Sábado, 25 de
febrero
CORAZONES ROTOS
Conocí esta historia en 1990. Me la contó Emilio Alarcos
durante un curso de verano en Laredo. Allí coincidí fugazmente con Claudio
Rodríguez y más tiempo con José Agustín Goytisolo. Acompañaba a su padre Miguel
Alarcos, que entonces tenía poco más de diez años, pero que de vez en cuando
intervenía en los coloquios sobre la poesía del cincuenta con mucho más tino
que la mayoría de asistentes. “A mí este Miguel, tan genial, me asusta un
poco”, me dijo un día Goytisolo durante el desayuno, poco antes de que el
pequeño Alarcos bajara a leernos el poema que, como cada mañana, acababa de
escribir.
—Ángel González tiene dos hijas,
que le llaman tío Ángel y que le quieren y a las que quiere mucho. La madre estaba
casada con un militar y llevan su apellido. Fue el gran amor de su vida. Cuando
se marchó a América, le propuso a María acompañarle, pero ella no quiso o no
pudo o no se atrevió.
Esto fue lo que me contó Emilio
Alarcos, aunque estas no fueran exactamente sus palabras. Era una historia
secreta y secreta se mantuvo hasta hoy. Leo la información sobre el homenaje
que el próximo lunes le va a tributar el Instituto Cervantes a Ángel González.
En él participarán, además de García Montero, Araceli Iravedra y el rector de
la Universidad de Oviedo, amigos y familiares del poeta. Pero no veo el nombre
de su viuda, sino los de María y Cristina, las hijas, aunque no figuran como
tales —todavía no lo son en los papeles—, sino la primera como “ahijada”.
Desde que Alarcos me reveló el
secreto, comprendo mejor el poso de tristeza y amargura que hay en muchos de
los versos del poeta. “Llevaba las fotos de las niñas en la cartera”, me dijo
Chus Visor. Nunca hablamos de ello, por supuesto. Pero a mí siempre me ha
dolido (no sé por qué, o sí) esa historia de una familia que pudo haber sido y
no fue. La historia de mi vida.
Domingo, 26 de
febrero
INCLUSO
Solo somos invulnerables antes de nacer; incluso después de muertos
se nos puede hacer daño, un daño que sufren los que más nos quieren.
Martes, 28 de
febrero
EN LA BIBLIOTECA
Paso con Abelardo Linares por la Biblioteca del Fontán para
ultimar detalles de la exposición sobre la revista Clarín que se
inaugura el próximo día 10. Subimos con Juan Miguel, el director, hasta el Sancta
Sanctorum, donde se encuentra el despacho de Leopoldo Alas, su biblioteca y
sus papeles, y también mi legado. Qué orgulloso me siento de estar allí. Soy
bastante vanidoso (aunque, como en tantas otras cosas, algo menos de lo que
presumo), pero no lo cambiaría por ningún relumbrón más o menos municipal y
espeso. Soy lo que soy gracias a una biblioteca pública, la Bances Candamo de
Avilés, y en esta de Oviedo, cuando estaba en Porlier, pasé muchas horas.
Fueron más mi universidad que la universidad. Que dentro de cien o doscientos
años, quien se interese por mí encuentre aquí buena parte de mí (como yo
encontré lo mejor de quienes me antecedieron) es el mejor premio que me puedan
conceder.
Abelardo
Linares, librero de viejo y coleccionista, es menos de bibliotecas públicas.
“Yo donar no donaré nada, estoy en tratos con el Ayuntamiento de Sevilla para
la compra de mis libros, que buenos dineros me costaron”. Yo sonrío: lleva en
esos tratos —no sé cuántos
millones de euros pide por su espléndida biblioteca— desde que le conozco. Y
desde que le conozco, desde hace más de cuarenta años, llevamos discutiendo de
poesía en particular y del mundo en general.
Juan Miguel nos señala un número en
la última de las carpetas que guardan mi correspondencia: 945. “No es el número
de cartas, que son bastantes más, sino el de corresponsales”, nos dice. Y yo me
asombro de haber estado en contacto con tanta gente. Le pido que busque las
cartas de Abelardo para enseñárselas. “En mi casa —le digo—, no habría podido
encontrarlas. Aquí todo está ordenado y al alcance de la mano. Yo no he hecho
una donación a la biblioteca, la biblioteca me ha hecho un regalo a mí: al
catalogar y custodiar para siempre”.
Leo, seleccionada al azar, una de
las cartas de Abelardo. Está fechada en Sevilla el 9 de enero de 1984: “Tu
libro va a ayudar a que todo siga —con ligeras variaciones— tal como está:
confuso. Prefiero no decirte concretamente qué me parece bien y qué me parece
mal, pero en todo caso no se ve por ninguna parte un proyecto de lo que es y
podría ser la poesía —especialmente la joven— y tus ‘muletillas’ o
‘latiguillos’ críticos son muy a menudo enfadosos e intemperantes: ‘poeta
menor’, ‘virtudes y defectos’, ‘no del todo desdeñable’… Para serte sincero,
cosa que sé agradecerás, tu libro me ha decepcionado. Eres sin duda un lector
paciente y un hombre de inteligencia, pero el poeta que quisieras ser limita y
distorsiona al crítico que eres”
¡Y luego soy yo el que tiene fama de duro y de no andarme con paños calientes! El libro en cuestión es Poesía española 1982-1983. Por mucho menos, el ecuánime Juan Manuel Bonet volvió la cabeza y se negó a saludarme cuando nos encontramos en el Palacio Real y Martín López-Vega respondió con un rotundo “¡Vete a la mierda!” a mi reseña de su último libro.
Miércoles, 1 de
marzo
EL MAL QUE HACEMOS
Ayer, al final de la presentación de Elogio de la cordura,
se me acercó para que le firmara un ejemplar alguien que no conocía, pero cuya
cara me resultaba vagamente familiar. “Soy el padre de Daniel Ramos. Le
conocía, ¿verdad? Me gustaría, si le parece bien, que el libro se lo dedique a
él”.
Daniel Ramos Sánchez asistió
durante un tiempo con cierta frecuencia a la tertulia, colaboró en Clarín, traducía
a la perfección de varios idiomas, era una de las personas más cultas que he
conocido y murió inesperada y súbitamente hace unos meses. “Me gustaría poder
enviarle algunas de sus escritos”, me dijo el padre. “Los leeré con gusto,
seguro que ha dejado cosas valiosas”. Cuanto me enteré de su muerte —a poco de recibir, no sé si la
primera o la segunda dosis de Pfizer—, sentí, junto al dolor, algo de mala
conciencia: en la última carta que me escribió, me reprochaba algo que yo había
dicho en la tertulia y que le había herido. Me disculpé por escrito, pero no
tuve ocasión de hacerlo personalmente.
Intencionadamente, yo creo que he
hecho poco o ningún daño a nadie, pero cuánto por torpeza. Y no tengo en
cuenta, por supuesto, las vanidades heridas. Las malas críticas, las críticas
negativas, por muy injustas que nos parezcan (yo trato siempre de ser justo),
no son más que gajes del oficio. Y el que no quiera recibirlas nunca, lo tiene
fácil: le basta con publicar sus versos en edición privada solo para amigos. O
sea que el daño a la vanidad de los Bonet, los Gimferreres o los Gamonedas me
preocupa poco. Otras heridas que causé son las que no me dejan dormir.
Jueves, 2 de marzo
GRACIAS, DANI
Esta mañana, después de una noche de mal dormir y pesadillas
—un amigo caía al
abismo y yo le alargaba inútilmente la mano—, volví a pensar en Dani. “Ha desaparecido la
correspondencia epistolar”, claman los agoreros y los articulistas sin ideas.
Pues no, solo se ha metamorfoseado. En papel, me costaría encontrar la carta de
Daniel Ramos, pero en unos segundos la encuentro en el teléfono.
“Buenos días, José Luis: Me acabo
de acordar de ti hace un rato.
Acabo de hablar con el médico y he vuelto con noticias decepcionantes. Tengo
que renunciar a un lectorado que me habían concedido en una universidad en el
extranjero porque no se garantiza que pueda estar controlado y atendido
médicamente. Me da un poco de pena y rabia pero lo asumo porque probablemente
no era tan maravilloso como yo me estaba imaginando. Pero, yo qué sé, me
apetecía hacerlo. Te escribo esto para ilustrarte sobre cómo es la realidad de
mi vida. He estado pensando mucho estos días sobre el hecho que el viernes me
pusieras de ejemplo de personas que, aun teniendo potencial, no logran hacer
nada con su vida. Es solo eso, para que veas que a veces hay que saber más
sobre las personas antes de emitir juicios en alto sobre ellas. Quizás solo te
estoy escribiendo para desahogar la frustración, pero de alguna manera aquellas
palabras, contempladas ahora en perspectiva, duelen un poco más. Mi intención
no es mandarte una pulla, ni echarte en cara nada. Ese no es mi estilo.
Es más, odio es clase de comportamientos retorcidos. Es para aprendas
algo de las personas, como tantísimas veces he aprendido yo de ti sobre la
literatura y otros muchos temas. Siempre se tiene edad para hacerlo Un abrazo
con cariño”.
Soy un mal
alumno, Dani, y a veces se me olvida tu hermosa lección.
Qué triste el final
ResponderEliminarUna pena, ay. ¡Qué solos se quedan los vivos!
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