viernes, 30 de julio de 2021

Mil y un fantasmas: Adiós, amiga mía

 


Me senté en el Café des Arts, en la plaza del gran teatro de Bayona, frente al espolón amurallado donde el río Nive se encuentra con el Adur, a hojear un libro que acababa de comprar en un mercadillo a pocos pasos de allí. No conocía a su autor, Pierre Daguerre, pero me atraía el título, Croquis au Pied des Monts, y el que estuviera impreso en 1944, lo que convertía a Daguerre en un probable colaboracionista. Esos montes eran, claro, los Pirineos y las primeras líneas que leí hablaban de este mismo lugar en que me encuentro, una noche oscura en las que solo se oía el rugir de las aguas del Adur, cuando un comerciante, Jean Porterau, que reside en la calle de la Tour-du-Sault, se dirige al barrio de Saint.Esprit, al otro lado del río, donde viven los judíos. El libro, que no parece muy apreciado por los bibliófilos –me costó dos euros-- incluye una sorpresa: un amarillento papel en el que está escrito, arriba a la izquierda, con tinta negra “Autographe de l’écrivain” y luego con tinta azul y letra distinta: “Claude Farrèrre, St-Jean-de-Luz, 1938/9”. A tamaño mayor, y en diagonal, la firma del escritor, del que yo no había oído hablar, autor del prólogo al libro que acabo de adquirir.

            Alzo un momento la vista y de pronto veo que cruza la plaza una figura que me resulta familiar, aunque pocas veces nos hayamos encontrado, Miguel Sánchez-Ostiz. Acabo de leer un libro suyo sobre Baroja y guardo muy buenos recuerdos de su primer diario, La negra provincia de Flaubert, y de la revista Pasajes, que él dirigía, y en la que colaboré. Luego fue tendiendo cada vez más al improperio y al desahogo y dejó de interesarme. Dudo un momento antes de saludarle. Recuerdo vagamente haber dedicado una reseña poco favorable a algún libro suyo y sé de sobra lo rencorosos que son los escritores. Pero de pronto me viene a la memoria el título de una de sus novelas, En Bayona, bajo los porches y encontrarlo aquí me parece un regalo del azar.

            ----Buenos días, Miguel.

            ----Muy buenos días, pero no soy Miguel. Supongo que se refiere usted al escritor. No es la primera vez que me confunden con él, incluso en cierta ocasión estuvieron a punto de molerme a palos unas bestias abertzales a las que había sacado en Las pirañas. Menos mal que logré convencerles de que me llamo Jon, Jon Uribe, y no tengo nada que ver con Sánchez-Ostiz, aunque a saber, porque mi padre también era navarro.

            Yo me había levantado para saludarle. Como vi que era locuaz y no parecía tener prisa, le invité a sentarse y a tomar algo conmigo.

            Lo hizo, pidió un vino y enseguida reparó en el libro sobre la mesa. “Lo he leído, no está mal, son estampas de estas tierras”. Le enseñé el recorte con el autógrafo. Se emocionó al verlo.

----En Saint.Jean-de Luz, y más o menos por esas fechas, se conocieron mis padres gracias precisamente a Claude Farrère. Es una historia curiosa que quizá a usted le interese.

 

ENCUENTRO EN PETIT POINT

Claude Farrère es uno de tantos escritores en su tiempo muy famosos y que hoy han pasado de moda. Un tipo curioso, discípulo y amigo de Pierre Loti, a cuyas órdenes estuvo. Como él, era marino y recorrió medio mundo con la Armada francesa. Claude Farrère no era su nombre, como tampoco Loti se llamaba Loti. Bajo su mando navegó en un navío, el Vautour, durante los años 1903 y 1904. Al lado de Lotí defendió al imperio otomano en las guerras balcánicas. Ambos contribuyeron decisivamente a que Adrianápolis, la actual Edirne, que había sido arrebatada por los búlgaros a Turquía en 1912, le fuera devuelta al año siguiente. Por eso, en 1922 Ataturk recibió en Estambul a Farrère con grandes honores. En 1936 encabezó el apoyo de los intelectuales franceses conservadores a Franco, con quien se entrevistó, como cuenta en su libro Visite aux espagnols; en 1938 fue a Manchuria invitado por el gobierno japonés; saludó a Petain como salvador de la Francia verdadera. Siguió publicando tras la liberación como si tal cosa; siguió siendo un autor de éxito hasta que cambiaron las modas. Hoy no es ni siquiera una figura pintoresca, como lo es su maestro. Pero quizá le estoy aburriendo con estas divagaciones. Sin Farrère, sin Loti y sin Baroja yo no estaría hoy aquí hablando.

Claude Farrère, que tenía casa en San Juan de Luz, coincidió allí con Baroja al comienzo de la guerra civil, cuando todos los pueblos de la costa vasca se llenaron de refugiados de uno y otro signo. Pierre Daguerre refiere muy bien ese ambiente en uno de los capítulos, “Basses eaux”, del libro que acaba usted de comprar. Baroja se alojaba en el hotel Petit Pont, que todavía existe, y hasta allí fue Farrère a pedirle cuentas, irritado por unas declaraciones suyas que había leído en un periódico local y en las que arremetía contra este y aquel, según costumbre, y especialmente contra Pierre Loti.

            ----No le permito a usted que calumnie a un gran hombre. Le exijo que rectifique.

            ----Usted a mí no me exige nada, faltaría más. Y yo no hablo con fantoches que no me hayan sido presentados  --dijo Baroja, o dicen que dijo, y se levantó de la mesa, en la que estaba con algunos admiradores y se retiró a su habitación.

            Farrère llegó acompañado de una señora mayor, que era profesora en un Liceo y estaba escribiendo un libro sobre él, y por dos o tres jovencitas que gustaban de soñar vidas trepidantes en lugares remotos con sus libros en la mano.

            ----¡Vaya español maleducado! --dijo la más guapa de todas.

            ----¡Maleducado su padre que se presenta aquí con exigencias!, le respondió uno de los jóvenes que acompañaban a Baroja, un nacionalista vasco que acababa de cruzar la frontera.

            No sé si Baroja escribió alguna vez sobre Farrère. Si es así, debió hacerlo con su malevolencia habitual. Tenían más o menos la misma edad y los dos había sido elegidos académicos, con cierto escándalo, en 1935. Los dos eran novelistas de éxito, pero el de Farrère, algunos de cuyos títulos habían vendido un millón de ejemplares, no tenía comparación con el de Baroja. Además su vida sí que había sido una vida aventurera y heroica, no como la del español, un señor de mesa camilla. Farrère, que había participado en varias guerras, que se había salvado milagrosamente de un naufragio y de un atentado (en el que murió el presidente de la República francesa al que estaba dedicando un libro), que había participado en más de una intriga política, era el aventurero que a Baroja le habría gustado ser, además de un autor famoso.          

            Creo que no volvieron a verse, La discusión continuó durante largo rato entre aquella jovencita, que había nacido aquí en Bayona, y el nacionalista navarro; él pasaba en poco de los veinte años y ella aún no los había cumplido. Se marcharon furiosos, cada uno por su lado, pero al día siguiente, casualmente se encontraron en el paseo de la playa y la jovencita se acercó súbitamente a Jon. Cuando él, asustado, pensaba que le iba a abofetear, le abrazó y le dio un beso. Un beso fugaz, pero en la boca, algo bastante insólito en aquellos tiempos y en tiempos posteriores. Desde aquel beso, no volvieron a separarse en más de cincuenta años. Se fueron a vivir juntos antes de casarse, sin importarles el escándalo. Buena era mi madre, capaz de ponerse al mundo por montera. “Me acosté llena de furia contra aquel joven impertinente que había insultado al gran escritor y me desperté furiosamente enamorada de él”, me confesó. Pero usted quiere conocer cosas de Farrère, no de mi familia. Un escritor de extrema derecha, cierto. Pero en 1933 creó un comité de ayuda a los judíos que escapaban de Alemania. Y si fue partidario del mariscal Petain, al igual que la mayoría de los franceses en 1940,  no lo ocultó después, como Mitterrand y tantos otros, y se esforzó en defender al héroe apaleado tras la guerra. Hoy nadie lee sus libros, que andan por ahí en las librerías de viejo, pero tiene una calle a su nombre en Estambul. En mi casa estaban todos sus libros, que compraba mi madre, y todos los de Baroja, que compraba mi padre, que nunca le perdió la devoción a pesar de las concesiones del escritor al franquismo.

 

BAROJA ENAMORADO

Pero esta historia tiene un epílogo. A mi madre, Baroja solo la entrevió un momento, pero su imagen se le quedó grabada. Más de una vez se hizo el encontradizo y se la quedaba mirando, no con ojos de viejo verde, sino de tímido adolescente, que es lo que siempre fue. Alguna vez mi madre se acercó a él e intercambiaron algunas palabras amables. Ya muy mayor, mi madre me leyó unos versos de Canciones del suburbio: “Adiós, amiga mía, / no nos veremos más, / el sino nos arrastra / a cambios sin cesar. / No hay quien pueda oponerse / al destino fatal. / Yo tengo que ausentarme, /usted se casará. / Para siempre la vida / nos ha de separar”.

.           “Los escribió pensando en mí”, me dijo. Y añadió: “Es una suerte que tu padre nunca supiera nada de esta historia, porque admiraba tanto al novelista que le creo capaz de hacerse a un lado para dejarle el campo libre, y entonces tú no habrías nacido”.




 

4 comentarios:

  1. Preciosa historia y trama.
    Se puede llegar a comprender que el padre de Jon Uribe, por admiración a Baroja, "se hiciese a un lado" y dejase libre de todo compromiso a su mujer.
    Pero si la esposa, la mamá de Jon Uribe, hipotéticamente cayese luego seducida, espero que fuera por razones de mayor peso que los ripiosos versos reproducidos. Baroja es profuso, inventivo, pero un escritor desaliñado y negligente.

    P.D. Este no es más que un intrascendente comentario de un intrascendente lector. Se avisa a presuntos, acechantes licántropos, que hallarían más sustento en presas suculentas, que abundan por doquier.

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  2. Respondo Carlos, que el día es muy largo con la tibia rota. ¿Dónde está la incuria? ¿ En el novio, la novia, Baroja, Farrere,...?
    Un saludo

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  3. Soy Víctor Menéndez.
    El mismo que viste y calza. Incuria no. Eso tiene otro nombre. Baroja deseado.
    Los fantasmas aparecen por todas partes.

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