artículos y el del exordio es primoroso y rutilante. Suyo.
ResponderEliminarComo si tratara de matar dos pájaros de un tiro, escribe dejando hilo en cada puntada. La <>, como su nueva revista, se enseñorea ,con ritmo de jaculatoria. como figura retoricas esencial, plurisemico y preñado de sugerencias.
ResponderEliminarGracias, Pedro.
EliminarJLGM