Ramón Gómez de la Serna vio en Lisboa algo que nadie había
visto antes y que quizá nunca volvería nadie volvería a ver después. Encontró
en ella un “Río de Janeiro templado y matizado”, “un Londres sin niebla y sin
ese ámbar especial que hay en la luz de Londres”, una Génova, “sin ese elemento
trágico, angosto y frío”; también, como era de esperar, le vio su parecido con
Nápoles. Junto a todas esas semejanzas, una que nadie esperaría: “A veces he
encontrado un aire de Avilés en el aire de algunas calles de Lisboa. En la
grandeza de evocaciones que suscita Portugal hay también una evocación ingenua,
de villa creada por indianos, tal como Avilés un día claro”.
Tras leer las
palabras que Ramón les escribió a sus amigos de Pombo, siempre que he vuelto a
Lisboa he buscado yo esas calles avilesinas, pero por muchas vueltas que he
dado, por mucho que he fatigado la cuadrícula de la Baixa y las diversas
montañas rusas que conforman la ciudad, confieso no haber sido capaz de
encontrarlas.
Ramón Gómez
de la Serna fue a Lisboa por primera vez en el verano de 1915, cuando la Gran
Guerra dificultaba viajar a otros lugares de Europa. No iba solo. Le acompañaba
una escritora, Carmen de Burgos, Colombine, veinte años mayor que él ,con la
que mantenía una escandalosa relación sentimental.
Todo lo que
se relacionaba con Carmen de Burgos era escandaloso: había abandonado a su
marido, un señorito de Almería que la maltrataba, y con su hija de pocos meses se
había marchado a Madrid a tratar de ganarse la vida. Trabajó como maestra y en
seguida comenzó a colaborar en los periódicos. Fue la primera redactora, la
primera corresponsal de guerra; defendía el divorcio y el derecho al voto de la
mujer. Se la acusó de coleccionar amantes.
El padre de
Carmen de Burgos fue durante más de treinta años cónsul de Portugal en Almería;
ella creció con la admiración hacia ese país, una admiración que se acrecentó
cuando, en 1910, proclamó la República, el régimen que ella quería para España.
Partieron
los dos enamorados, dispuestos a pasar un largo verano lejos de ojos
maliciosos, desde la estación de las Delicias. Ramón la encuentra la más
romántica de las estaciones, una estación en la que todos los trenes parecen el
tren expreso de Campoamor.
No se
viajaba entonces, aunque fuera al cercano Portugal, ligero de equipaje:
“Llevaban demasiados bultos a mano –cuenta Carmen de Burgos en la novela que
recrea aquel verano– después de haber facturado el baúl… Las dos maletas, el
portamantas, los saquitos, la cesta de la comida, en la que no habían cabido la
fruta y el pan, obligando a hacer dos bultos más… No se había olvidado de nada…
vino, botella de agua, el termo con leche y café, porque el correo no lleva
restaurante”.
Lo primero
que les sorprendió al llegar a Lisboa fue que el tren parecía entrar en ella
por los tejados. Tuvieron que bajar varios pisos en ascensor para salir a la
calle.
Se alojaron
en un hotel cercano y, sin deshacer las maletas, corrieron a asomarse al
balcón, impacientes por conocer aquella ciudad a la que habían llegado de un
modo tan extraño.
La plaza
del Rossio era como la Puerta del Sol: tenía el mismo bullicio, palpitaba
igualmente en ella el corazón de la ciudad. Pero era mucho más amplia y hermosa,
con su suelo de piedrecitas menudas, dispuestas en caprichosas ondulaciones,
que les recordaba los mosaicos pompeyanos. A un lado, el Teatro Nacional, con
la estatua de Gil Vicente, al otro el elevador de Santa Justa, y el convento
del Carmo, medio destruido, perenne recuerdo del terremoto, y detrás, invisible
en ese momento para ellos, el castillo de San Jorge, dominándolo todo.
Pronto los
periódicos dieron noticia de la llegada de Carmen de Burgos a Lisboa; su viaje
no era solo una escapada romántica; venía para entrevistar a las figuras más
destacadas de la política, la literatura y el arte. Gómez de la Serna, entonces
poco conocido, la dejaba a veces a solas con sus admiradores y, sobre todo, con
una amiga, Ana de Castro Osório, por la que sintió desde el primero momento una
cierta hostilidad.
Quizá
pensaba en ella cuando, unos años después, en su novela La quinta de Palmira, hizo a la protagonista, tras varias aventuras
masculinas, enamorarse de una mujer, Lucinda, que le leía versos de Renée Vivien,
versos dedicados por una mujer a otra: “Ah, tu carne, bajo el agua y bajo mi
carne, mi carne que busca todo lo que huye y se la parece”. En sus momentos de
celoso insomnio se imaginaba a la dama portuguesa, defensora de los derechos de
la mujer, susurrándole al oído a Colombine: “Sé loca conmigo, pues la locura es
la sabiduría de las tinieblas”.
Tras aquel
primer verano, volvieron varios más a Portugal. La estrella seguís siendo
Carmen de Burgos, admirada por todos los próceres republicanos, y que incluso
fue agasajada con una gran fiesta en un barco que recorrió el estuario del Tajo
al atardecer. Todos los periódicos hablaron de ese homenaje y ella misma lo
describió en su libro Peregrinaciones:
“Un precioso vaporcito nos esperaba al pie de la escalinata de mármol de la
Plaza del Comercio. Sus tripulantes eran todos artistas: literatos, pintores o
escultores; las damas, todas escritoras, periodistas o actrices, como Lucinda
Simoes y Palmyra Torres. El barco se ha deslizado entre los ópalos y los dorados
del crepúsculo sobre las aguas rizadas y blancas del Tajo. Se ha deslizado con
un nadar blando, de dama que pisa sobre alfombras, y parecía que iba tendiendo
para nosotros la vista incomparable de Lisboa como una cinta mágica
maravillosa”.
Mientras
Colombine manda colaboraciones que describen la nueva situación portuguesa a
los periódicos españoles, Ramón envía cartas a sus amigos de Pombo para que se
lean en la tertulia. Como todos sus escritos, están llenas de arbitrariedad y
gracia, de genialidad y disparate.
De aquel
primer viaje, les quedó la fantasía de comprarse una casa con jardín y quedarse
a vivir para siempre en Portugal. El sueño pudo hacerse realidad cuando, al
morir su padre, registrador de la propiedad que había costeado sus caprichos
iniciales como escritor, Gómez de la Serna heredó unos miles de pesetas que se
vieron acrecentados, según un azar muy ramoniano, con un segundo premio en la
lotería. En Estoril, frente al mar, edificaron un chalet, El Ventanal, que algo
tenía de quilla de barco dispuesto a partir hacia lo desconocido y a resistir
cualquier tempestad.
Pero el sueño
de Portugal terminó en pesadilla, como aquel amor entre desiguales en edad pero
iguales en cultura y talento; terminó como terminan todos los sueños, también
el de la liberal y masónica República portuguesa. Colombine le permitió al
celoso Ramón, que no la dejaba mirar a ningún otro hombre, al enamoradizo
Ramón, que la engañaba con cualquier mujer, todas las traiciones, salvo la
última. Fue en 1929, cuando el estreno de Los
medios seres. El escritor se dejó seducir por una ambiciosa actriz, que no
era otra que María, la hija de Colombine, aquella niña con la que había huido
de Almería en busca de una vida mejor.
Durante mi última visita a Lisboa, tras los pasos de Ramón y
Colombine, encontré en la Feria de Ladra, vertedero de todas las ilusiones, unos
números descabalados de la revista Contemporánea
en las que las colaboraciones de Pessoa y sus heterónimos alternaban con
las de Gómez de la Serna. Entre sus páginas, unos folios mecanografiados, con
greguerías de Ramón, algunas publicadas en la revista, otras desconocidas y
quizá inéditas.
Las palmeras de Lisboa están hechas
para abanicar mujeres desnudas a la hora de la siesta.
En el laberinto de Alfama el
minotauro se disfraza de marinero.
Para pasar bajo el Arco Triunfal de
la Plaza del Comercio habría que ser, por lo menos, emperador de todas las
Indias.
En las noches de luna llena se ve la
Torre de Belém darse una vuelta por el estuario.
Los libros de los escritores
portugueses, casi todos suicidas, deberían despacharse con receta médica.
En la Feria de Ladra todas las
viudas pobres han vaciado sus armarios y los amantes despechados el cajón donde
guardaban los mechones de pelo y las cartas de amor.
Todos los negritos de Lisboa parecen
haber sido alguna vez pajes en Oriente.
A los balcones de Lisboa se asoma
Circe con los senos desnudos para engatusar a los marineros de Ulises.
Los niños de Lisboa aprenden
geografía en los bacalaos secos que cuelgan a la puerta de las tiendas.
En las mazmorras del castillo de San
Jorge tienen encerrado a un dragón que escupe fuego por la boca y reza el
rosario en español,
La melancolía de Portugal se explica
porque todas las tardes el país se detiene para contemplar la puesta del sol.
Algunos días de niebla he podido ver
al caballo blanco de don Sebastián, pero sin jinete.
Los portugueses hablan tan bajo que
a veces ni se enteran de lo que dicen.
Los portugueses, antes de hacer una
revolución, piden permiso.
Si todas las escaleras de las calles
de Lisboa se pusieran una sobre otra llegarían al cielo.
En Lisboa conservan el siglo XIX
como mi tía Carolina Coronado guardaba embalsamado el cadáver de su marido.
Al portugués le gusta enamorarse
para toda la vida, por eso, ahora que la República ha traído el divorcio,
procuran enamorarse de una mujer distinta de su esposa.
Los poetas portugueses no cuentan
las sílabas sino los suspiros.
En Portugal la alegría no se baila,
se canta y se llora.
Solo quien llega en barco entra en
Lisboa por la puerta principal.
El portugués no es más que el
español con mala ortografía y buena educación.
La plaza más triste de Lisboa se
llama plaza de la Alegría.
En los azulejos blancos y azules un
niño nos cuenta la historia del mundo.
En Lisboa está la zapatería a la que
San Pedro llevaba a arreglar sus sandalias.
En Lisboa hay poetas que se suicidan
por no encontrar la última rima de un soneto.
Ulises, disfrazado de mendigo, fundó
esta ciudad y le gustó tanto que aún no ha encontrado el momento de marcharse.
También la luna, en las noches sin
luna, ronda por el Cais de Sodré en busca de marineros.
Los hombres solos están en los cafés
de Portugal más solos que en ninguna otra parte.
En los meandros del Garona, en sus orillas de arenas rojas, se hacinan las astillas policromas de barcos y almadías -palo de rosa, araucaria, cedro, nogal, álamo blanco-, los cascos oxidados de antiguas motoras de vapor, pecios ahora cubil de siluros y pirañas, alguna osamenta trabada en los manglares.
ResponderEliminarEn la recta final, antes de estrellarse en los aluviones de la costa marina, las aguas corren vivas entre los abruptos taludes de la orilla, ahora descarnada y estéril como morrena de glaciar.
La mancha terrosa de las aguas del río penetra mar adentro y se diluye entre jolgorio de gaviotas, allí donde retrocede un manatí perdido y cabecea la chalupa de un pescador de perlas de las islas del delta del Garona.
El exceso de coloratura sabe a merengue, a melocotón en almíbar, a leche condensada. No se enfade.
ResponderEliminarMagníficas las greguerías... sean de quien sean.
ResponderEliminarLas evidentes limitaciones de algunos artesanos les hace confundir la luna con un queso.
ResponderEliminarLa condición de soprano coloratura solo la alcanzan algunas gargantas privilegiadas.
Mejor la coloratura que la emplomadura.
Y existe la envidia.
La ramplonería hace estragos en un pueblo que se acaba de pegar un tiro en el pie.
Aforismo nº 8:
ResponderEliminarNo se hizo el merengue para la boca del conejo estepario (con gaita en el baúl).
Ni wikipedia para gente culta como usted, que nos anega de azúcar y luego desconoce el ámbito léxico de coloratura.
EliminarNaturalmente que no se hizo la Wiki para gente como yo: debiera ser ponente y suministrador de saberes del citado mamotreto digital. El que parece que no tiene zorra idea de colores ni de coloraturas es vuesa merced, porque si supiese cómo le afea el rostro ese color cerúleo de los poco ventilados, quizás porque se crío a los pies de una papelera de ENCE (¿le vendrá de ahí la afición por el papel?), se iba a preocupar y tomaba medidas. No le recomiendo los aires que vienen de la sierra, porque veo que no le mejoran.
EliminarPues eso, a mejorar.
Me gustaría saber, si me lo permiten estos anónimos habituales, a qué viene esta tonta discusión tan poco pertinente. ¿No podría quedar en algún bar para dirimir su diferencias en privado? Dicho con todos los respetos.
EliminarJLGM
Es que ese cíclope, Martín (por no llamarle tuerto), me mira mal; dice que no le gusta el azúcar y las paga conmigo. Martín, sé fuerte; aguanta un poco más, que me voy al exilio (está decidido desde el domingo 26 de junio, día de los santos Virgilio y Majencio).
EliminarPreciosa historia la de Colombine y Ramón en Lisboa. ¿Se tiene constancia de si hubo contactos con Pessoa y el grupo de Sà-Carneiro y Almada Negreiros? (J.M. Sánchez-Paulete).
ResponderEliminarGómez de la Serna alude al suicidio de Sá-Carneiro y menciona a Pessoa en sus cartas de Portugal incluidas en el segundo tomo dedicado a Pombo.
ResponderEliminarJLGM
Parece que Lisboa ejerce un embrujo especial sobre los escritores españoles. Muñoz Molina, por ejemplo, le debe agradecer el escenario de dos conocidas novelas, aunque no son las que yo encuentro mejores.
ResponderEliminarInteresante historia, Jose Luis, sustentada por una fluida prosa. Lee uno a los habituales de El País y otros similares y se queda sorprendido de que alguien haya decidido hacerlos habituales, como si nuestro yacimiento literario fuera escaso y se redujera a esos que fueron bastante y ya son menos.
CAFÉ LA IBERICA (BUENOS AIRES)
ResponderEliminarQué poco sé de Buenos Aires... Fue Borges quien me inoculó el presentimiento de esa ciudad, y la asumo como a través de una duermevela o de un sueño mal dormido: se engarzan una manzana de Palermo -la manzana pareja-, un galpón rosado, un cuchitril de compadritos cuchilleros... Pero también están el bandoneón de Piazzolla, Gardel, Belgrano, Diego Armando Maradona, Corrientes, Nueve de Julio, Nacha Guevara, (Les Luthiers no me los menten)...No sé cómo huele el aromo de un parque ciudadano, y desconozco el sabor del mate. Supongo que el fragor de un estadio de fútbol sera el mismo que oigo desde mi casa las tardes de algunos domingos, acá en el norte de España..., aunque serán otras las imprecaciones. Me cuesta pensar que por el río de los descubridores ya no bajan camalotes y que las aguas ahora estén imposibles. También me acuerdo de Alfonsina...Y de una bailarina que voló sobre las tablas del Colón.
Pero estoy seguro de que si entro en el café La Ibérica me envolverá el aroma universal de un café caliente, el mismo que me acogió en Lisboa, en Bruselas, y que me hizo sentirme como en casa en la hermética Praga, en torno a una taza de café. El café como lengua universal.
Salud.