Sábado, 22 de febrero
UN ENCUENTRO
El azar de los paseos sin
rumbo por esta pequeña ciudad que parece la capital de la melancolía me lleva
hasta la Alameda de los Remedios y allí me encuentro un monolito con el
bajorrelieve, toscamente coloreado, de san Inocencio Canoura Arnau. Lleva la
palma del martirio.
¿Quién será este san Inocencio del que nunca
había oído hablar? En seguida me entero de que nació por aquí cerca y que desde
los siete años se dedicó a pastorear ovejas, a los catorce ingresó en no sé qué
congregación y que en el Real Seminario de Santa Catalina, donde yo me alojo,
estudió Filosofía y Teología.
En
1910 se trasladó a Mieres; en 1920 fue ordenado sacerdote. Estuvo destinado en
diversas localidades y en septiembre de 1934 volvió a Mieres. El viernes, 5 de
octubre, los Hermanos de las Escuelas Cristianas le pidieron que se desplazara
a Turón para enseñar el catecismo a unos niños. Comenzó la Revolución de
Asturias y lo asesinaron junto a otros compañeros. Fue canonizado por Juan
Pablo II en 1999. Y ciertamente merece todos los honores, como cualquier
víctima.
Cuando
vuelva a mi alojamiento, y pasee por aquel inmenso caserón vacío, seguro que me
encuentro con su fantasma.
Domingo, 23 de febrero
DOS LÁPIDAS
Subo la escalera que lleva al
Cementerio Viejo de Mondoñedo y lo primero que veo son las tumbas de Manuel
Leiras Pulpeiro y Cándido Carreiras. La lápida del primero, costeada por “los
hijos de Mondoñedo en Buenos Aires”, lleva un hermoso epitafio, que ya me
gustaría a mi merecer: “Amó la verdad y practicó el bien”. La del segundo, una enigmática inscripción:
“Leiras, Leiriñas, ¡chegou a República!”
No
tardo en encontrar la explicación. Manuel Leiras y Cándido Carreiras fueron
grandes amigos. Los dos eran fervientes republicanos. A Carreiras le cupo el
honor, el mayor de su vida, de proclamar la República el 14 de abril desde el
balcón del Ayuntamiento. Inmediatamente después de hacerlo. vino hasta aquí,
hasta la tumba de su buen amigo, que había muerto en 1912, para darle
personalmente la buena noticia. Sus palabras de entonces son las que ahora
aparecen escritas en la lápida. Un tardío homenaje, ciertamente. Murió en 1947
y no eran esos tiempos de celebraciones republicanas.
Lunes, 24 de febrero
AQUELLOS INVIERNOS
Los inviernos de ahora ya no
son los de antes, pero cuando me levando para ver amanecer, según costumbre,
está helada esta habitación del seminario en que me alojo.
Recuerdo
que una vez, hablando con un escritor gallego algo mayor que yo, y refiriéndome
a lo mucho que me gustaba hacer de vez en cuando una breve visita a Mondoñedo
para saludar a mi viejo amigo Álvaro Cunqueiro, dijo que a él no le traía más
que malos recuerdos. No se imaginaba el infierno como un lugar donde ardían los
condenados, sino donde se helaban, como en aquellos tiempos en que muy niño
todavía le metieron en el tétrico seminario de Mondoñedo. Sus dos claustros,
ciertamente, aún conservan un cierto aire de patio carcelario.
Pobres niños pobres que por ser un poco más espabilados
que los otros, y en busca de una vida mejor para ellos, fueron arrancados de su
entorno familiar. Algunos lograron luego escapar del destino clerical impuesto,
pero todos quedaron heridos para siempre con la soledad y el frío de tantos
inviernos. Y yo pude haber sido uno de ellos.
Martes, 25 de febrero
NO HAS PERDIDO NADA
Uno de los amigos que me
acompañan en este viaje (como no tengo coche, he de aprovechar la generosidad
ajena), y a los que suelo dejar sentados tomando tranquilamente un café en una
de las terrazas frente a la catedral, mientras yo recorro la pequeña ciudad de
un extremo a otro, fijándome en todo, fotografiándolo casi todo, me dice:
“Podrías haber sido un buen monje”.
Tanto
agradecer la suerte que tuve al emigrar mi familia a Avilés y poder estudiar en
el instituto Carreño Miranda y no ingresar en el seminario de Coria, como algún
otro niño de Aldeanueva, y ahora resulta que la vida monacal no habría sido
mala para mí.
Me
levanto todos los días a la misma hora, como frugalmente también a las mismas
horas, me dedico a leer y a escribir (y a echar una mano a quien lo necesita,
aunque a menudo no sirva para mucho) y soy poco amigo de lujos y excesos.
La
verdad es que no me costaría nada cumplir con el voto de pobreza y cada vez
menos con el de castidad, pero el otro voto, el de obediencia, ese sospecho que
me resultaría imposible de cumplir. Bueno, salvo que se trate de obedecer a mi
conciencia, a la que he procurado no desobedecer nunca. Lo de creer o no creer
en Dios –esa fascinante creación de la fantasía humana-- no creo que tuviera
mucha importancia.
En
Suiza, a las afueras de Lausana, me encontré con la sede central de una nueva
orden cristiana que tenía como lema: “Si has perdió la fe, pero no la esperanza
ni la caridad, no has perdido nada”. Si la has perdido o nunca la has tenido,
como es mi caso, añadiría yo.
Miércoles, 26 de febrero
TESTIGO INCÓMODO
“¿Ah, pero estabas aquí?”, me
dice Enrique Bueres cuando, tras la presentación de Lo propio y lo ajeno,
me acerco a entregarle mi libro sobre Aldeanueva. “Estaba, estaba”, respondo yo
sonriendo maliciosamente.
Hay quien afirma que, si los amigos escucharan lo que
decimos de ellos cuando no están presentes, dejaríamos de tener amigos. En mi
caso, no creo que sea del todo cierto. Suelo hablar tan mal, o tan bien, de los
amigos ausentes como cuando están presentes. La hipocresía no se encuentre
entre mis virtudes.
Si mi buen amigo. desde los tiempos prehistóricos de
Óliver en que nos llevaba a su programa “El expreso de medianoche”, se demudó
un poco al enterarse de que había asistido a la presentación, no fue porque
hablara mal de mi. Se limitó a bajar un poco la voz, como pidiendo disculpas,
cuando no tenía más remedio que citarme como director de la “difunta” (fue el
único adjetivo que le dedicó) revista Clarín en la que se publicaron las
crónicas que un cuarto de siglo después reúne en volumen. La presentación era
en un sitio en el que no gozo de muchas simpatías –la sede del periódico en el
que colaboré bastantes años y que me vetó cuando pasé a colaborar en otro-- y
no quería desentonar.
Lo que me convirtió en un testigo incómodo, por decirlo
así, fue que cuando le tocó hablar de premios literarios repitió, casi con
puntos y con comas, lo que le había oído decir a Santos Sanz Villanueva poco
antes en un coloquio organizado por la Fundación Telefónica. Está grabado y en la
página de la fundación y cualquiera que lo dude puede comprobarlo. Yo no suelo
escuchar esas cosas, pero esta vez sí lo hice porque el miércoles pasado lo
compartió el propio Bueres en nuestra tertulia virtual.
Por supuesto, no citó ni una vez a Sanz Villanueva y todo
el mundo creyó que hablaba por propia experiencia cuando contó la anécdota de
Gamoneda en que este, no conforme con la selección previa, pidió todos los
libros que se habían presentado al concurso y estuvo dos días encerrado
leyéndolos. O cuando habló de lo poco que cobraban los seleccionadores, casi
todos profesores de literatura que en su opinión (la de Bueres repitiendo a
Sanz Villanueva) suelen rechazar los libros mejores y menos convencionales.
Lo que me molestó de este curioso copieteo oral, no fue
que el bueno de Bueres hablara por boca de ganso, sino que plagiara a Sanz
Villanueva y no a mí, a quien ha oído decir cosas bastante más matizadas y
sensatas acerca de los premios.
No nos vemos. Criticamos en los demás nuestros propios
defectos, invisibles para nosotros mismos. Enrique Bueres arremete contra los
periodistas que se meten a escritores y se aprovechan de su fama y de sus
relaciones para promocionarse. Exactamente lo que ha hecho él con esta
recopilación de viejas crónicas encargadas por Clarín (y que no tendrán
continuación: hace tiempo que ha dejado de ser el periodista impertinente que
fue), sacando los réditos de sus treinta años en el mundo de los medios de
comunicación y de su capacidad de llevarse bien con todos los que tienen algún
poder mediático, grande o pequeño.
Sospecho
que su caso tiene más que ver –salvando las distancias, claro-- con los de
Sonsoles Onega o Paz Padilla (la famosa autora de Ustedes se preguntarán cómo
he llegado hasta aquí), que con los de José Cereijo o su tan admirado, y
admirable, Andrés Trapiello.
Jueves, 27 de febrero
JARDINES SECRETOS
No me gusta viajar, pero me
gusta haber viajado, aunque sea solo un breve paseo por los alrededores. No me
gusta dormir fuera de casa, aunque sea solo una noche, pero cómo me alegra
haber dormido en el Real Seminario de Santa Catalina, haberme levantado temprano,
haber recorrido todas y cada una de las calles de Mondoñedo, como uno de esos
coches de google maps que fotografían el mundo, y recordar ahora mi
favorita, aquel callejón entre altos muros, tras los que se adivinaban jardines
secretos, y al fondo, asomándose poco a poco, la iglesia de Santiago, dorada
por el primer sol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario