sábado, 29 de octubre de 2022

En la retaguardia: Todo es magia

  

Sábado, 22 de octubre
SIETE LEGUAS

Como todo el mundo, soy contradictorio. Me gusta la apacible rutina, hacer todos los días lo mismo y a la misma ahora, pero también calzarme de vez en cuando las botas de siete leguas. Hoy la primera zancada me ha llevado hasta Peñafiel, con su alargado castillo sobre el cerro y su inmensa plaza cuadrada para los espectáculos taurinos (o los autos de fe, en otro tiempo). Mi primer recuerdo ha sido para uno de mis maestros, señor de estas tierras, el infante don Juan Manuel, que aquí vivió y aquí está enterrado. Él me enseñó que escribir es reescribir viejas historias; a la mejor de las suyas, “El brujo postergado”, el toque final se lo dio Borges. Me despierto en el convento de las Claras, cruzo el río Duratón, y me acerco hasta San Pablo a saludar al primer narrador cruzando ante la casa del Molino, que se despereza con los primeros rayos de sol. Luego, desde lo alto del castillo contemplo el caparazón de las bodegas Protos y, a su lado, el cementerio. Recuerdo los versos de Li Po, que tanto me han acompañado desde que los escuché por primera vez, sin saber que eran suyos, en la adolescencia: “Vivir y morir luego, he aquí la sola / seguridad del hombre. / Y ahora llenad mi copa, es el momento / de vaciarla de un trago”. Al fondo se entrevé, entre una hilera de álamos, como en los versos de Machado o en la prosa de Azorín, el río Duero.

            Otra zancada y estoy en el castillo de Cuéllar, que a mí me trae el recuerdo de Espronceda y su Sancho Saldaña, pero todavía queda gente a la que le trae otros recuerdos. En el libro en el que los visitantes dejan unas palabras, leo: “Yo conocí este castillo convertido en penal, con la guardia civil paseando por las almenas”. Ahora alberga un instituto de segunda enseñanza y las voces adolescentes tapan los gemidos de ayer mismo y la intrigas de la época de Enrique IV y Beltrán de la Cueva. Ante la hermosa fachada renacentista, dorada por el sol, quiero imaginarme que entre estos muros también hubo horas felices en el tiempo antiguo como las hay ahora para la mocedad despreocupada.

            El castillo de Coca sustituye la altivez de la piedra por la humildad y la docilidad del ladrillo. Si yo situara aquí una historia, algo tendría de las voluptuosas fantasías de las mil y una noches, no sé bien por qué, o sí: parece ilustración de un cuento oriental. Desde sus ventanas se contempla una alta torre, la de San Nicolás, que da al paisaje un aire metafísico, a lo Giorgio de Chirico. La fotografío una y otra vez, como un enamorado. Es medieval, a su lado se construyó una iglesia en el siglo XVIII que ha resistido menos. Ahora hay en este castillo, que acabó siendo, como casi todo, de los duques de Alba, una escuela de capataces agrícolas, En el patio central, cada mes del año se glosa con un poema: “Otoño de manos de oro, / ceniza de oro tus manos dejaron caer al camino”. Antes de marchar, me acerco hasta la puerta principal de la muralla y saludo primero a los verracos (me recuerdan a los lorquianos toros de Guisando, “casi muerte y casi piedra”) y luego al emperador Teodosio, sabio y justo, según una inscripción que figura en lo alto del arco de entrada.

            ¿Qué tienen en común la desdichada Juana, hija de Isabel la Católica, y Pilar, hermana de José Antonio Primo de Rivera? La una vivió aquí, en el castillo de la Mota, los primeros episodios de su locura; la otra, el esplendor de su grandeza. Por fuera sigue siendo una poderosa fortaleza, de las primeras de su tiempo; por dentro, todo es oscuridad y años cuarenta. Yo me alojé aquí y en cuanto podía escapaba al pueblo, donde en cualquier esquina podía tropezarme con Lázaro de Tormes.

            Vuelvo a dormir al convento de las Claras. Antes de acostarme doy un paseo por la plaza del Coso, más inmensa y desolada que nunca a esta hora, cerrados los párpados de madera de las fachadas, que se abren de par en par —las casas no tienen otra fachada— para el espectáculo.   

Domingo, 23 de octubre
RIBERA DEL DUERO

Ayer las botas de siete leguas me llevaron de castillo en castillo, hoy camino por la orilla del Duero, aprovechando las antiguas sendas de pescadores. Me acompaña el otoño en todo su esplendor. Entre Peñafiel y Quintanilla ,hay cerca de cuarenta kilómetros, pero yo no los recorro todos, por supuesto. Cruzo el río en Pescadera de Duero por la pasarela que tiene una gracia escultórica en sus curvas y sus sombras, y camino por la otra orilla. El río, muy quieto, es de un verde turbio. De vez en cuando, se escucha a lo lejos alguna voz que subraya el silencio. Poco a poco, siento que mi paso se acompasa al latir del mundo. No pienso en nada, soy todo ojos, nariz y oídos, soleada mañana de domingo. ¿Cuánto tiempo estuve caminando? Como aquel monje que oyó cantar a un jilguero durante lo que él creyó unos minutos y cuando regresó al convento habían pasado quinientos años, yo también tuve un atisbo de eternidad. Pero cuando volví al pueblo, mis compañeros de viaje todavía no habían terminado de visitar la bodega de Tinto Pesquera. Salieron cargados de botellas y de tintineantes copas. Para ellos, yo, que no bebo (nunca me harán un etílico monumento como al ínclito Fernando Savater), me entretuve mientras tanto dando un paseo. ¿Cómo decirles que había encontrado un tesoro y que lo traía conmigo, aunque no llevara nada en las manos?

Lunes, 24 de octubre
MEMORIA HISTÓRICA

En Pesquera de Duero, llaman a la plaza mayor plaza de José Calvo Sotelo; en la hermosa iglesia, hay una placa de mármol que recuerda a los caídos, encabezados por José Antonio Primo de Rivera y Onésimo Redondo Ortega, y en la calle de Adalberto Moro otra con su yugo y sus flechas y la inscripción “muerto gloriosamente / por Dios y por España / en Cueva Valiente (Guadarrama) / el 30 de agosto de 1936”. Parece que las leyes de la Memoria Histórica no se aplican en este pequeño lugar, idílico para los que pasamos por él, quizá no tanto para los que viven en él.

            En Peñafiel solucionaros de la manera más inteligente el problema con las turbulencias de la historia. Las calles llevan ahora su nombre tradicional y debajo, en otra placa de menor tamaño, se explican los cambios. La calle del Barriondillo se llamó entre 1931 y 1937 calle de Ruiz Zorrilla y entre 1937 y 2000 calle de Francisco Núñez; la calle de San Sebastián fue de Pablo Iglesias entre 1931 y 1937 y de los Héroes del Alcázar entre 1937 y 2000.

            Hace falta que pase un tiempo para que las víctimas de los dos bandos sean honradas por igual y los verdugos condenados de la misma manera. En las guerras civiles y en las no civiles, que también lo son, se enfrentan siempre seres humanos, con sus razones y sinrazones, nunca la bestia y el ángel. La barbarie de Churchill arrasando las ciudades alemanas (lo de Putin con las de Ucrania es un juego de niños comparado con ella) o la de los partisanos franceses con los colaboracionistas no la borra la barbarie del bando contrario, por execrable que sea. 

Martes, 25 de octubre
CALLAR LO QUE ESTOY DICIENDO

Nada me gusta más que decir lo que todos saben, pero callan, por lo que pudiera pasar: que el rey está desnudo, por ejemplo, como en el cuento de don Juan Manuel que luego reescribió Andersen.

            Prefiero entretenerme con paradojas que a nadie molestan, en lugar de decir lo que pienso de ciertas odas a la herbívora Europa y otras democráticas patrañas. Que soy un escritor sin éxito, por ejemplo, pero que estoy muy contento con el éxito que tengo.

Jueves, 27 de octubre
ELOGIO DEL EDITOR

Nunca he sido un buen vendedor de mí mismo. Nunca podría ser un escritor profesional. Publico mucho, pero trato de esquivar todo lo que puedo las molestias de la promoción. Hay quien publica un libro y lo presenta diez o doce veces; yo lo presento una vez y solo uno de cada tres. Hoy lo pasé bien, sin embargo, en la librería Cervantes porque me acompañaba mi amiga Rosa Navarro Durán y porque el libro del que hablaba, Ulises en Rodiles, no lo siento como mío, sino como un conjunto de romances populares que yo he tenido la suerte de encontrar y recopilar.

            Como escritor, me siento más bien heredero de Garcilaso o de don Juan Manuel que de ganapanes como Balzac. No sé de dónde me viene este aristocrático desdén por el dinero. Quizá de que siempre he necesitado poco. Quienes peor llevan esta despreocupación mía son los editores. A pesar de que no les hago ganar mucho (ni poco, me temo), me siguen editando. Tiene su mérito.

Viernes, 28 de octubre
PERPETUO ASOMBRO

Todo es magia --leí, creo, en alguna parte--, salvo la magia, que suele tener truco.



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