El pacto de agosto del 39 entre la Alemania de Hitler y la
Rusia de Stalin sorprendió a todo el mundo menos a Pío Baroja.
En un
artículo de octubre de ese año publicado en La
Nación, cuenta el motivo. Había ido de Vera a San Sebastián para una reunión
de la Academia Española que iba a celebrarse en el Museo de San Telmo. Al salir
de una droguería de la plaza de Guipúzcoa, le saludó un hombre joven, de buen
aspecto. Por la manera de hablar, le pareció un donostiarra típico. “¿A dónde
va usted?”, le preguntó el joven. “Voy al Museo de San Telmo, donde me han
citado”. “Yo también voy para allá”. Le hizo una señal al chófer de un
automóvil estacionado cerca y los dos se fueron caminando.
Hablaron de
etnografía e historia y de varios asuntos que interesaban al novelista. Pasaron
después a los asuntos del día. El desconocido se expresaba con mucha libertad,
Baroja con toda la cautela de quien había sido detenido por los requetés, había
escapado a Francia y luego había vuelto a España sin tenerlas todas consigo.
Se
despidieron en la plaza de San Telmo, donde el desconocido, tras estrechar con
fuerza la mano del novelista, subió a un automóvil, que se alejó a toda
velocidad. “Por la cara del chófer, rubia dorada, cara de soldado germánico;
por la matrícula del coche, que no era española ni francesa, pensé que aquel
señor no era de San Sebastián ni mucho menos. Debía ser un alemán”, escribió
Baroja en el citado artículo.
Lo volvería
a encontrar algún tiempo después, ya terminada la guerra civil y recién
comenzada la mundial.
CANCIONES DEL SUBURBIO
Del segundo encuentro de Baroja y el desconocido no teníamos
noticia hasta ahora. Baroja, antes de regresar definitivamente a España (en
1937 pasó seis meses en Vera del Bidasoa), se detuvo unos días en Bayona. Era
en 1940, tras la caída de Francia, cuando la alegría de unos, que pensaban que
los alemanes venían a poner orden en el desbarajuste del Frente Popular, se
mezclaba con la desolación de tantos, que huían de los invasores llenando las
carreteras.
Allí
conoció Baroja a una muchacha de Bilbao, de la que se enamoró un poco, según su
costumbre, y para poder verla todos los días se le ocurrió alquilar una máquina
de escribir y dictarle durante un par de horas. Lo que le dictó fueron los
poemas de Canciones del suburbio, su
único libro de versos, ripioso, destartalado, pero lleno de encanto. Se
publicaría en 1944 y Pedro Salinas, lo consideró una ofensa a la poesía.
A mí me
gustan mucho algunos poemas, como “Bayona de noche”, cuyos versos me vienen
siempre a la memoria al acercarme a esa ciudad: “Por el puente de piedra / pasa
negro y siniestro / el Adour silencioso / con un vago lamento”.
UN LIBRERO DE VIEJO
La última vez que estuve en Bayona, hace pocos meses,
caminando al azar me encontré en una calle
del barrio de Saint-Esprit, muy cerca de la neoclásica sinagoga, una librería
de viejo que estaba escondida, tras un portal oscuro, al final de un largo
pasillo. Los libros llenaban una especie de covacha, sin apenas luz natural,
con una bombilla encendida que le daba no sé por qué el aspecto de cueva de
alquimista.
El librero,
un viejo encorvado, de nariz ganchuda, tenía el aspecto de judío de caricatura,
de los que aparecen a menudo en las páginas antisemitas de Baroja.
Las
librerías desordenadas me parecen las más propicias al hallazgo y al buen
precio. No vi, sin embargo, en una primera ojeada, nada interesante en aquella:
manoseadas ediciones de Pierre Loti, de Anatole France, mucho Maigret, aburridos
best-seller, libros de esos que se amontonan en un cajón en la calle y se
venden por un euro.
Me iba a
marchar, desilusionado, cuando el librero, que hasta entonces ni me había
mirado, absorto en lo que parecía un manojo de facturas, alzó la vista y con un
gesto me pidió que esperara. Entró en un zaquizamí y salió con una abultada
carpeta de cartón sujeta con gomas. Estaba llena de folios mecanografiados. La
mayoría copias borrosas, de esas que se hacían con papel carbón. Eran poemas y
algunas páginas en prosa. Estaban escritos en español. Quizá por eso el librero
pensó que podrían interesarme (le había saludo en francés, pero reconocería mi
acento).
Puse un
gesto que denotaba poco interés. De pronto comencé a leer un poema sin título y
reconocí de inmediato al autor: “Son las diez de la noche, / el pueblo está
desierto: / no hay un alma en las calles, / ni el menor movimiento. / Por el
puente de piedra, / pasa negro y siniestro / el Adour silencioso / con un vago
lamento”.
En el prólogo
a Canciones del suburbio, escribe
Baroja: “Al marcharme de Bayona dejé los papeles y algunos libros en casa de
una familia casi desconocida, y pensé que unos y otros se perderían y ya no me
ocuparía de ellos; pero todos me han seguido como perros fieles al amo”.
Los textos
que le dictó a la muchacha de Bilbao le fueron devueltos, pero algunas copias
debieron quedar por allí y ahora estaban en mis manos. Los poemas me resultaban
todos familiares, pero las prosas no. Quizá fueran inéditas.
Junto a uno
de los poemas, alguien había dibujado a lápiz un corazón atravesado por una
flecha, quizá la propia mecanógrafa. El sentimentalismo de los versos me
recordaba al cuento de Mari Belcha: “Adiós, amiga mía, / no nos veremos más; /
el sino nos arrastra / a cambiar sin cesar. / Yo tengo que ausentarme, / usted
se casará. / La suerte y la distancia / nos van a separar / impidiendo que siga
/ nuestra dulce amistad”.
Se me
ocurrió pensar que aquel anciano tímido y enamoradizo, que había visto
derrumbarse su mundo, tenía en los primeros meses de 1940, cuando le dictaba
sus versos a una muchacha de Bilbao la misma edad que yo tengo ahora.
El librero
había notado mi interés. Me miraba con ojos codiciosos. Le pregunté el precio y
me respondió con cifra astronómica, seguramente para empezar el regateo. Pero a
mí nunca se me ha dado bien regatear.
No dije
nada, me puse a hojear las páginas de prosa. Todo me resultaba familiar,
seguramente eran copias de artículos que luego iría publicando. Pero de pronto
unas líneas me llamaron la atención. En Bayona, había vuelvo a encontrarse con
el desconocido de San Sebastián. Y lo que esta vez contaba me dejó estupefacto.
Tenía que
hacerme con aquellos papeles. Traté de regatear, contra mi costumbre, pero
contra lo que me esperaba el librero, seguro de mi interés, dijo que el precio
era fijo.
Al ir a
pagarlo, resulta que no aceptaba tarjetas de crédito. ¿Dónde iba a conseguir yo
esa cantidad? Del cajero solo podía sacar seiscientos euros. Se encogió de
hombros, me quitó la carpeta de las manos y volvió a sus ocupaciones sin
mirarme ni responder a mi saludo cuando salí de la librería.
En el hotel
en que me alojaba, pensé que había tenido suerte, que mejor no gastarse una
fortuna en copias borrosas de textos ya conocidos, que el que tanto me había
llamado la atención quizá ni siquiera fuera suyo.
Pero, en el
fondo, yo sabía que lo era. Y que alguna alusión a ese asunto hay en las
páginas de Juan Benet o de Marino Gómez Santos sobre las tertulias de los años
cincuenta en la calle Ruiz de Alarcón, cuando Baroja tenía ya un poco ida la
cabeza. Quizá por eso no dieron ninguna importancia a aquella historia.
De la que
yo anoté lo que recordaba aquel mismo día, tratando de ser lo más preciso posible
en los detalles, y que resumo ahora a la espera de que quien se hizo con la
carpeta (volví meses después a Bayona y ya se había vendido) se decida a
publicar unas páginas que, sin duda, serán noticia de primera página.
EL SEGUNDO ENCUENTRO
“El insomnio es un antiguo compañero mío. Me quedo leyendo
hasta tarde y luego me entretengo en fantasías hasta que llega el sueño o llega
la mañana. Pero hay veces en que esas imaginaciones se vuelven desagradables,
uno da vueltas sin encontrar una postura cómoda, y entonces salta de la cama,
se viste de cualquier manera y sale a la calle a tomar el aire.
En Bayona,
donde esperaba el momento de poder volver a España, yo había tenido suerte.
Había salido de París poco antes del gran éxodo y pude viajar con cierta
comodidad. El cuarto que alquilé, a un precio no excesivo, era bastante bueno,
con una gran ventana que daba sobre un jardín de una villa vecina. Estaba en el
camino de Marrac, muy cerca de los negros muros ruinosos donde los Borbones se
entrevistaron con Napoleón. Había pagado dos meses por adelantado, pero pronto,
con la gran afluencia de refugiados, los precios se multiplicaron tanto que el
dueño buscó un pretexto para echarme. No sabía dónde ir.
Salí a dar una vuelta aquella última noche. Cuando quise
darme cuenta, los pasos me había llevado delante de la casa donde se alojaba
una amiga mecanógrafa. Parece que tampoco podía dormir porque, a través de una
ventana abierta, creí oír su voz cantando una canción vasca: “Uso zuriya errazu”.
En español dice así: “Paloma blanca, / di a dónde vas. / Los montes de España /
están llenos de nieve, / esta noche tu albergue / tienes en mi casa”.
Se me
llenaron los ojos de lágrimas, no sé por qué. Verdad es que los viejos tenemos
dentro del pecho corazón de niño. Y fue entonces cuando noté una mirada fija en
mí. Me limpié las lágrimas avergonzado.
Lo
reconocí cuando me tendió la mano, sonriente. Era el desconocido de San
Sebastián. Se puso a hablar conmigo como si siquiera la conversación de
entonces, como si no hubieran pasado tres años terribles. Yo, recordando su
atinada profecía de entonces, le escuchaba con mucha atención. Me dijo que los
alemanes iban a poner orden en el mundo, que la guerra duraría unos meses, que
los judíos dejarían de ser un problema. “Pero lo seguirán siendo los comunistas”,
dije yo. “Pronto dejarán de serlo. Alemania invadirá Rusia y de la noche a la
mañana aquello se convertirá en un feliz protectorado”.
Me atreví a
preguntarle quién era, cómo sabía esas cosas, por qué me las contaba. Sonrió,
tenía una sonrisa seductora, como de galán de cine. “Da igual que en ayuda de
Francia vengan Inglaterra e incluso Estados Unidos. A Alemania la estamos
enseñando a preparar armas que no han sido vistas nunca en este planeta”.
Caminando
habíamos llegado hasta la gran plaza del teatro, donde se juntan los dos ríos.
En el centro había un vehículo oscuro, con las luces apagadas. El desconocido,
que me dijo era ingeniero, y que sonrió cuando le pregunté cómo hablaba también
español siendo alemán, se despidió de mí. Luego entró en lo que yo creía un
raro automóvil, pero que de pronto se elevó en vertical, giró hacia la derecha
y desapareció como una exhalación. O estaba soñando o acababa de ver una nave
de otro planeta, como en una novela de H. G. Wells”.
En la línea -5, no sé si quiere decir "cómo hablaba también español", o "cómo hablaba tan bien español". Pero ambas versiones tienen sentido, aunque no el mismo.
ResponderEliminarLa historia de la librería oscura parece invento del autor del blog. Más creíble es Pío Baroja poeta. El poema de amor que copias, el viejo que se despide para siempre de su joven amada, es conmovedor. Hace vivir a la naturaleza. Pero no le veo ripios. No sé.
ResponderEliminarEl poema puede leerse completo en "Canciones del suburbio".
EliminarCada semana sus textos son más extraños.
ResponderEliminarNo sé si te has dado cuenta, SM, de que cada verano se interrumpe la publicación del diario y comienza a publicarse en el periódico una serie distinta.
ResponderEliminarLa historia de Baroja es preciosa, sugerente y muy amena. Un placer total en estas horas de calurosa calma. Podría decirse que JLGM es tan barojiano como Baroja.
ResponderEliminarHace 30 o 40 años paseaba yo por las riberas del Adour y me metí en una callejuela. Entré en una casona preciosa que era un bar. Había dos o tres jóvenes en la barra que hablaban en euskera con frases sueltas en francés y tacos en castellano. Me miraron desconfiados. Me sentí incómodo y me marché. Dos dias o tres más tarde la policia tuvo un encontronazo con un coche de unos etarras en un pueblo de al lado. Fue el comienzo de una historia que nunca escribí
ResponderEliminarUn áspid como ese tienen acechándote en la redacción de La N.E.
ResponderEliminarEl domingo publicaba ese diario una reseña del homenaje a Ángel González en la Plaza del Paraguas de la levítica, que la Semana Negra gijonesa estimó que debía celebrarse al amparo de aquella sombra que tanto agradaba al gran poeta. En la foto, Xuan Bello en la palabra; a su diestra y sentados en sus butacas, el púgil-poeta Piquero y a su lado JLGM. Hubo palabras del plumilla para los presentes (la verdad es que citó a quienes hicieron lectura de poemas), pero ni una para mencionar a nuestro polígrafo aldeanovense. ¿Hay derecho? ¿Qué te hicieron? ¿Qué les habrás hecho?
Yo también leí poemas, pero eso de no citar a los colaboradores de la competencia es costumbre (mala costumbre) de los periódicos.
EliminarImperdonable, mezquino.
EliminarA partir del par de novelas suyas que he leído (mi dosis de saturación para este autor), opino que Baroja era mal escritor y buen ideador o imaginador, pero la lengua no diferencia y llama "escritor" a cualquier cosa; perdón, persona. Como escritor es desastrado, negligente, chapucero, y enseguida se nota que el lenguaje le importa un pito, y sólo se cuida de la acción y de que los personajes le queden convincentes y nítidos de carácter. En Baroja se da la paradoja de que alguien que escribe mal, con desaliño (quizás Martín diría "a la diabla") es considerado como GRAN ESCRITOR a causa de sus tramas y sus personajes. A mí (que alcanzo éxtasis con Borges) me ha costado siempre entenderlo.
ResponderEliminarLo de escribir bien o mal es cosa más que discutible. Y no hay que confundir al Baroja de la guerra y la posguerra, con el de las novelas de las primeras décadas del siglo. Espléndido Baroja.
EliminarAbsolutamente de acuerdo. "La lucha por la vida" no es peor que Rojo y negro. Y sin ella probablemente Barea no habría escrito "La forja de un rebelde", otro clásico. Y lo de escribir bien o mal... Umbral tiene un gran estilo y creo que a estas alturas la mitad de sus libros se caen de las manos. Dentro de 20 años sólo quedará "Mortal y rosa". Si es que algo queda
EliminarCalibrar la calidad literaria de un escritor como Baroja, autor de unas 160 novelas, cuando sólo se han leído dos de sus obras, es cuanto menos aventurado.
ResponderEliminarTienen ustedes mucha razón. Dos novelas, solo dos, es muy insuficiente para lanzar una sentencia descalificatoria. Voy a poner manos a la obra con novelas de la primera época. Leeré la tetralogía Tierra Vasca.
ResponderEliminarSi ustedes creen que Baroja y Umbral escriben mal... ¿Quién, cojones, les parece a ustedes que sí que ha escrito bien en este país?
ResponderEliminarBaroja es el puto amo, señores. Y Umbral, un tío bien, pero bien, grande. ;-)
Nadie ha dicho que Umbral escriba mal. Todo lo contrario. Umbral escribe muy bien. . artículos. Una novela es otra cosa. Se puede resumir así (si el maestro JLGM me lo permite): Baroja tiene un estilo desaliñado pero es un gran novelista; Umbral es un novelista mediocre aunque tiene un gran estilo. Y para rematar (y en opinión muy personal): Aldecoa es un gran novelista y además escribe maravillosamente. A mi me gustan mucho los tres
EliminarA imitación de "Guerrita", que viene al caso (creo), "después de Baroja, naide, y después de naide Paco Umbral".
ResponderEliminarhttp://julianbluff.blogspot.com.es/search?q=paco+umbral
Varios posts sobre el gran Umbral. De su modesto servidor. ;-).
Grasias!!!
EliminarUmbral, que a mi parecer escribía muy bien, solía quejarse y burlarse de lo mal que escribía Baroja.
ResponderEliminarVaya lío.
Efectivamente, no basta con escribir bien para parir una novela convincente. Algunos columnistas que lo hacen excelente y que nos regalan sus escuetas perlas desde los periódicos, intentan la novela y ni fu ni fa (¿Pedro de Silva, que nos cae cerca?). Los más lúcidos se dan cuenta y no siguen.
Eliminar