La historia
había comenzado pocos meses antes, en febrero, y en la ciudad de Bayona. Allí,
en un café que abría sus puertas bajo los soportales de la Rue del Port Neuf,
se reunieron cinco españoles, emigrados por causas distintas: García Jiménez
era carlista; Castelles, isabelino; Enrique Sostrada y Pedro Acevedo,
republicanos; el quinto, José López, que desde el principio llevó la voz
cantante, se declaraba independiente. Es quien los convoca y les propone crear
una sociedad política, “La Internacional”, que tiene por objetivo llevar al
duque de Montpensier al trono de España. De todos los candidatos, era el que
tenía fama de ser el más generoso con sus partidarios.
Lo primero
que hace la sociedad es dirigirle una carta ofreciéndole sus servicios. La firma
un inexistente Faustino Jáuregui, pero la redacta José López (durante el
proceso por la muerte de Prim se sabrá que no era su verdadero nombre); la
respuesta debe ir dirigida a Madame Luz. No se hace esperar y viene redactada
por el propio duque. Dice que se ha resignado a ser rey de España para remediar
las desgracias “de este pobre país”, y que por eso “está siempre dispuesto a
recibir y a escuchar a todos aquellos que tengan esta misma idea”. Añade que
irá a Madrid dentro de pocos días: “Madame Luz podrá venir y será recibida. Cuando
las damas piden, nunca se las hace esperar”.
La falsa
señora Luz, o sea, el falso José López, se entrevistó primero con Topete, un de
los héroes de Alcolea, que le dio una tarjeta para el duque, quien le recibiría
en su residencia de la calle Fuencarral. El aspirante quedó muy complacido de
la reunión y puso a José López en contacto con su ayudante, Solís y Campuzano.
A partir de septiembre comenzaron a llegar a Madrid los asesinos contratados
para acabar con la vida de Prim.
En el
sumario por su muerte, se conserva una carta dirigida por otro de los
conspiradores de Bayona, Enrique Sostrada, a un amigo que trabaja en las minas
de Puertollano: “¿Dispone usted de dos o tres hombres de los que vulgarmente se
dice que pegan una puñalada al sol del mediodía? Ya puede usted comprender
cuando le quiero decir. Si los tiene, puede usted mandármelos a Madrid para
cuando nos vayamos, remitiendo a usted lo necesario. Esta clase de hombres no
deben embriagarse jamás, ser tan reservados como estatuas y, a ser posible,
libres de familia”.
Pero
ninguno de esos asesinos fue el asesino de Prim. El dudoso honor estaba
reservado a José Paúl y Angulo, hijo de ricos bodegueros jerezanos que había
ido a Londres por negocios y allí había quedado fascinado por la personalidad
de Prim. Fue su más ferviente partidario, le acompañó en su regreso a España,
estuvo a su lado durante la lucha, celebraron juntos el triunfo de septiembre
del 68. La rotunda negativa de Prim a la solución republicana supuso la ruptura
entre ambos.
CALLE DEL TURCO
En 1870, Paúl y Angulo, diputado en las Constituyentes,
dirigía El Combate, el más feroz de
los periódicos de la oposición. El 23 de diciembre anunciaba en primera página el
cambio de “la pluma por el fusil”.
Prim
reconoció su voz, que estaba harto de oír en la tribuna de los diputados,
arengando a los asesinos que habían fallado en el primer intento.
La historia
es bien conocida. Son las siete y media de la tarde de uno de los más fríos
días de diciembre cuando, tras la finalización de una larga sesión en las
Cortes, Prim sube a su coche para dirigirse al Ministerio de la Guerra, donde tenía su sede la Presidencia del
Gobierno. Sigue el camino habitual por la Calle del Turco. Cerca ya de Alcalá,
dos vehículos le cierran el paso. Tras ellos surgen ocho o diez hombres
embozados que rodean el coche el general por ambos lados. El conductor advierte
que uno de ellos trata de sacar un trabuco, enredado en la capa. Solo tiene
tiempo de decir “Cuidado, mi general!”. Un primer disparo, estallido de cristales,
Prim resulta ileso.
No era la
primera vez. Prim sabía que se conspiraba contra su vida, pero se creía
invulnerable. Todos los intentos de acabar con él habían resultado frustrados.
Quienes debían protegerle se habían contagiado de su confianza y bajaron la
guardia.
Esa misma mañana,
el director de La Discusión le ha
entregado a uno de los íntimos del general, Ricardo Muñiz, la lista de los
ejecutores materiales del atentado. Prim no le da importancia, pero se la pasa
al gobernador. Poco antes de que Prim emprenda su último recorrido, el director
del periódico se acerca a Ricardo Muñiz muy angustiado: los asesinos siguen
libres. El gobernador dirá después que no hizo nada porque no creyó en esa
denuncia, una de tantas, y porque el primer nombre era un diputado, contra el
que no se podía proceder sin solicitar un suplicatorio.
Prim salió
ileso del primer disparo. La suerte le acompañaba. Los asesinos, no ajenos al
temor reverencial ante el héroe, están a punto de huir. Y entonces suena una
voz que Prim reconoció de inmediato. Era la voz de alguien que había sido casi
un hijo y llevaba tiempo insultándole desde la tribuna: “Fuego, cojones,
fuego!”. Suena una descarga por el lado derecho. “¡Ahora vosotros”. Y la
descarga llega del lado izquierdo.
La historia
de España, en ese momento, da un quiebro. Pero todavía pudo parecer que la
suerte no estaba echada. El general sube por su propio pie las escaleras del
Ministerio de la Guerra.
¿Sabía Paúl
y Angulo que su feroz libelo radical, El
Combate, estaba financiado por Montpensier? Quizá entonces no lo supiera,
pero tuvo tiempo de enterarse en los largos años que vivió huido de España, sin
atreverse a regresar ni siquiera en tiempos de la primera República, que nada
tuvo que ver con el crimen, aunque la mano ejecutora fuera la de un
republicano.
DON JOSÉ
Pero no era don Antonio de Orleans,
duque de Montpensier, el único que veía en Prim una valla para sus ambiciones.
El 4 de enero de 1871, cinco días después de la muerte del general, un cabo del
ejército, Francisco Javier Janini, compareció ante el juzgado para explicar
que, pocos meses antes, había conocido en un prostíbulo a dos matones
vizcaínos, que se habían hecho amigos, y que estos le habrían propuesto
participar en un atentado contra Prim. Él aceptó en un principio y le
presentaron a quien financiaba la operación, un tipo “alto, delgado, con las
patillas rubias y quebrada la color”, al que conocían como don José.
Arrepentido, no quiso tomar parte en la operación. La policía decidió buscar al
misterioso don José. Las reuniones con él habían tenido lugar en el café de
Correos. Allí se apostaron. El cabo lo reconoció nada más verle entrar. Lo
siguieron hasta la Presidencia del Consejo de Ministros. Su nombre completo era
José María Pastor, jefe en aquel momento de la escolta de quien había sucedido
a Prim en la presidencia del Consejo, el general Serrano, duque de la Torre.
Cuando
Amadeo de Saboya, recién desembarcado, fue a dar el pésame a la viuda de Prim,
le dijo que no pararía hasta dar con los asesinos. Y esta le respondió: “No
tendrá que buscar muy lejos”. Detrás del monarca, se encontraba Serrano.
Todas estas
cosas las sabía yo, las sabíamos todos desde que Antonio Pedrol Rius, tras estudiar los
dieciocho mil folios del sumario, publicó en 1960 Los
asesinos de Prim. También que cuando el duque de Montpensier se convirtió
en el padre de la reina de España, al casarse Alfonso XII con María de las
Mercedes, el caso fue sobreseído por falta de pruebas y todos los acusados quedaron
libres.
Lo que yo
no sabía era el papel que Bécquer tuvo en todo esto. La revolución acabó con su
buena fortuna como censor de novelas y protegido de González Bravo. Pero su
suerte empezó a cambiar a comienzos de 1870. Le nombran director de La Ilustración de Madrid, le ceden un
piso amplio y confortable en la calle Claudio Coello. ¿Pero qué tiene que ver
eso con la muerte de Prim? Bécquer era partidario de la restauración borbónica
y la consigna que había dado Cánovas era esperar, simplemente esperar.
CASTAÑAR DEL IBOR
Tuve que ir hasta Castañar de Ibor para aclarar el asunto.
La comarca de los Ibores, al sudeste de la provincia de Cáceres, no resulta de
fácil acceso, pero es uno de los lugares más hermosos que conozco. Castañar de
Ibor asciende por la ladera de una montaña, coronado por la blanca torre de la
iglesia, y ofrece una bella estampa al irse acercando por la tortuosa
carretera. Me detuve en la parte baja del pueblo y entré en un bar. Solo había
un cliente, además del camarero. Les pregunté por la calle Federico García
Lorca, donde vivía quien se hacía llamar Roque Barcia –no me dijo su verdadero
nombre– con quien yo llevaba tiempo intercambiando mensajes privados en
Facebook a propósito de un tema que nos apasionaba a ambos, el asesinato de
Prim. Él decía tener un documento que demostraba la participación de Bécquer y
que el autor intelectual no era el duque de Montpensier, de quien todo el mundo
sabía, menos él, que nunca podría ser rey de España tras haber matado en un
duelo al infante don Enrique, hermano del rey consorte, primo de Isabel II,
nieto de Carlos IV, aunque un Consejo de Guerra hubiera decidido que el balazo
en la frente durante un duelo en Carabanchel había sido un accidente.
Dejé a mi
hermano y a mi sobrina, que me acompañaban en el viaje a Extremadura (yo no sé
conducir) en el bar de la carretera, y ascendí las empinadas y laberínticas
calles del pueblo hasta dar con la que llevaba el nombre del poeta. Pero no fui
capaz de dar con la casa de Roque Barcia: el número que había anotado no
correspondía con ninguno de esa calle.
En el
asesinato de Prim, participaron desde el principio, elementos borbónicos. Para
las aspiraciones políticas de Cánovas, los enemigos no eran los republicanos,
cuatro gatos enfrentados entre sí, ni Serrano, útil solo como florero; tampoco,
contra lo que pudiera pensarse, Montpensier, que llevaba soñando con ser rey de
España desde que intentó casarse con una adolescente Isabel II y tuvo que
contentarse con su hermana. El peligro era Prim, que propugnaba el cambio de
dinastía. La consolidación de Amadeo de Saboya, culto y liberal, habría supuesto
el fin de cualquier aspiración restauradora.
Cánovas no
tenía prisa. El príncipe de Asturias era aún niño. Había que alentar a unos y a
otros, dejar que se anularan entre sí. Serrano, el general bonito, acabó
guardando la silla hasta que Martínez Campos le dio un empujón para poner en su
lugar al joven Alfonso.
En el
asesinato de Prim, el dinero lo derrochó un iluso Montpensier, pero los hilos
los movió Cánovas. Y Bécquer, en el último año de su vida, estuvo a sus
órdenes. O eso afirma Roque Barcia, quien quizá algún día se decida a mostrar
los documentos que lo confirman.
Resulta extraño pensar que Bécquer, el último año de su vida, estuviera metido en una conspiración, dado su precario estado de salud, tuberculosis, sífilis y la complicación de su matrimonio con el adulterio de su mujer y la muerte de su hermano pintor, al que estaba tan unido. Quizá los documentos a que alude JLGM de Roque Barcia puedan dar luz a un asunto a todas luces interesante tanto a nivel histórico como literario.
ResponderEliminarPodía dirigir una revista, a pesar de todo. Lo único seguro es que haría lo posible por apoyar el partido de los Borbones, aunque yo dudo mucho que su contribución fuera importante.
ResponderEliminarQUÉ ES LA POESÍA?
ResponderEliminarPobrecita la poesía, qué mal lo pasa...; ella que se manchó la ropa en los escombros de la posquerra, que comió bellotas de mano de cantautores de carbayera entre maizales, entonces aguerridos hoy carcamales, y que, con recato, la gustaron algunos en cuchitriles turbios, vino y tabaco.
Ayer sufrí viendo cómo la suplantaban unas lombardas que salían de las bocas de unas petardas, que se hacían pasar por poetisas... Señor, qué risa, si no fuera un escarnio lo perpetrado con pompa y circunstancia sobre el estrado.
Porque era de ver con qué flema y mirar como quien mira sobre un campo de mieses, aquellas damas tan prosapiosas iban desgranando entelequia fina, camelo cursi, un batiburrillo de memeces sin cuento, cadencias relamidas, ciertas sandeces: hasta una emitió un ulular y algún mugido. La de Dios es Cristo.
La más modosa -ojos en blanco-, al final del evento me preguntaba: ¿Qué es la poesía, amigo caro? Y yo le clavé entre las paletillas, igual que un clavo: Desde luego, poesía no eres tú.
Parece ser que usted, don Braulio, asistió ayer a un notable evento en el que coles lombardas salían de las bocas de ciertas petardas, es decir (tal como lo entiendo) de ciertas señoras pelmazas, petulantes, pretenciosas y sin embargo ridículas.
EliminarY ante semejante acontecimiento ¿osa usted dejarnos sin datos del cómo, cuándo y dónde?
Es una crueldad impropia de este blog y de la fina trayectoria brauliana. Se espera pronta reparación.
Porca misseria!
EliminarEntienda, señor, que don Braulio es un caballero que sabe administrar sus improperios. Y no quiere dañar la reputación de unos ángeles.
ResponderEliminarNo hay, pues, reparación que valga, a no ser la de su perversa curiosidad insatisfecha.
PS.- Se monta usted unos curiosos pleonasmos adversativos.
No hay nada que demuestra la implicación de Paúl y Angulo...más que un reconocido odio visceral por la traición de Prim a sus principios. No le condenemos ante la historia
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