sábado, 30 de marzo de 2024

Coraje y alegría: En el camino

 

 

Sábado, 23 de marzo
BREVE ENCUENTRO

Como el vagón del tren iba casi vacío, me sorprendió que se sentara frente a mí. Me saludó sonriente.

            ---¿Nos conocemos?, dije. Perdone que no le recuerde.

            ---Usted a mí, no; yo a usted, sí. Acabo de leer su diario; lo hago de vez en cuando.

            ---Pues entonces me conoce perfectamente. Soy bastante indiscreto.

            Pensé que me encontraba ante un anónimo admirador, esa especie en vías de extinción (hablo por mí), y mi humor –que no era muy bueno este día-- comenzó a cambiar.

            ---Y a mí me encantan sus indiscreciones, pero con lo que he leído hoy no puedo estar más en desacuerdo. Se burla usted del poeta Eloy Sánchez Rosillo porque manifiesta sus dudas sobre lo que hay después de la muerte. Usted no tiene ninguna duda: después de la muerte no hay nada. Nada de nada. Pues aquí estoy yo para desmentirle. Yo estuve en coma mucho tiempo, aunque no tanto como Ariel Sharon, al que ha dedicado un libro su amigo Sergio Calleja, que también es amigo mío, y en muerte clínica. No pasé al otro lado por muy poco, pero tuve tiempo de asomarme. Y vi cosas asombrosas. Aquí el presente sigue al pasado y el futuro al presente. Allí todo es simultáneo. Yo era niño y mi madre me llevaba de la mano y a la vez tenía ochenta años y era uno de los pocos supervivientes de la guerra nuclear.

            ---¿De la guerra nuclear?

            ---Sí, sí. No sé dentro de cuantos años será. Pero será. Es el desenlace natural de lo de Ucrania.

            Yo ya había dejado de tomarle en serio.

            ---¿Y vio también cómo va a acabar la masacre de Gaza? ¿Y sabe quién va a ganar las elecciones en Estados Unidos?

            ---No soy Nostradamus. No soy un adivino. Puede usted burlarse lo que quiera con su escepticismo de sabelotodo. Yo me limitaré a repetirle las palabras de Hamlet a Horacio: hay más cosas en el mundo de las que caben en tu filosofía. No sé quién va a ganar las elecciones en Estados Unidos. Ni qué número va a resultar premiado en la lotería. Pero sí sé, por experiencia propia, que la vida no acaba cuando acaba la vida.

Domingo, 24 de marzo
EL CUENTO DEL TESORO

Llevo años paseando por el mercadillo del Fontán y nunca se me ha ocurrido comprar otra cosa que no fueran libros.

Desde que yo recuerde, se ha hablado mucho en contra de la sociedad de consumo. Me temo que soy el peor consumidor que existe. Solo compro cosas de primera necesidad: ropa, calzado, alimentación, cosas así. Y libros. La mayor parte de las maravillas del mundo que a mí me interesan son gratis o no están a la venta.

Hoy, como excepción, me sedujo un cuadro amontonado junto a otros. Era una feria nocturna con su tiovivo y su noria y las altas luces de las ventanas a las que se asomaba una silueta solitaria. Me sedujo, no sé por qué. Me recordó las estampas iluminadas de Baroja, su elogio del tiovivo, los caballitos de madera del poema de Machado y tantas películas en que el marinero de permiso tira al blanco para regalar un peluche a su rubia y repintada pareja.

Sin embargo, no lo compré. Era demasiado incómodo llevarlo a casa. Le hice fotos, eso sí. Y un amigo sevillano, en cuanto las subí a Facebook, reconoció el cuadro y me mandó el enlace a una subasta en la que tenía el precio de partida de veinte mil euros (en el Fontán pedían treinta). El autor, nacido en 1909, es conocido, pero yo nunca había oído hablar de él. Como Gaya, no se ha dejado arrastrar por las sucesivas modas vanguardistas. Vivió en París, pintó vistas de Venecia y París, pero nada como esta fiesta nocturna que ahora lamento no haberme traído a casa. Y no porque fuera un buen negocio. Yo no hago negocios. Nunca he vendido nada. Bueno, sí, una rara edición de Miguel d’Ors (se hicieron solo 50 ejemplares) a un bibliófilo de Cáceres por cuatrocientos euros (era un folleto de pocas páginas), pero no lo hice por el dinero –que regalé--, sino por antipatía hacia el autor.

¿Seguirá todavía a la venta el cuadro de Florit el próximo domingo? Si no, escribiré un cuento en el que lo que uno encuentra en el mercadillo es un borroso y delicado San Juan que finalmente resulta ser de Leonardo da Vinci y se subasta en Sotheby’s no por unos miles, sino por unos millones de euros. Eso sí que le cambia a uno la vida. A mí, por cierto, no me gusta que me la cambien. Mejor que sea solo un cuento.

Lunes, 25 de marzo
POETA ANÓNIMO

Hace tiempo que no escribo versos, y no es que lo lamente, ya se escriben demasiados, aunque la poesía siga siendo tan escasa como en cualquier época. Cada vez llevo peor lo de vender la mercancía: tener que recitarlos, promocionarlos cuando se reúnen en libro, intercambiar elogios con los colegas que suelen hacer publicidad disfrazada de crítica en los suplementos. No valgo para eso. Lo intento de vez en cuando, pero no me sale.

Me gustaría ser un poeta anónimo. Escribir versos, echarlos a volar sin nombre y que se quede con ellos aquel a quien le vengan bien.

Digo que me gustaría ser un poeta anónimo y de alguna manera lo soy. Ya solo escribo coplillas que escuché cantar alguna vez o, más bien, que escucho ahora cantar dentro de mí: “Hay más penas que alegrías / en la vida de cualquiera, / pero si tú estás conmigo / hasta las penas se alegran”.

Martes, 26 de marzo
SE BUSCA

Me lo tengo bien merecido. Como siempre me estoy quejando de lo solo y aburrido que estoy –la verdad es que soy un quejica y exagero un poco--, últimamente me llegan bastantes propuestas de relación a través de las distintas redes sociales en las que participo. Naturalmente, no respondo a ninguna, aunque alguna es de alguien que me conoce bien. Esas son las que me dan más miedo, no las que andan a la caza del incauto solitario y necesitado de afecto, más que de sexo (aunque a nadie le amarga un dulce).

            Pero yo no necesito compañía de ese tipo. Don Quijote y Sancho, Sherlock y Watson, Poirot y Hasting, esas son las parejas que yo envidio, no Dafnis y Cloe, Antonio y Cleopatra o Adriano y Antinoo.

Jueves, 28 de marzo
SIN RUMBO FIJO

Aunque nada odio más que los cambios, aunque hago siempre lo mismo a las mismas horas, con puntualidad kantiana, de vez en cuando me gusta salir de casa sin rumbo fijo. Hoy me ha dado por sumarme a los peregrinos que hacen el camino primitivo y me he llegado hasta la colegiata del Salvador, en Grandas de Salime, que alza amorosa su falda soportalada para resguardar del frío y la lluvia a quienes llegan fatigados del largo caminar por los estrechos senderos de la vida.

            Me he acercado luego hasta el castro del Chao San Martín y una gentil guía, Susana, que es paisana mía, de Jaraíz de la Vera, y ha estudiado en Évora y escrito una tesis sobre Velázquez y Quevedo, tiene la amabilidad de acompañarnos, bajo una lluvia torrencial, a mí y al doctor Watson, que somos los únicos visitantes en aquella embarrada colina.

            Más que la casa romana que señorea el poblado, a mí me asombra la gran piedra que parece presidir el conjunto. ¿Es enteramente natural o intervino en ella algún Chillida de la Edad del Hierro? Giorgio Tsoukalos seguro que la consideraría una de las más evidentes confirmaciones de su teoría de los antiguos alienígenas. Yo, empapado de asombro y lluvia, pocas he veces he sentido con tanta fuerza la presencia de lo sagrado. Me extraña mucho que no sea objeto de culto. Quizá en la noche se reúnan a su alrededor secretos y fervorosos creyentes.

Viernes, 29 de marzo
A CADA PASO

Recuerdo haberle oído a Gustavo Bueno, en algunas de sus clases, que a los primeros cristianos en Roma los consideraban ateos porque solo creían en un Dios. Yo no tengo nada de ateo, creo en todos los dioses, incluido por supuesto el Dios de los cristianos. Y me gusta rezar, a mi manera, en cualquier templo: en lo alto del puerto del Palo, rodeado de nieve y soledad; junto al embalse de Doiras, entre la lluvia que difumina el fondo y aviva los colores cercanos; en la vieja escuela de mi infancia, recreada en el museo de Pepe el Ferreiro, con su retrato del Caudillo, sus pupitres de madera y su enciclopedia Álvarez; en el puñado de flores azules que crecían en una hendidura de la roca; y, sobre todo, en la gran piedra del Chao San Martín, la más acabada imagen --humildad y fortaleza-- de ese Dios que no existe y que yo encuentro a cada paso.



 

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