Sábado, 9 de noviembre
SOLO UNA VEZ
Si yo
escribiera un libro titulado Mis encuentros con gente importante, me
parece que tendría muy pocas páginas He
admirado a muchos escritores contemporáneos (ahora mi capacidad de admiración
se ha reducido un poco), pero nunca he sido un mitómano, nunca he buscado la
manera de acercarme a ellos ni se me ha ocurrido, si coincidíamos, pedirles una
dedicatoria. Las que tengo, bastantes, fueron siempre ofrecimiento de los
autores (y algunos de esos libros, para desdoro mío, andan rodando por las
librerías de viejo). Solo una vez pedí una dedicatoria a un escritor admirado,
muy admirado, y pocos minutos después arranqué la hoja, la hice pedazos y la
arrojé a la papelera.
De los escritores del 27, a los
únicos que conocí personalmente fue a Gerardo Diego y a Dámaso Alonso, y a los
dos porque pasaron por Avilés, no porque yo me desplazara para verlos.
Dámaso
Alonso vino a dar una conferencia, sobre no recuerdo qué aspecto de la poesía
del Siglo de Oro, a la biblioteca Bances Candamo que entonces estaba en el
número 3 de la calle Jovellanos (como indica el titulo del poema en que hablo
de ella). Yo tenía diecisiete años y había leído no solo su poesía, sino la
mayor parte de sus ensayos sobre literatura. Mi preferido era el libro Poesía
española (ensayo de métodos y límites estilísticos), en el que había
aprendido la música y la magia (y hasta los trucos) de la versificación
clásica. El que llevé a la conferencia era otro, Poetas españoles
contemporáneos. Al final me acerqué tímidamente para pedirle que me lo
firmara. Me recibió con muy malos modos, como un viejo cascarrabias. No es que
hubiera una gran cola que pudiera molestarle. Yo era el único que había traído
un libro suyo y, casi seguro, el único que ya había leído aquella conferencia
que no era más que un refrito de un trabajo previamente publicado, creo
recordar que en Ínsula. Me retiraba avergonzado cuando intervino Antonio
Ripoll, director de la biblioteca: “Perdone la molestia, pero es nuestro mejor
lector”. Y cogió el libro de mis manos y se lo acercó al ilustre director de la
Academia de la Lengua. Este sacó un bolígrafo y sin mirarme hizo un garabato en
la primera página. Nada más salir de la biblioteca, arranqué yo esa página, la rompí en pedazos y la arrojé a la papelera. No sé si me vio hacerlo, me hubiera
gustado que sí.
A Dámaso Alonso, por supuesto, seguí leyéndolo
y admirándolo. Pero me alegro mucho de no haber tenido ocasión de volver a
verle.
Domingo, 10 de noviembre
POLVO EN LA SOMBRA
Tras
leer lo que cuento hoy sobre mi intervención en el libro de Ángel González Otoños
y otras luces, me llama un amigo: “Tengo algo que enseñarte. ¿Tomamos un
café esta tarde?”.
Quedamos
en mi lugar de lectura habitual antes de ir al cine, el McDonald’s de Los
Prados. Sus empleados son los más gentiles que he conocido. Nada más ver que me acerco, ya me preparan mi café con leche, nunca tengo que esperar cola.
--¿Así que fuiste tú quien
eliminaste dos de los poemas de Ángel González de su poesía completa?
--¿Cómo dices? Yo no he eliminado
nada.
Me enseña la fotocopia de una página
de El Comercio, publicada el 15 de septiembre de 2008, que lleva el
título de “Dos poemas que Ángel González nunca incluyó en sus libros desvelan
su lado más autocrítico”.
---Esos poemas, según se indica en
el artículo, formaban parte del original de Otoños y otras luces que el
poeta entregó a Emilio Alarcos para su revisión. Este no pudo aconsejarle
descartarlos puesto que los incluyó en la conferencia sobre él que dio en la
universidad de Salamanca con motivo del premio Reina Sofía. Seguro que lo
hiciste tú cuando te pasó el libro, tras la muerte de Alarcos, para la revisión
final.
---¡Nunca me atrevería a sugerirle tal cosa! Me limité, como he contado, a algunos aspectos de la edición. Si hubiera recordado esos poemas, sobre todo “Polvo en la sombra” (el otro me interesa menos), que yo mismo publiqué en Clarín, le habría preguntado por las razones de la eliminación. No creo que los hubiera olvidado. Eran poemas recientes y siempre escribió más bien poco. Quizá no acababa de gustarle el humor macabro que refleja el título de uno de ellos, una variación del “polvo serán, mas polvo enamorado” quevediano. Pero son poemas que no deberían faltar en una edición de su poesía completa.
Miércoles, 13 de noviembre
LEY DE LYNCH
En los
Estados Unidos del siglo XIX y comienzos del XX, si una mujer blanca afirmaba
haber sufrido abusos sexuales por parte de un hombre negro, de inmediato se
formaba una partida de aguerridos defensores de la moralidad dispuestos a
colgar de un árbol, después de haberle dado una buena paliza, al primer negro
que encontraran. El linchamiento estaba bien visto: era la más rápida y eficaz
aplicación de la justicia. Ahora hemos recuperado esa costumbre. Pero la ley de
Lynch 2.0 es una poco más civilizada: ya no se cuelga de un árbol, solo se
condena a muerte civil, y el agresor no tiene por qué ser negro ni inmigrante,
aunque eso siempre ayuda, puede ser blanco y si además ocupa un cargo político,
miel sobre hojuelas, para decirlo con una expresión que tiene el mismo sabor
tradicional.
Un amigo me envía una página de
Instagram en la que una joven anónima acusa a otro amigo (mío, pero no del que
envía la página) de haber abusado sexualmente de ella. No da el nombre, solo
las iniciales, pero sí todos los datos necesarios para que cualquiera que le
conozca sepa de quién se trata.
¿Es
verdadero su testimonio? Pues no lo sé. Verosímil sí parece. Pero las mentiras
inventadas con afán de venganza siempre lo son. Solo la verdad puede darse el
lujo de ser, o parecer, inverosímil.
Hemos vuelto a los tiempos de la
Inquisición o, por no irnos tan lejos, al Madrid de los primeros meses de la
guerra civil o de los primeros años de posguerra, cuando bastaba una denuncia
anónima (“no come carne de cerdo”, “es un quintacolumnista”, “votó al Frente
Popular”) para la hoguera, el paseo o los largos años de cárcel.
¿Quiero esto decir que yo disculpo a
quienes tienen relaciones sexuales con otra persona sin su pleno
consentimiento? En absoluto. Si no son capaces de seducir a nadie en buena ley,
que las tengan consigo mismos, que ahí siempre tendrán asegurado el
consentimiento.
Yo siempre estoy del lado de las víctimas. Pero de todas las víctimas: de las que son objeto del más mínimo
abuso (no hablamos ahora de los israelíes asesinados o secuestrados por Hamás
ni de los palestinos asesinados o secuestrados, ellos dicen encarcelados, por
Israel) y de las que son objeto de difamación o calumnia.
Denuncia anónima, no; denuncia pública
donde corresponda con nombre y apellidos y cargando con las consecuencias si es
falsa. Claro que si el acusado es un político, da igual que sea falsa o
verdadera. Ya está sentenciado, y sin apelación posible, por la nueva ley de
Lynch 2.0.
Jueves, 14 de noviembre
CERO EN DIPLOMACIA
Fue
como uno de esos banquetes de boda que duran tres o cuatro horas y en los que
la cortesía obliga a no levantarse de la mesa y a no dejar nada en el plato.
Cierto que el menú era de buena calidad, aunque un tanto contundente y con salsas
algo repetitivas (el postre compensó un poco).
Habría
que hacer un protocolo de las presentaciones, no confundirlas con una serie de
ponencias sobre el mismo tema, y limitar la duración, sobre todo si el público
está de pie y cautivo (la puerta de escape no estaba al fondo, como es
habitual, para poder irse discretamente, sino detrás del presentado y los
presentadores).
Yo miraba a Ana, la hija del autor. “En cuanto
ella se canse y salga, yo salgo tras ella”, me decía. Pero aguantó a todos sin
rechistar. ¡Y tiene ocho años! Está visto que hasta los niños son más pacientes
que yo.
Se presentaba una biografía de
Alejandro Casona y su autor es uno de mis más seguros amigos y una de las
mejores personas que conozco, Alfonso López Alfonso, “en el buen sentido de la
palabra, bueno”, como decía Machado (yo lo soy en el otro sentido), así que al
final puse mi mejor cara y fui a felicitarle por la magnífica presentación y
para agradecerle que me mencionara (junto a Antonio Fernández Insuela) como uno
de sus maestros (en erudición y gestión del tiempo, ha aprendido más de Insuela
que de mí). Pero me temo que no conseguí disimular lo suficiente y le agüé un
poco la merecida fiesta.
“Mal maestro aquel al que no superan
sus discípulos”, dijo Eugenio d’Ors. Si eso es cierto, yo soy bastante mal
maestro, porque hay dos cosas en las que ningún discípulo me superará nunca: en
impaciencia y en impertinencia.