domingo, 24 de julio de 2016

Ciudades de autor: Oporto de Eugénio y de Florbela



¿Se aloja usted en el Grande Hotel do Porto, me parece que no tan grande como su nombre? Ahí fue donde Florbela Espanca conoció a su último amante, Ângelo César, un buen mozo, algunos años menor que ella, que luego llegó a ser presidente del Fútbol Club de Oporto. Se lo presentó una amiga, Aurora Jardim, que daba una fiesta. Yo nunca he sido muy admirador de su poesía, en alguna entrevista he citado los sonetos de Florbela entre las cosas que detesto (junto a la música de Wagner y las películas de Almodóvar), pero nunca he dejado de sentir simpatía por el personaje.
            (Estábamos, el poeta Eugénio de Andrade y yo, en un rincón del café Majestic, casi desierto a aquella hora, su elegancia de otro tiempo multiplicada en los espejos.)
            Apenas hago vida social, ni mucho menos literaria, en esta ciudad. Detesto esas cosas. Tomo café con algunos buenos amigos cerca de casa, recibo algunas visitas, muy pocas, lectores que quieren conocerme. Eso es todo. Mi relación con Oporto es un poco complicada. Cuando llegué, venía acostumbrado a la luz del Sur, y me pareció una ciudad triste, oscura, ruidosa, con nieblas frecuentes que la hacen, más que la vuelven viscosa. Luego le fui cogiendo cariño, un cariño difícil, no falto de desencuentros.
            Aquí en esta Rua de Santa Catarina, que yo piso por primera vez en muchos años, nació António Nobre, el poeta de , el libro más triste que hay en Portugal, del que Pessoa decía que era nuestra mayor poetisa. Superior a Florbela, por supuesto, aunque esta tenga más éxito con su sentimentalidad a flor de piel. “Rasga esses versos que eu te fiz, Amor”, “Rompe esos versos que yo te hice, Amor, / que la ceniza los cubra, que los arrastre el viento, / que la tempestad los lleve a donde sea”.
            Qué curioso. Dije detestar los sonetos de Florbela, harto de oírlos elogiar por los peores, y todavía me sé algunos de memoria. Incluso le dedique un poema, “Na varanda de Florbela”, que suprimí luego. Ella vivió los últimos años de su vida en Matosinhos, muy cerca de uno de los parajes más hermosos del mundo, la Foz del Douro, que si no ha visto le aconsejo que vea y que lea las páginas que le dedicó Raul Brandao. De Matosinhos venía a Oporto por la Avenida de Boavista, su paseo favorito. Frecuentaba la librería Lello, que todo el mundo conoce, pero que acabará cerrando porque allí nadie compra ya libros, se dedican a hacerse fotos. Las últimas veces que estuve en ella escapé espantado. Pero reconozco que es hermosa, con esa escalera que se lleva todas las miradas, como una estrella de Hollywood.
            Florbela se casó tres veces y tuvo no sé cuantos amantes, pero me parece que no amó a nadie, solo estaba enamorada del amor. Y quizá de su hermano Apeles, un marino que luego se hizo aviador y que desapareció con su avioncito, como de juguete, en la desembocadura del Tajo. Agustina, a quien supongo que usted conoce, si no la ha leído es como si no hubiera estado en Oporto, insinúa que se suicidó, algo que ya había intentado antes. Claro que también dice que el suicidio de Florbela tuvo mucho de homicidio, que su último marido, Mário Lage, que además era médico, esperaba esa muerte anunciada y no hizo nada para evitarla. Una amiga de Florbela, Amélia Vilar, contó que Florbela fumaba mucho, sin parar, y que en aquella fiesta del Grande Hotel, el mismo en que usted se aloja, conoció a Ângelo César, mandaba a su marido a comprarle cigarrillos para poder quedarse tranquilamente con él. Amélia la describe delgadísima, fea, con grandes ojos de loca, hablando sin parar, rodeada de hombres, mirada con recelo por las mujeres. En realidad, todo el mundo la miraba con recelo. No sabía fingir, se enamoraba y se desenamoraba con rapidez, publicaba versos apasionados, se matriculó en la universidad, no se conformaba con el papel que entonces se reservaba para las mujeres. Comenzó a escribir en la época del Modernismo, era de la edad Sá-Carneiro, otro suicida. Los jóvenes que encumbraron a Pessoa la miraron siempre por encima del hombro, como una figura folclórica. El primero en ocuparse seriamente de su obra fue un profesor italiano, Guido Battelli, otro enamorado. Fue profesor en la Universidad de Coimbra y de allí tuvo que marchar porque el rector, Eugénio de Castro, tenía celos de que se interesara más por aquella loca que por él. Lo cierto es que a Eugenio de Castro, tan admirado por Unamuno, hoy no le lee nadie y a Florbela todavía mucha gente se la sabe de memoria, incluso algunos, como yo mismo, un poco a su pesar.
            Pero usted ha venido para que yo le haga de guía por Oporto, como fue mi guía en Oviedo, con Antón y Xuan, no para que le hable de Florbela. Por aquí muy cerca, pasada la estación de San Bento, con sus famosos azulejos, que sin duda ya conoce, está una de mis calles favoritas, la Rua das Flores. Un tiempo fue la calle de las joyerías. Cuando yo llegué a esta ciudad, todavía me llevaron allí a comprarme un anillo. Ahora los establecimientos de prestigio están en otra parte, por ejemplo aquí en Santa Catarina, pero todavía apenas si hay bajo sin su tienda. Las hay de coronas fúnebres, de botones, de vinos, de juguetes, de sombrero; también está la tipografía Heróica, donde venden cuadernos muy a propósito para llevar en el bolsillo y anotar los primeros versos de un poema. Siempre he dicho que es la calle más florentina de la ciudad.
            Le aconsejo también, si aún no lo ha hecho, que suba hasta la plaza de la catedral. A un lado, el río con su gran puente de hierro; al otro, el perfil de la ciudad con la torre de los Clérigos como una gran dedo lleno de anillos que señala al cielo, y a los pies, callejuelas y rincones que se despeñan y parecen venir directamente de la Edad Media.


            El puente, esa especie de torre Eiffel tumbada, ya lo habrá cruzado por sus dos alturas. Todavía hay niños que se arrojan desde sus hierros al agua turbia para entretenimiento de los turistas. En la ribera de Gaia, si no le gusta el vino, hay poco que hacer, salvo subir al monasterio de Serra do Pilar y contemplar desde allí la “peñascosa pesadumbre” de la ciudad y al ancho río camino de la desembocadura.
            Recorra luego el Passeio Alegre (qué hermoso nombre, ¿no cree?), una parte en tranvía, otra a pie, y contemple, ya cerca de la desembocadura, unas esbeltas palmeras, capaces de resistir todos los vientos, que yo comparé en un poema con los marineros de Ulises.  
            Quien no resistió los malos vientos que se abatieron sobre ella fue Florbela, la loca de Matosinhos, como la apellidaban en voz baja los literatos de Oporto, una ciudad que Camilo, Camilo Castelo Branco (aquí a los escritores los llamamos por el nombre de pila), llegó afirmar que era “la cloaca de Portugal”. Me gusta más lo que dijo Almeida Garrett: los portuenses confunden a veces la v con la b, como los españoles, pero nunca la servidumbre con la libertad. Yo tenía, frente a mi casa en la Rua de Palmela, un árbol que se llenaba de hojas y de pájaros con la primavera; lo cortaron para que cupieran más automóviles. Cuando me dieron la medalla de oro de la ciudad, yo dije que más que medallas lo que quería era que volvieran a plantar el árbol frente a mi puerta.
            Florbela se suicidó la noche anterior a su cumpleaños, un ocho de diciembre. Le había pedido a su marido un único regalo, que le pagara el viaje a su mejor amiga para que pasara ese día con ella. Padecía insomnios, crisis depresivas, acumulaba en su cuarto, sin control ninguno, toda clase de medicamentos. “Aquí guardo mis venenos”, decía a las visitas. Ya se había intentado suicidar pocos meses antes. Entones llegaron a tiempo de salvarla. Aquella noche dijo que no quería dormir en la habitación conyugal, sino en otro cuarto apartado, que quería dormir tranquila, que no la molestaran, que no la despertaran por la mañana. A nadie le extrañó por eso que tardara en levantarse.
            A su lado encontraron dos cajas de somníferos vacías y el vaso y la botella de leche que la había ayudado a pasar el último trago. También sus últimas indicaciones: querían que cubrieran cu cadáver de flores.
            El marido se lo tomó con toda la tranquilidad del mundo. Lo primero que hizo, antes de avisar a la familia, fue llamar a Guido Battelli y a Ângelo César, los últimos amores, para indicarles que Florbela acababa de morir.
            Cuando van a enterrarla, se desencadena una tempestad, la mayor que se ha visto en muchos años. La villa de Matosinhos parece que va a ser sepultada por las aguas. No es posible el entierro, sobre el cementerio cae una lluvia torrencial. Florbela, vestida de seda negra, las manos cruzadas sobre el pecho, iluminada por las velas, pasa la noche en la capilla como la Ofelia de los prerrafaelitas o la Julieta de algún viejo grabado shakesperiano. Cuando cierran el ataúd es Guido Battelli, el profesor italiano, quien que se queda con la llave. La guardará toda la vida.
            Pero usted no ha venido a que yo le hable de la historia de esa desventurada, sino a conocer la ciudad. ¿Qué le parece si comenzamos a caminar hacia la Ribeira, donde las casas se apoyan unas en otras como los acróbatas de un circo? Es cuesta abajo, no resultará muy fatigoso. Hay que guardar las fuerzas para el resto de la visita. Esta no es una ciudad cómoda ni fácil, pero una vez que te abre las puertas de su corazón ya siempre la llevas contigo, vayas donde vayas.




11 comentarios:

  1. Estupenda esta serie de ciudades de autor. ¿Habrá alguna dedicada a Roma? José y yo viajamos allí este verano y sería una buena guía de la Ciudad Eterna. Saludos

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  2. "Cuando cierran el ataúd es Guido Battelli, el profesor italiano, quien que se queda con la lleva. La guardará toda la vida."

    Guardar toda la vida la llave del ataúd de la amada. Curioso.

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    1. CAPRICHOS DE LA MATERIA. No qué fue de aquella llave, lo que más nos desbarata es que no hay ninguna clave.

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  3. Siempre nos quedará Oporto.Con la Sé a recorrer de rodillas entre tanta piedra y sombra antigua,el barrio de Boavista para atisbar la puesta de sol,los hilos del tranvía a seguir como saliendo del dédalo y la Rua das Flores recorrida con el convencimiento de que sus fachadas se vienen abajo a nuestro paso.De repente un jardín,de súbito una estatua,por sorpresa un azulejo en la pared y a la vuelta,en el hotel,el librito de Florbela.Hay mejor nombre para una poetisa? Claro que no:Florbela...Espanca...

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  4. Mauricio Bodilón Amate26 de julio de 2016, 17:28

    En el café Majestic de Porto, pasadas las cinco de la tarde, sentado en un sofá adosado a la pared, un hombre mayor que parecía haber tomado su té (tenía sobre la mesa de taracea un servicio completo, pero no se llevó a los labios la taza ni una vez: sabe Dios cuánto llevaba sentado allí), en medio de un gentío de dos o tres docenas de astrosos mochileros. Algunos dejaban a los niños corretear entre las mesas y uno estuvo a punto de tirarle la bandeja al suelo al camarero, un mocetón rubicundo con tez de campesino, que llevaba un delantal inmaculado que le ceñia de cintura a pies.
    El gentleman de enfrente iba vestido de traje de lino claro con chaleco, y me llamó la atención que calzara zapatos marrones con empeine blanco (¿cuánto hacía que no veía yo un par como aquellos?). De vez en cuando, levantaba la vista del periódico que parecía leer -o hacía que leía- y la fijaba en el espejo que tenía a mis espaldas, un metro más arriba de mi cabeza que parecía evitar. Solo le vi mover la mano una vez, para sacarse los puños de la camisa. Llevaba gemelos.
    En la vereda de enfrente, el carillón de un banco dio la media. Un acordeonista cetrino cruzó la puerta abierta (era agosto) y pasó la gorra entre los parroquianos. Le solté un euro. El lusitano flemático ni lo miró.
    Pensé que aquel anciano era la viva imagen del esplendor perdido del Majestic, que el buen Martín no tuvo ocasión de conocer. Yo, tampoco.

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  5. Viajé por primera vez a Oporto solo, conduciendo desde tierras vascas un viejo coche que emitía ronquidos desalentadores, presagios de una caducidad inminente. Crucé trigales leoneses, páramos y eriales, guié durante horas, atravesé la frontera sin una sola parada, sin descanso, hasta que, agotado, decidí detenerme un rato en un área rural entrevista a la luz del crepúsculo. Se trataba apenas de una calle ancha y despejada, solitaria, mal iluminada, con pequeñas casas de uno o dos pisos a un lado y una hilera de árboles altos, que me parecieron plátanos, al otro. Bajé del coche, estiré las piernas y busqué alguna taberna cercana. Nada. Desolación. Ni un alma, nadie a quien preguntar. Esperé de pie, dando cortos paseos, y al cabo apareció a lo lejos una figura de mujer acercándose resuelta por la acera en que yo estaba. Me pareció alta, grande, y recuerdo que me vino a la memoria aquello de "è la grande maestosa". Desde buena distancia, para no alarmarla, me dirigí a ella, forzando la vocalización:
    -Perdone, señora, ¿a cuántos kilómetros está Oporto?
    Se detuvo, me miró entre divertida y sorprendida y me dijo, en una lengua que me hizo pensar en Alfonso X, algo así como:
    -Mas se esta é a cidade do Porto!
    De esta manera entré en Oporto. La mujer alta añadió que si caminaba a su lado en pocos minutos estaría en el centro. Y en efecto, enseguida empecé a ver luces tímidas, azulejos desportillados, paredes derrotadas por el peso de las casas y las vidas y letreros "Salao de chá". Tuve la intuición precipitada de que quizás las mujeres de Oporto mostrasen menos dengues y remilgos que las españolas. Pronto se reveló la ciudad escalonada, sus múltiples planos superpuestos, aquella especie de cubismo discrónico. Al día siguiente vi el largo puente de hierro, sólo que hasta hoy no he sabido que era una torre Eiffel tumbada, gracias a a visión del poeta, del poeta que me crea ahora la necesidad ineludible de volver. Voy a volver a Oporto. A verlo con los ojos de hoy, sabiendo ya de Florbela y de Eugénio.
    Climaco Acosta

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  6. Ya que estamos con ejercicios literarios, dejaré un aforismo que se me ha ocurrido antes:

    La razón es la sal de la literatura.

    Saludos a los parroquianos

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  7. Miranda, si querés tener información documentada sobre Roma, no es a Martín a quien tenés que sonsacar: servidor (con casa casi abierta en el Trastévere más tranquilo(?)) es el gran conocedor de la urbe aquella y está dispuesto a soltar lo que sea. Recuerdos al dilecto.

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  8. Al final me pudo mi irreprimible modestia: que sea Martín el que se ocupe, Miranda.

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    1. Nuestra habitación en Roma29 de agosto de 2016, 14:21

      Pequeño cuarto con vistas al Vaticano,
      mesilla con rosario y Virgen
      y el temblor...

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