viernes, 28 de febrero de 2025

Al servicio de quien me quiera: Mundos dentro del mundo

 

Sábado, 22 de febrero
UN ENCUENTRO

El azar de los paseos sin rumbo por esta pequeña ciudad que parece la capital de la melancolía me lleva hasta la Alameda de los Remedios y allí me encuentro un monolito con el bajorrelieve, toscamente coloreado, de san Inocencio Canoura Arnau. Lleva la palma del martirio.

 ¿Quién será este san Inocencio del que nunca había oído hablar? En seguida me entero de que nació por aquí cerca y que desde los siete años se dedicó a pastorear ovejas, a los catorce ingresó en no sé qué congregación y que en el Real Seminario de Santa Catalina, donde yo me alojo, estudió Filosofía y Teología.

En 1910 se trasladó a Mieres; en 1920 fue ordenado sacerdote. Estuvo destinado en diversas localidades y en septiembre de 1934 volvió a Mieres. El viernes, 5 de octubre, los Hermanos de las Escuelas Cristianas le pidieron que se desplazara a Turón para enseñar el catecismo a unos niños. Comenzó la Revolución de Asturias y lo asesinaron junto a otros compañeros. Fue canonizado por Juan Pablo II en 1999. Y ciertamente merece todos los honores, como cualquier víctima.

Cuando vuelva a mi alojamiento, y pasee por aquel inmenso caserón vacío, seguro que me encuentro con su fantasma.

Domingo, 23 de febrero
DOS LÁPIDAS

Subo la escalera que lleva al Cementerio Viejo de Mondoñedo y lo primero que veo son las tumbas de Manuel Leiras Pulpeiro y Cándido Carreiras. La lápida del primero, costeada por “los hijos de Mondoñedo en Buenos Aires”, lleva un hermoso epitafio, que ya me gustaría a mi merecer: “Amó la verdad y practicó el bien”.  La del segundo, una enigmática inscripción: “Leiras, Leiriñas, ¡chegou a República!”

No tardo en encontrar la explicación. Manuel Leiras y Cándido Carreiras fueron grandes amigos. Los dos eran fervientes republicanos. A Carreiras le cupo el honor, el mayor de su vida, de proclamar la República el 14 de abril desde el balcón del Ayuntamiento. Inmediatamente después de hacerlo. vino hasta aquí, hasta la tumba de su buen amigo, que había muerto en 1912, para darle personalmente la buena noticia. Sus palabras de entonces son las que ahora aparecen escritas en la lápida. Un tardío homenaje, ciertamente. Murió en 1947 y no eran esos tiempos de celebraciones republicanas.

Lunes, 24 de febrero
AQUELLOS INVIERNOS
 

Los inviernos de ahora ya no son los de antes, pero cuando me levando para ver amanecer, según costumbre, está helada esta habitación del seminario en que me alojo.

Recuerdo que una vez, hablando con un escritor gallego algo mayor que yo, y refiriéndome a lo mucho que me gustaba hacer de vez en cuando una breve visita a Mondoñedo para saludar a mi viejo amigo Álvaro Cunqueiro, dijo que a él no le traía más que malos recuerdos. No se imaginaba el infierno como un lugar donde ardían los condenados, sino donde se helaban, como en aquellos tiempos en que muy niño todavía le metieron en el tétrico seminario de Mondoñedo. Sus dos claustros, ciertamente, aún conservan un cierto aire de patio carcelario.

            Pobres niños pobres que por ser un poco más espabilados que los otros, y en busca de una vida mejor para ellos, fueron arrancados de su entorno familiar. Algunos lograron luego escapar del destino clerical impuesto, pero todos quedaron heridos para siempre con la soledad y el frío de tantos inviernos. Y yo pude haber sido uno de ellos.

Martes, 25 de febrero
NO HAS PERDIDO NADA

Uno de los amigos que me acompañan en este viaje (como no tengo coche, he de aprovechar la generosidad ajena), y a los que suelo dejar sentados tomando tranquilamente un café en una de las terrazas frente a la catedral, mientras yo recorro la pequeña ciudad de un extremo a otro, fijándome en todo, fotografiándolo casi todo, me dice: “Podrías haber sido un buen monje”.

Tanto agradecer la suerte que tuve al emigrar mi familia a Avilés y poder estudiar en el instituto Carreño Miranda y no ingresar en el seminario de Coria, como algún otro niño de Aldeanueva, y ahora resulta que la vida monacal no habría sido mala para mí.

Me levanto todos los días a la misma hora, como frugalmente también a las mismas horas, me dedico a leer y a escribir (y a echar una mano a quien lo necesita, aunque a menudo no sirva para mucho) y soy poco amigo de lujos y excesos.

La verdad es que no me costaría nada cumplir con el voto de pobreza y cada vez menos con el de castidad, pero el otro voto, el de obediencia, ese sospecho que me resultaría imposible de cumplir. Bueno, salvo que se trate de obedecer a mi conciencia, a la que he procurado no desobedecer nunca. Lo de creer o no creer en Dios –esa fascinante creación de la fantasía humana-- no creo que tuviera mucha importancia.

En Suiza, a las afueras de Lausana, me encontré con la sede central de una nueva orden cristiana que tenía como lema: “Si has perdió la fe, pero no la esperanza ni la caridad, no has perdido nada”. Si la has perdido o nunca la has tenido, como es mi caso, añadiría yo.

Miércoles, 26 de febrero
TESTIGO INCÓMODO

“¿Ah, pero estabas aquí?”, me dice Enrique Bueres cuando, tras la presentación de Lo propio y lo ajeno, me acerco a entregarle mi libro sobre Aldeanueva. “Estaba, estaba”, respondo yo sonriendo maliciosamente.

            Hay quien afirma que, si los amigos escucharan lo que decimos de ellos cuando no están presentes, dejaríamos de tener amigos. En mi caso, no creo que sea del todo cierto. Suelo hablar tan mal, o tan bien, de los amigos ausentes como cuando están presentes. La hipocresía no se encuentre entre mis virtudes.

            Si mi buen amigo. desde los tiempos prehistóricos de Óliver en que nos llevaba a su programa “El expreso de medianoche”, se demudó un poco al enterarse de que había asistido a la presentación, no fue porque hablara mal de mi. Se limitó a bajar un poco la voz, como pidiendo disculpas, cuando no tenía más remedio que citarme como director de la “difunta” (fue el único adjetivo que le dedicó) revista Clarín en la que se publicaron las crónicas que un cuarto de siglo después reúne en volumen. La presentación era en un sitio en el que no gozo de muchas simpatías –la sede del periódico en el que colaboré bastantes años y que me vetó cuando pasé a colaborar en otro-- y no quería desentonar.

            Lo que me convirtió en un testigo incómodo, por decirlo así, fue que cuando le tocó hablar de premios literarios repitió, casi con puntos y con comas, lo que le había oído decir a Santos Sanz Villanueva poco antes en un coloquio organizado por la Fundación Telefónica. Está grabado y en la página de la fundación y cualquiera que lo dude puede comprobarlo. Yo no suelo escuchar esas cosas, pero esta vez sí lo hice porque el miércoles pasado lo compartió el propio Bueres en nuestra tertulia virtual.

            Por supuesto, no citó ni una vez a Sanz Villanueva y todo el mundo creyó que hablaba por propia experiencia cuando contó la anécdota de Gamoneda en que este, no conforme con la selección previa, pidió todos los libros que se habían presentado al concurso y estuvo dos días encerrado leyéndolos. O cuando habló de lo poco que cobraban los seleccionadores, casi todos profesores de literatura que en su opinión (la de Bueres repitiendo a Sanz Villanueva) suelen rechazar los libros mejores y menos convencionales.

            Lo que me molestó de este curioso copieteo oral, no fue que el bueno de Bueres hablara por boca de ganso, sino que plagiara a Sanz Villanueva y no a mí, a quien ha oído decir cosas bastante más matizadas y sensatas acerca de los premios.

            No nos vemos. Criticamos en los demás nuestros propios defectos, invisibles para nosotros mismos. Enrique Bueres arremete contra los periodistas que se meten a escritores y se aprovechan de su fama y de sus relaciones para promocionarse. Exactamente lo que ha hecho él con esta recopilación de viejas crónicas encargadas por Clarín (y que no tendrán continuación: hace tiempo que ha dejado de ser el periodista impertinente que fue), sacando los réditos de sus treinta años en el mundo de los medios de comunicación y de su capacidad de llevarse bien con todos los que tienen algún poder mediático, grande o pequeño.  

Sospecho que su caso tiene más que ver –salvando las distancias, claro-- con los de Sonsoles Onega o Paz Padilla (la famosa autora de Ustedes se preguntarán cómo he llegado hasta aquí), que con los de José Cereijo o su tan admirado, y admirable, Andrés Trapiello. 

Jueves, 27 de febrero
JARDINES SECRETOS

No me gusta viajar, pero me gusta haber viajado, aunque sea solo un breve paseo por los alrededores. No me gusta dormir fuera de casa, aunque sea solo una noche, pero cómo me alegra haber dormido en el Real Seminario de Santa Catalina, haberme levantado temprano, haber recorrido todas y cada una de las calles de Mondoñedo, como uno de esos coches de google maps que fotografían el mundo, y recordar ahora mi favorita, aquel callejón entre altos muros, tras los que se adivinaban jardines secretos, y al fondo, asomándose poco a poco, la iglesia de Santiago, dorada por el primer sol.

 

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