sábado, 16 de noviembre de 2024

Al servicio de quien me quiera: El linchamiento como una de las bellas artes.

 

Sábado, 9 de noviembre
SOLO UNA VEZ

Si yo escribiera un libro titulado Mis encuentros con gente importante, me parece que tendría muy pocas páginas  He admirado a muchos escritores contemporáneos (ahora mi capacidad de admiración se ha reducido un poco), pero nunca he sido un mitómano, nunca he buscado la manera de acercarme a ellos ni se me ha ocurrido, si coincidíamos, pedirles una dedicatoria. Las que tengo, bastantes, fueron siempre ofrecimiento de los autores (y algunos de esos libros, para desdoro mío, andan rodando por las librerías de viejo). Solo una vez pedí una dedicatoria a un escritor admirado, muy admirado, y pocos minutos después arranqué la hoja, la hice pedazos y la arrojé a la papelera.

            De los escritores del 27, a los únicos que conocí personalmente fue a Gerardo Diego y a Dámaso Alonso, y a los dos porque pasaron por Avilés, no porque yo me desplazara para verlos.

Dámaso Alonso vino a dar una conferencia, sobre no recuerdo qué aspecto de la poesía del Siglo de Oro, a la biblioteca Bances Candamo que entonces estaba en el número 3 de la calle Jovellanos (como indica el titulo del poema en que hablo de ella). Yo tenía diecisiete años y había leído, no solo su poesía, sino la mayor parte de sus ensayos sobre literatura. Mi preferido era el libro Poesía española (ensayo de métodos y límites estilísticos), en el que había aprendido la música y la magia (y hasta los trucos) de la versificación clásica. El que llevé a la conferencia era otro, Poetas españoles contemporáneos. Al final me acerqué tímidamente para pedirle que me lo firmara. Me recibió con muy malos modos, como un viejo cascarrabias. No es que hubiera una gran cola que pudiera molestarle. Yo era el único que había traído un libro suyo y, casi seguro, el único que ya había leído aquella conferencia que no era más que un refrito de un trabajo previamente publicado, creo recordar que en Ínsula. Me retiraba avergonzado cuando intervino Antonio Ripoll, director de la biblioteca: “Perdone la molestia, pero es nuestro mejor lector”. Y cogió el libro de mis manos y se lo acercó al ilustre director de la Academia de la Lengua. Este sacó un bolígrafo y sin mirarme hizo un garabato en la primera página. Nada más salir de la biblioteca, arranqué yo esa página, la rompí en pedazos y la arrojé a la papelera. No sé si me vio hacerlo, me hubiera gustado que sí.

 A Dámaso Alonso, por supuesto, seguí leyéndolo y admirándolo. Pero me alegro mucho de no haber tenido ocasión de volver a verle.

Domingo, 10 de noviembre
POLVO EN LA SOMBRA

Tras leer lo que cuento hoy sobre mi intervención en el libro de Ángel González Otoños y otras luces, me llama un amigo: “Tengo algo que enseñarte. ¿Tomamos un café esta tarde?”.

Quedamos en mi lugar de lectura habitual antes de ir al cine, el McDonald’s de Los Prados. Sus empleados son los más gentiles que he conocido. Nada más verme acercarme, ya me preparan mi café con leche, nunca tengo que esperar cola.

            --¿Así que fuiste tú quien eliminaste dos de los poemas de Ángel González de su poesía completa?

            --¿Cómo dices? Yo no he eliminado nada.

            Me enseña la fotocopia de una página de El Comercio, publicada el 15 de septiembre de 2008, que lleva el título de “Dos poemas que Ángel González nunca incluyó en sus libros desvelan su lado más autocrítico”.

            ---Esos poemas, según se indica en el artículo, formaban parte del original de Otoños y otras luces que el poeta entregó a Emilio Alarcos para su revisión. Este no pudo aconsejarle descartarlos puesto que los incluyó en la conferencia sobre él que dio en la universidad de Salamanca con motivo del premio Reina Sofía. Seguro que lo hiciste tú cuando te pasó el libro, tras la muerte de Alarcos, para la revisión final.

            ---¡Nunca me atrevería a sugerirle tal cosa! Me limité, como he contado, a algunos aspectos de la edición. Si hubiera recordado esos poemas, sobre todo “Polvo en la sombra” (el otro me interesa menos), que yo mismo publiqué en Clarín, le habría preguntado por las razones de la eliminación. No creo que los hubiera olvidado. Eran poemas recientes y siempre escribió más bien poco. Quizá no acababa de gustarle el humor macabro que refleja el título de uno de ellos, una variación del “polvo serán, mas polvo enamorado” quevediano. Pero son poemas que no deberían faltar en una edición de su poesía completa.

Miércoles, 13 de noviembre
LEY DE LYNCH

En los Estados Unidos del siglo XIX y comienzos del XX, si una mujer blanca afirmaba haber sufrido abusos sexuales por parte de un hombre negro, de inmediato se formaba una partida de aguerridos defensores de la moralidad dispuestos a colgar de un árbol, después de haberle dado una buena paliza, al primer negro que encontraran. El linchamiento estaba bien visto: era la más rápida y eficaz aplicación de la justicia. Ahora hemos recuperado esa costumbre. Pero la ley de Lynch 2.0 es una poco más civilizada: ya no se cuelga de un árbol, solo se condena a muerte civil, y el agresor no tiene por qué ser negro ni inmigrante, aunque eso siempre ayuda, puede ser blanco y si además ocupa un cargo político, miel sobre hojuelas, para decirlo con una expresión que tiene el mismo sabor tradicional.

            Un amigo me envía una página de Instagram en la que una joven anónima acusa a otro amigo (mío, pero no del que envía la página) de haber abusado sexualmente de ella. No da el nombre, solo las iniciales, pero sí todos los datos necesarios para que cualquiera que le conozca sepa de quién se trata.

¿Es verdadero su testimonio? Pues no lo sé. Verosímil sí parece. Pero las mentiras inventadas con afán de venganza siempre lo son. Solo la verdad puede darse el lujo de ser, o parecer, inverosímil.

            Hemos vuelto a los tiempos de la Inquisición o, por no irnos tan lejos, al Madrid de los primeros meses de la guerra civil o de los primeros años de posguerra, cuando bastaba una denuncia anónima (“no come carne de cerdo”, “es un quintacolumnista”, “votó al Frente Popular”) para la hoguera, el paseo o los largos años de cárcel.

            ¿Quiero esto decir que yo disculpo a quienes tienen relaciones sexuales con otra persona sin su pleno consentimiento? En absoluto. Si no son capaces de seducir a nadie en buena ley, que las tengan consigo mismos, que ahí siempre tendrán asegurado el consentimiento.

            Yo siempre estoy del lado de las víctimas. Pero de todas las víctimas: de las que son objeto del más mínimo abuso (no hablamos ahora de los israelíes asesinados o secuestrados por Hamás ni de los palestinos asesinados o secuestrados, ellos dicen encarcelados, por Israel) y de las que son objeto de difamación o calumnia.

            Denuncia anónima, no; denuncia pública donde corresponda con nombre y apellidos y cargando con las consecuencias si es falsa. Claro que si el acusado es un político, da igual que sea falsa o verdadera. Ya está sentenciado, y sin apelación posible, por la nueva ley de Lynch 2.0. 

Jueves, 14 de noviembre
CERO EN DIPLOMACIA

Fue como uno de esos banquetes de boda que duran tres o cuatro horas y en los que la cortesía obliga a no levantarse de la mesa y a no dejar nada en el plato. Cierto que el menú era de buena calidad, aunque un tanto contundente y con salsas algo repetitivas (el postre compensó un poco).

Habría que hacer un protocolo de las presentaciones, no confundirlas con una serie de ponencias sobre el mismo tema, y limitar la duración, sobre todo si el público está de pie y cautivo (la puerta de escape no estaba al fondo, como es habitual, para poder irse discretamente, sino detrás del presentado y los presentadores).

 Yo miraba a Ana, la hija del autor. “En cuanto ella se canse y salga, yo salgo tras ella”, me decía. Pero aguantó a todos sin rechistar. ¡Y tiene ocho años! Está visto que hasta los niños son más pacientes que yo.

            Se presentaba una biografía de Alejandro Casona y su autor es uno de mis más seguros amigos y una de las mejores personas que conozco, Alfonso López Alfonso, “en el buen sentido de la palabra, bueno”, como decía Machado (yo lo soy en el otro sentido), así que al final puse mi mejor cara y fui a felicitarle por la magnífica presentación y para agradecerle que me mencionara (junto a Antonio Fernández Insuela) como uno de sus maestros (en erudición y gestión del tiempo, ha aprendido más de Insuela que de mí). Pero me temo que no conseguí disimular lo suficiente y le agüé un poco la merecida fiesta.

            “Mal maestro aquel al que no superan sus discípulos”, dijo Eugenio d’Ors. Si eso es cierto, yo soy bastante mal maestro, porque hay dos cosas en las que ningún discípulo me superará nunca: en impaciencia y en impertinencia.

 

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