Sábado, 23 de
marzo
BREVE ENCUENTRO
Como
el vagón del tren iba casi vacío, me sorprendió que se sentara frente a mí. Me
saludó sonriente.
---¿Nos conocemos?, dije. Perdone
que no le recuerde.
---Usted a mí, no; yo a usted, sí.
Acabo de leer su diario; lo hago de vez en cuando.
---Pues entonces me conoce
perfectamente. Soy bastante indiscreto.
Pensé que me encontraba ante un
anónimo admirador, esa especie en vías de extinción (hablo por mí), y mi humor
–que no era muy bueno este día-- comenzó a cambiar.
---Y a mí me encantan sus
indiscreciones, pero con lo que he leído hoy no puedo estar más en desacuerdo.
Se burla usted del poeta Eloy Sánchez Rosillo porque manifiesta sus dudas sobre
lo que hay después de la muerte. Usted no tiene ninguna duda: después de la
muerte no hay nada. Nada de nada. Pues aquí estoy yo para desmentirle. Yo
estuve en coma mucho tiempo, aunque no tanto como Ariel Sharon, al que ha
dedicado un libro su amigo Sergio Calleja, que también es amigo mío, y en
muerte clínica. No pasé al otro lado por muy poco, pero tuve tiempo de
asomarme. Y vi cosas asombrosas. Aquí el presente sigue al pasado y el futuro
al presente. Allí todo es simultáneo. Yo era niño y mi madre me llevaba de la
mano y a la vez tenía ochenta años y era uno de los pocos supervivientes de la
guerra nuclear.
---¿De la guerra nuclear?
---Sí, sí. No sé dentro de cuantos
años será. Pero será. Es el desenlace natural de lo de Ucrania.
Yo ya había dejado de tomarle en
serio.
---¿Y vio también cómo va a acabar
la masacre de Gaza? ¿Y sabe quién va a ganar las elecciones en Estados Unidos?
---No soy Nostradamus. No soy un
adivino. Puede usted burlarse lo que quiera con su escepticismo de sabelotodo.
Yo me limitaré a repetirle las palabras de Hamlet a Horacio: hay más cosas en
el mundo de las que caben en tu filosofía. No sé quién va a ganar las
elecciones en Estados Unidos. Ni qué número va a resultar premiado en la
lotería. Pero sí sé, por experiencia propia, que la vida no acaba cuando acaba
la vida.
Domingo, 24 de
marzo
EL CUENTO DEL
TESORO
Llevo
años paseando por el mercadillo del Fontán y nunca se me ha ocurrido comprar
otra cosa que no fueran libros.
Desde que yo recuerde, se ha hablado mucho
en contra de la sociedad de consumo. Me temo que soy el peor consumidor que
existe. Solo compro cosas de primera necesidad: ropa, calzado, alimentación,
cosas así. Y libros. La mayor parte de las maravillas del mundo que a mí me
interesan son gratis o no están a la venta.
Hoy, como excepción, me sedujo un cuadro
amontonado junto a otros. Era una feria nocturna con su tiovivo y su noria y
las altas luces de las ventanas a las que se asomaba una silueta solitaria. Me
sedujo, no sé por qué. Me recordó las estampas iluminadas de Baroja, su elogio
del tiovivo, los caballitos de madera del poema de Machado y tantas películas
en que el marinero de permiso tira al blanco para regalar un peluche a su rubia
y repintada pareja.
Sin embargo, no lo compré. Era demasiado
incómodo llevarlo a casa. Le hice fotos, eso sí. Y un amigo sevillano, en cuanto
las subí a Facebook, reconoció el cuadro y me mandó el enlace a una subasta en
la que tenía el precio de partida de veinte mil euros (en el Fontán pedían
treinta). El autor, nacido en 1909, es conocido, pero yo nunca había oído
hablar de él. Como Gaya, no se ha dejado arrastrar por las sucesivas modas
vanguardistas. Vivió en París, pintó vistas de Venecia y París, pero nada como
esta fiesta nocturna que ahora lamento no haberme traído a casa. Y no porque fuera
un buen negocio. Yo no hago negocios. Nunca he vendido nada. Bueno, sí, una
rara edición de Miguel d’Ors (se hicieron solo 50 ejemplares) a un bibliófilo
de Cáceres por cuatrocientos euros (era un folleto de pocas páginas), pero no
lo hice por el dinero –que regalé--, sino por antipatía hacia el autor.
¿Seguirá todavía a la venta el cuadro de
Florit el próximo domingo? Si no, escribiré un cuento en el que lo que uno
encuentra en el mercadillo es un borroso y delicado San Juan que finalmente
resulta ser de Leonardo da Vinci y se subasta en Sotheby’s no por unos miles, sino
por unos millones de euros. Eso sí que le cambia a uno la vida. A mí, por
cierto, no me gusta que me la cambien. Mejor que sea solo un cuento.
Lunes, 25 de marzo
POETA ANÓNIMO
Hace
tiempo que no escribo versos, y no es que lo lamente, ya se escriben
demasiados, aunque la poesía siga siendo tan escasa como en cualquier época.
Cada vez llevo peor lo de vender la mercancía: tener que recitarlos,
promocionarlos cuando se reúnen en libro, intercambiar elogios con los colegas
que suelen hacer publicidad disfrazada de crítica en los suplementos. No valgo
para eso. Lo intento de vez en cuando, pero no me sale.
Me gustaría ser un poeta anónimo. Escribir
versos, echarlos a volar sin nombre y que se quede con ellos aquel a quien le
vengan bien.
Digo que me gustaría ser un poeta anónimo y de alguna manera lo soy. Ya solo escribo coplillas que escuché cantar alguna vez o, más bien, que escucho ahora cantar dentro de mí: “Hay más penas que alegrías / en la vida de cualquiera, / pero si tú estás conmigo / hasta las penas se alegran”.
Martes, 26 de
marzo
SE BUSCA
Me
lo tengo bien merecido. Como siempre me estoy quejando de lo solo y aburrido
que estoy –la verdad es que soy un quejica y exagero un poco--, últimamente me
llegan bastantes propuestas de relación a través de las distintas redes
sociales en las que participo. Naturalmente, no respondo a ninguna, aunque
alguna es de alguien que me conoce bien. Esas son las que me dan más miedo, no
las que andan a la caza del incauto solitario y necesitado de afecto, más que
de sexo (aunque a nadie le amarga un dulce).
Pero yo no necesito compañía de ese
tipo. Don Quijote y Sancho, Sherlock y Watson, Poirot y Hasting, esas son las
parejas que yo envidio, no Dafnis y Cloe, Antonio y Cleopatra o Adriano y
Antinoo.
Jueves, 28 de
marzo
SIN RUMBO FIJO
Aunque
nada odio más que los cambios, aunque hago siempre lo mismo a las mismas horas,
con puntualidad kantiana, de vez en cuando me gusta salir de casa sin rumbo
fijo. Hoy me ha dado por sumarme a los peregrinos que hacen el camino primitivo
y me he llegado hasta la colegiata del Salvador, en Grandas de Salime, que alza
amorosa su falda soportalada para resguardar del frío y la lluvia a quienes
llegan fatigados del largo caminar por los estrechos senderos de la vida.
Me he acercado luego hasta el castro
del Chao San Martín y una gentil guía, Susana, que es paisana mía, de Jaraíz de
la Vera, y ha estudiado en Évora y escrito una tesis sobre Velázquez y Quevedo,
tiene la amabilidad de acompañarnos, bajo una lluvia torrencial, a mí y al
doctor Watson, que somos los únicos visitantes en aquella embarrada colina.
Más que la casa romana que señorea el poblado, a mí me asombra la gran piedra que parece presidir el conjunto. ¿Es enteramente natural o intervino en ella algún Chillida de la Edad del Hierro? Giorgio Tsoukalos seguro que la consideraría una de las más evidentes confirmaciones de su teoría de los antiguos alienígenas. Yo, empapado de asombro y lluvia, pocas he veces he sentido con tanta fuerza la presencia de lo sagrado. Me extraña mucho que no sea objeto de culto. Quizá en la noche se reúnan a su alrededor secretos y fervorosos creyentes.
Viernes, 29 de
marzo
A CADA PASO
Recuerdo
haberle oído a Gustavo Bueno, en algunas de sus clases, que a los primeros
cristianos en Roma los consideraban ateos porque solo creían en un Dios. Yo no
tengo nada de ateo, creo en todos los dioses, incluido por supuesto el Dios de
los cristianos. Y me gusta rezar, a mi manera, en cualquier templo: en lo alto
del puerto del Palo, rodeado de nieve y soledad; junto al embalse de Doiras,
entre la lluvia que difumina el fondo y aviva los colores cercanos; en la vieja
escuela de mi infancia, recreada en el museo de Pepe el Ferreiro, con su
retrato del Caudillo, sus pupitres de madera y su enciclopedia Álvarez; en el
puñado de flores azules que crecían en una hendidura de la roca; y, sobre todo,
en la gran piedra del Chao San Martín, la más acabada imagen --humildad y
fortaleza-- de ese Dios que no existe y que yo encuentro a cada paso.
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