sábado, 4 de marzo de 2023

En la retaguardia: Nadie conoce a nadie

 

Sábado, 25 de febrero
CORAZONES ROTOS

Conocí esta historia en 1990. Me la contó Emilio Alarcos durante un curso de verano en Laredo. Allí coincidí fugazmente con Claudio Rodríguez y más tiempo con José Agustín Goytisolo. Acompañaba a su padre Miguel Alarcos, que entonces tenía poco más de diez años, pero que de vez en cuando intervenía en los coloquios sobre la poesía del cincuenta con mucho más tino que la mayoría de asistentes. “A mí este Miguel, tan genial, me asusta un poco”, me dijo un día Goytisolo durante el desayuno, poco antes de que el pequeño Alarcos bajara a leernos el poema que, como cada mañana, acababa de escribir.

            —Ángel González tiene dos hijas, que le llaman tío Ángel y que le quieren y a las que quiere mucho. La madre estaba casada con un militar y llevan su apellido. Fue el gran amor de su vida. Cuando se marchó a América, le propuso a María acompañarle, pero ella no quiso o no pudo o no se atrevió.

            Esto fue lo que me contó Emilio Alarcos, aunque estas no fueran exactamente sus palabras. Era una historia secreta y secreta se mantuvo hasta hoy. Leo la información sobre el homenaje que el próximo lunes le va a tributar el Instituto Cervantes a Ángel González. En él participarán, además de García Montero, Araceli Iravedra y el rector de la Universidad de Oviedo, amigos y familiares del poeta. Pero no veo el nombre de su viuda, sino los de María y Cristina, las hijas, aunque no figuran como tales —todavía no lo son en los papeles—, sino la primera como “ahijada”.

            Desde que Alarcos me reveló el secreto, comprendo mejor el poso de tristeza y amargura que hay en muchos de los versos del poeta. “Llevaba las fotos de las niñas en la cartera”, me dijo Chus Visor. Nunca hablamos de ello, por supuesto. Pero a mí siempre me ha dolido (no sé por qué, o sí) esa historia de una familia que pudo haber sido y no fue. La historia de mi vida. 

Domingo, 26 de febrero
INCLUSO

Solo somos invulnerables antes de nacer; incluso después de muertos se nos puede hacer daño, un daño que sufren los que más nos quieren.

Martes, 28 de febrero
EN LA BIBLIOTECA

Paso con Abelardo Linares por la Biblioteca del Fontán para ultimar detalles de la exposición sobre la revista Clarín que se inaugura el próximo día 10. Subimos con Juan Miguel, el director, hasta el Sancta Sanctorum, donde se encuentra el despacho de Leopoldo Alas, su biblioteca y sus papeles, y también mi legado. Qué orgulloso me siento de estar allí. Soy bastante vanidoso (aunque, como en tantas otras cosas, algo menos de lo que presumo), pero no lo cambiaría por ningún relumbrón más o menos municipal y espeso. Soy lo que soy gracias a una biblioteca pública, la Bances Candamo de Avilés, y en esta de Oviedo, cuando estaba en Porlier, pasé muchas horas. Fueron más mi universidad que la universidad. Que dentro de cien o doscientos años, quien se interese por mí encuentre aquí buena parte de mí (como yo encontré lo mejor de quienes me antecedieron) es el mejor premio que me puedan conceder.

            Abelardo Linares, librero de viejo y coleccionista, es menos de bibliotecas públicas. “Yo donar no donaré nada, estoy en tratos con el Ayuntamiento de Sevilla para la compra de mis libros, que buenos dineros me costaron”. Yo sonrío: lleva en esos tratos —no sé cuántos millones de euros pide por su espléndida biblioteca— desde que le conozco. Y desde que le conozco, desde hace más de cuarenta años, llevamos discutiendo de poesía en particular y del mundo en general.

            Juan Miguel nos señala un número en la última de las carpetas que guardan mi correspondencia: 945. “No es el número de cartas, que son bastantes más, sino el de corresponsales”, nos dice. Y yo me asombro de haber estado en contacto con tanta gente. Le pido que busque las cartas de Abelardo para enseñárselas. “En mi casa —le digo—, no habría podido encontrarlas. Aquí todo está ordenado y al alcance de la mano. Yo no he hecho una donación a la biblioteca, la biblioteca me ha hecho un regalo a mí: al catalogar y custodiar para siempre”.

            Leo, seleccionada al azar, una de las cartas de Abelardo. Está fechada en Sevilla el 9 de enero de 1984: “Tu libro va a ayudar a que todo siga —con ligeras variaciones— tal como está: confuso. Prefiero no decirte concretamente qué me parece bien y qué me parece mal, pero en todo caso no se ve por ninguna parte un proyecto de lo que es y podría ser la poesía —especialmente la joven— y tus ‘muletillas’ o ‘latiguillos’ críticos son muy a menudo enfadosos e intemperantes: ‘poeta menor’, ‘virtudes y defectos’, ‘no del todo desdeñable’… Para serte sincero, cosa que sé agradecerás, tu libro me ha decepcionado. Eres sin duda un lector paciente y un hombre de inteligencia, pero el poeta que quisieras ser limita y distorsiona al crítico que eres”

            ¡Y luego soy yo el que tiene fama de duro y de no andarme con paños calientes! El libro en cuestión es Poesía española 1982-1983. Por mucho menos, el ecuánime Juan Manuel Bonet volvió la cabeza y se negó a saludarme cuando nos encontramos en el Palacio Real y Martín López-Vega respondió con un rotundo “¡Vete a la mierda!” a mi reseña de su último libro.

Miércoles, 1 de marzo
EL MAL QUE HACEMOS

Ayer, al final de la presentación de Elogio de la cordura, se me acercó para que le firmara un ejemplar alguien que no conocía, pero cuya cara me resultaba vagamente familiar. “Soy el padre de Daniel Ramos. Le conocía, ¿verdad? Me gustaría, si le parece bien, que el libro se lo dedique a él”.

Daniel Ramos Sánchez asistió durante un tiempo con cierta frecuencia a la tertulia, colaboró en Clarín, traducía a la perfección de varios idiomas, era una de las personas más cultas que he conocido y murió inesperada y súbitamente hace unos meses. “Me gustaría poder enviarle algunas de sus escritos”, me dijo el padre. “Los leeré con gusto, seguro que ha dejado cosas valiosas”. Cuanto me enteré de su muerte —a poco de recibir, no sé si la primera o la segunda dosis de Pfizer—, sentí, junto al dolor, algo de mala conciencia: en la última carta que me escribió, me reprochaba algo que yo había dicho en la tertulia y que le había herido. Me disculpé por escrito, pero no tuve ocasión de hacerlo personalmente.

            Intencionadamente, yo creo que he hecho poco o ningún daño a nadie, pero cuánto por torpeza. Y no tengo en cuenta, por supuesto, las vanidades heridas. Las malas críticas, las críticas negativas, por muy injustas que nos parezcan (yo trato siempre de ser justo), no son más que gajes del oficio. Y el que no quiera recibirlas nunca, lo tiene fácil: le basta con publicar sus versos en edición privada solo para amigos. O sea que el daño a la vanidad de los Bonet, los Gimferreres o los Gamonedas me preocupa poco. Otras heridas que causé son las que no me dejan dormir.

Jueves, 2 de marzo
GRACIAS, DANI

Esta mañana, después de una noche de mal dormir y pesadillas un amigo caía al abismo y yo le alargaba inútilmente la mano, volví a pensar en Dani. “Ha desaparecido la correspondencia epistolar”, claman los agoreros y los articulistas sin ideas. Pues no, solo se ha metamorfoseado. En papel, me costaría encontrar la carta de Daniel Ramos, pero en unos segundos la encuentro en el teléfono.

“Buenos días, José Luis: Me acabo de acordar de ti hace un rato. Acabo de hablar con el médico y he vuelto con noticias decepcionantes. Tengo que renunciar a un lectorado que me habían concedido en una universidad en el extranjero porque no se garantiza que pueda estar controlado y atendido médicamente. Me da un poco de pena y rabia pero lo asumo porque probablemente no era tan maravilloso como yo me estaba imaginando. Pero, yo qué sé, me apetecía hacerlo. Te escribo esto para ilustrarte sobre cómo es la realidad de mi vida. He estado pensando mucho estos días sobre el hecho que el viernes me pusieras de ejemplo de personas que, aun teniendo potencial, no logran hacer nada con su vida. Es solo eso, para que veas que a veces hay que saber más sobre las personas antes de emitir juicios en alto sobre ellas. Quizás solo te estoy escribiendo para desahogar la frustración, pero de alguna manera aquellas palabras, contempladas ahora en perspectiva, duelen un poco más. Mi intención no es  mandarte una pulla, ni echarte en cara nada. Ese no es mi estilo. Es más, odio es clase de comportamientos retorcidos.  Es para aprendas algo de las personas, como tantísimas veces he aprendido yo de ti sobre la literatura y otros muchos temas. Siempre se tiene edad para hacerlo Un abrazo con cariño”.

            Soy un mal alumno, Dani, y a veces se me olvida tu hermosa lección. 


 

 

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