¿Hay algún viaje que no sea una huida? Me vine a Burdeos
para seguir el rastro de un escritor que amo desde la adolescencia, François
Mauriac, y para escapar de una realidad española que se me ha vuelto
irrespirable. Ningún olor peor que el de los lirios cuando se pudren, escribió
Shakespeare. Nada más dañino que el ilusionado globo de las buenas intenciones
cuando lo llena de aire la descerebrada vanidad.
Vine a
Burdeos para encontrarme con François Mauriac, pero en seguida me salió al paso
otro español desengañado, Leandro Fernández de Moratín. Poco después de llegar,
a comienzos de 1822, responde a su más querida amiga, Pacita, que le pide que
vuelva a España: “Habiéndome visto precisado a salir de allí, y pasar otra vez
el Pirineo, sería yo un bruto si volviera a entrar, mientras la ignorancia de
todos los principios, la ambición, las venganzas y el furor de las pasiones
están destrozando a mi patria y atropellando su ruina. El que no puede apagar
el fuego de su casa, se aparta de ella”.
Mauriac
amaba y odiaba Burdeos, como se amaba y odiaba a sí mismo. Aquí nació, aquí
vivió hasta los veinte años, los peores de su vida, aquí fue un niño triste,
sin amigos, aterrado por las continuas asechanzas del demonio de la impureza.
Recuerda cuando le despertaban para ir al colegio: “La jornada inmensa se
extendía ante mí llena de emboscadas y de trampas, y ya empezaba aquel martirio
de los pies hinchados de sabañones dentro de los pies calados de lluvia. El
aseo era rápido, hubiera sido preciso ser heroico para lavarse. Después del
chocolate bebido con prisas, permanecíamos de guardia ante la puerta para
esperar el ómnibus del colegio que recogía a otros niños tan adormilados y mal
lavados como nosotros. El amanecer borroso se levantaba sobre los suburbios.
Mis pensamientos estaban obsesionados por pobres cuitas de estudiante. Nunca me
sentí más débil, ni más desposeído, ni más perdido”.
¿Tenía algo
que ver aquel Burdeos de finales del siglo XIX, que uno imagina en tenebrista
blanco y negro, con este tan luminoso del siglo XXI? He comenzado el domingo,
apaciblemente soleado, paseando por el rastro que se extiende alrededor de la
aguja de Sain-Michel, hojeando los libros y curioseando las antigüedades de los
pasajes cercanos. En uno de ellos, encuentro un cartel, dirigido “aux élèves
des écoles” en el que se indica que esta prohibido “mojar los dedos en la boca
para pasar las páginas de los libros y cuadernos”, “introducirse en la oreja la
punta del portaplumas o del lápiz”. Al final añade, muy pedagógicamente: “¿Queréis
saber por qué están prohibidas estas cosas? Preguntad a vuestros maestros que
os darán las explicaciones necesarias”.
Me imagino
un cartel como este en el aula de Mauriac, un niño triste, que todo lo veía,
que todo lo callaba y que no soñaba más que con escapar de aquí. No podía
imaginar que cuando lo consiguiera se llevaría consigo su propia cárcel, la
ciudad de su infancia, y que no lograría salir nunca de ella.
Todas sus
novelas tienen por escenario Burdeos y las landas, una ciudad ensimismada y
burguesa junto a un río lodoso y un paisaje de pinos y viñedos. Sus sigilosas envenenadoras,
sus madres opresivas, sus buenos ciudadanos que ocultan insanos vicios y corrosivas
pasiones, son de estos lugares y muchos creyeron reconocerlos, reconocerse. Por
eso se le acusa de denigrar la ciudad.
Las
primeras novelas le causan incluso conflictos de familia; luego, tras el éxito
creciente de este “Dostoieski de bolsillo”, como le llaman sus detractores,
llega el perdón disfrazado de indiferencia. Burdeos
o la adolescencia, uno de los textos más hermosos que se han escrito sobre
una ciudad, termina profetizando la “gloria mediocre” que le reserva la ciudad:
“un busto en alguna curva de una avenida del parque público”.
Paseando al
azar por ese parque público, yo sonrío al encontrarme con un caricaturesco
busto dedicado a Mauriac. ¿Sería la inauguración cómo él se la imagino? “Uno de
tus jóvenes amigos parisienses que por entonces será canoso e ilustre, vendrá,
entre tren y tren, para celebrar la inauguración y leerá un discurso debajo de
un paraguas, que se verá moverse tres segundos sobre la pantalla en algún
noticiario”.
¿Qué diría
Mauriac si supiera, como cuenta José Carlos Llop en “La vida distinta”, su
poema bordelese, que una gran fotografía del escritor, impecablemente vestido,
iba a servir para señalar el aseo de caballeros en la cafetería del Gran
Teatro? Odios y amores han sido olvidados y el escritor es ya solo un reclamo
turístico más.
En toda
ciudad hay dos ciudades, como a mí me gusta repetir. Una para los que viven en
ella y otra para los que pasan por ella. Este domingo soleado, Burdeos es para
mí uno de los escenarios de la felicidad: se celebra la fiesta del vino, los
muelles del puerto de la Luna están llenos de gente con una copa en la mano;
juega Francia en la Eurocopa y la explanada de Quinconces, con sus perpetuas
barracas y su aparatoso monumento a los girondinos, acoge a los aficionados.
Yo voy
siguiendo los pasos de Mauriac: la Rue Pas-Saint-George, donde una pequeña
placa señala la casa en que nació; la sombría Rue du Mirail, al lado de la
puerta, como de germánico cuento de hadas, de la Grosse Cloche; la calle, un
corto callejón en realidad, que lleva su nombre… Poco a poco, noto que se me
nubla el día y yo también me siento, igual que se sintió él durante la
adolescencia, “como una rata que busca la salida de la ratonera”. Y busco los
muelles, como en mi adolescencia buscaba la orilla de la ría avilesina.
Recostado
en el mismo lugar en que el Paquebots des Mer du Sud aguardaba a Baudelaire un
día de septiembre de 1841, me encuentro con el último velero trasatlántico, el
Belem, que este año cumple 120, los mismos que la librería Mollat, otra de las
maravillas bordelesas.
El Belem
fue construido en el puerto de Nantes en 1896 para transportar azúcar y cacao.
Luego pasó por muchas manos, entre ellas las de Lord Guinnes, el ilustre cervecero, y las del
mussolliniano Cini, que lo bautizó con el nombre de su hijo, muerto en
accidente de aviación, como a la fundación veneciana de la isla de San Giorgio.
Ahora es la más hermosa joya de la marina francesa, ha dado varias veces la
vuelta al mundo y el día 17, día de mi cumpleaños, estaba en Bayona, como a mi
espera. No llegué a tiempo de verle, pero el seguro azar hace que lo encuentre
aquí, junto al napoleónico puente de piedra y el dieciochesco telón de fondo de
las doradas fachadas que se reflejan en el río.
Quién
pudiera subirse a él, levar anclas, partir para un largo viaje como el que
lleva a los escolares de Dos años de
vacaciones, a una isla desierta.
Pero yo
debe volver mañana a un país que hoy vota, como en tiempos de Fernández de
Moratín, “vivan las cadenas”. Mauriac odiaba esta ciudad como odiamos, a la vez
que amamos, “todo lo que importa a nuestro corazón”; Moratín fue feliz en ella
y aquí se despidió de las musas y quiso quedarse para siempre: “donde a las del
mar sus aguas mezcla / el Garona opulento, en silencioso / bosque de lauros y
menudos mirtos /ocultad entre flores mis cenizas”. Busco su casa en el número
27 de la Rue Porte Dijeux, muy cerca del Gran Teatro, que frecuentaba casi
todos los días, y de la Plaza de la Bolsa: “Tengo un cuarto magnífico –le
escribió a un amigo–, con un gran salón, dos piezas detrás de él, y al lado un
gabinete, en donde he puesto la elegante y escogida biblioteca en el soberbio
estante de nogal”; las ventanas “dan a un hermoso jardín, al cual bajo por una
escalera de piedra de dos ramales, con sus balaustres de hierro, y me hallo
rodeado de hierba y flores, como Adán en el paraíso”.
Vemos lo
que queremos ver: el pintoresquismos de los bares árabes y la tiendas de dulces
orientales en el barrio de Saint-Michel, no la calle cortada de la Sinagoga y
los militares con sus metralletas frente a ellas; las plazas felices de la
vieja ciudad con sus terrazas bulliciosas, no los montones de basura que la
huelga acumula en las esquinas.
Estar de
paso es la mejor manera de estar en una ciudad: entro en la catedral de San
Andrés o en la románica iglesia de la Sainte Croix para rezarle fugazmente a un
dios desconocido; me siento en la terraza de Le Café Français, a un lado los
arcos palaciegos del Ayuntamiento, y hojeo los Carnets du vieil écrivain, de Jean Guehenno, comprados esta mañana
en el rastro. “La excesiva humildad no conviene demasiado a un escritor” es lo
primero que leo. Sonrío. Estoy completamente de acuerdo.
No hay
ciudad que no sea un estante de mi biblioteca, no hay libro en ella que no sea
una puerta abierta a otro país mejor. Vine a Burdeos en busca de Mauriac y para
olvidarme del tosco enredo sin salida de la polìtica española. Y aquí me
encontré con Moratín. Me gustaría decir como él: “Si así las leyes atropellas,
/ si para ti los méritos han sido / culpas, adiós, ingrata patria mía”. Pero
sería como decirme adiós a mí mismo.
Paquita, Paquita, no Pacita
ResponderEliminar¿Seguro?
ResponderEliminarJLGM
Francisca Gertrudis de Muñoz y Ortiz (Paquita Muñoz)
ResponderEliminarEn la edición del epistolario de Moratín que yo tengo desde hace muchos años (Compañía Iberoamericana de Publicaciones) la carta que cito va encabezada con un "querida Pacita" (p. 228). Cierto que en cartas posteriores a la misma destinataria se lee "querida Paquita" (p. 257), pero más adelante puede encontrarse de nuevo "querida Pacita" (p. 284). Es posible que sea una errata (habría que ver el manuscrito original), pero ¿no podríamos aplicar el criterio de la "lectio difficilior" y tratarse el "Paquita" de una ultracorrección? Quizá Pacita fuera un hipocorístico que solo utilizaban entre los dos.
EliminarJLGM
Compruebo en la mejor edición del epistolario, en la de René Andioc (Castalia) que también aparece "Pacita". Por ejemplo, en la carta 267, del 22 de diciembre de 1822.
ResponderEliminar(La carta que yo cito está en la p. 204 de la edición de la Compañia Iberoamerica, no en la que señalaba antes.)
Desde Burdeos un anciano y desilusionado Moratín escribió su "Elegía a las Musas". Esperemos mejores tiempos que aquellos en los que desde el Garona se despidió de la patria. Un abrazo
ResponderEliminarBuena prosa, tan buena que te doy la enhorabuena.Solo echo de menos que al hablar de Moratin no hayas aludido a su insigne retratista, cuyos restos estuvieron pudriéndose en la ciudad nada menos que setenta humillantes años. Lo nuestro ya era deprimente entonces y mucho antes.
ResponderEliminarNo hablé de Goya, tan presente en las cartas de Moratín, porque el espacio en el periódico es limitado. Debí centrarme en dos autores. Tampoco mencioné a Montaigne.
EliminarJLGM
Pero Moratin es más asociable a Goya que Montaigne...De todas formas reconozco que me apena mucho la ignorancia masiva ante el olvido que sufrió el recuerdo de Goya, como si su talento fuera inferior al de Machado, cuyo triste epílogo sí es conocido por casi todos los españoles, incluso los malos. ¿No estaremos demasiado obsesionados con los muertos "políticos"?
EliminarSospecho, amigo J. K., que quien está obsesionado con los muertos políticos, con la política en general (una política de buenos y malos) eres tú. El artículo era sobre Burdeos y un escritor Mauriac al que se le asoció otro escritor, Moratín, que pasó por allí. No era sobre Burdeos y los pintores o sobre Burdeos y los exiliados españoles. Ningún olvido sufre Goya, ni en Burdeos ni en España. En Burdeos tiene una estatua y una lápida en la casa en que murió (hoy sede del Cervantes). En España, es el pintor más conocido y popular, junto con Velázquez.
ResponderEliminarPerdona que te lo diga, pero hace falta ser muy militante de cierta ideología para encontrarlo postergado frente a Machado el Bueno (culpa, sin duda, de Zapatero y le memoria histórica). Perdona esta broma última.
JLGM
No seas retórico. He aprovechado la circunstancia de que hablas de Burdeos para poner el acento en el hecho lamentable de que apenas nadie sepa que sus restos se mantuvieron en el "exilio" durante setenta años. En cambio la tragedia machadiana todo el mundo la conoce...y el motivo también se conoce. No se, entonces, porque retuerces mi comentario, igual que me decepciona que mi aversión a la actual izquierda apolillada suponga mi militancia con el enemigo. Estos razonamientos simplificadores y superficiales llaman la atención en una persona de tus profundidades. Otra vez mi enhorabuena por el artículo.
ResponderEliminarHe decidido no hablar más de política. Allá cada uno con sus obsesiones, que además suelen resistir cualquier confrontación con la realidad.
EliminarPero no soporto los atentados contra la lógica y por eso apostillo para un hipotético lector neutral. 1/ Nada pinta en estos comentarios la referencia a Goya y la comparación con Machado. 2/ A nadie puede sorprender que se recuerden mejor hechos del siglo XX que del XIX. 3/ Machado sigue en Collioure y mucha gente visita su tumba, los restos de Goya volvieron a España.
En fin, pido disculpas por entrar al trapo. Y agradezco a JK sus palabras sobre mi artículo.
JLGM
Burdeos fue tambien, por largos años, amado J.K., ciudad de acogida de Eleuterio Quintanilla. Por afinidad (aunque fuese solo geográfica, paisana) bien lo pudiera haber mentado este no menos amado vate aldeanovense, que cuelga estos días un mohín de displicente amargura en una comisura de la boca (la izquierda), si le pulsan el teclado de la ametralladora política. Creo que lo entiendo.
ResponderEliminarEste don Eleuterio (Ελευθέριος el que libera), fue un hombre singular: masón, libertario, pedagogo autodidacta..., que en su Gijón natal dio lo mejor de su alma anarquista. Y la desgraciada guerra, su espantoso desenlace, dio con sus huesos en esa Burdeos que le acogió (antes sufrió peripecias peligrosas que no vienen a cuento ahora).
Y Martín sin una palabra dedicada a su recuerdo, buen Khancio.
Oración por Eleuterio Quintanilla:
EliminarBendito anarquismo,
loca libertad,
que en los tiempos turbios
no me deje llevar.