Al fondo del café, alargado y estrecho como un vagón de
ferrocarril, un hombre solo, con el sombrero y el abrigo puesto, fuma
abstraído; de vez en cuando anota algo en un papel arrugado. Tiene unos
cuarenta y cinco años, pero aparenta muchos más.
Hasta él,
sin que se dé cuenta, se acerca un caballero orondo, elegantemente trajeado,
que despierta la curiosidad de los otros clientes: levantan sus ojos de las
cartas o de la copa o del periódico y se le quedan mirando. Es el hombre del
día. Hace poco, en el Diario de Notícias,
ha entrevistado largamente a la Esfinge, al hombre providencial que, oculto en
su despacho, solo con aplicar al presupuesto las operaciones elementales de
sumar, restar, multiplicar y dividir, estaba sacando al país del abismo.
––Perdone,
maestro, que le interrumpa. Vengo a darle una buena noticia y a pedirle dos
favores.
Al escuchar
la voz, el hombrecillo triste levantó la vista; tras esbozar una sonrisa, con
un gesto le indicó que se sentara.
UNA AMISTAD DEL TIEMPO DE ORPHEU
Las relaciones entre António Ferro, el Goebbels del Estado
Novo, y Fernando Pessoa, el poeta de los heterónimos, ya bien conocidas,
adquieren matices inéditos a la luz de los papeles inéditos de Almada Negreiros
recientemente publicados por la Fundación Gulbenkian.
António
Ferro era un jovencito ambicioso cuando se acercó al grupo de Orpheu, la revista que en 1916 renovó la
literatura portuguesa. En el segundo número, llegó a figurar como director
porque, tras el escándalo del número inicial, nadie quería dar la cara. Los
verdaderos directores, como es bien sabido, eran Pessoa y Sá-Carneiro. De
António Ferro, autor de un mal libro de versos, Missal de Trovas, ansioso por figurar, todos se burlaban un poco.
Algo después descubriría a Gómez de la Serna y sería el primero en greguerizar
en portugués: “Lo mejor de la Venus de Milo son los dos brazos que le faltan”.
DOS FAVORES
––La buena noticia es que Salazar ha creado el Secretariado
de Propaganda Nacional y me ha encargado que lo dirija. Tiene mucho interés en
conocerle, maestro. Hemos de preparar el encuentro. Cuando a usted le venga
bien. El jefe de Gobierno, alma de la nación como usted lo es de la literatura,
tendrá siempre tiempo para recibirle.
El primer
favor es que prepare usted por fin un libro y lo presente al premio de Poesía,
uno de los cinco grandes premios que pienso crear. Está dotado con cinco mil
reales, cinco contos, no hay premios
así ni en Francia ni en España. El primer premio será para usted, sin duda
alguna.
El segundo
favor es un poco delicado. ¿Recuerda nuestra conversación cuando leímos en O Século el artículo de Avelino de
Almeida? El sol había danzado sobre los miles de peregrinos que esperaban la
aparición de la Virgen y usted sonrió y dijo: “Pues el sol de Fátima debe de
ser distinto del de Lisboa porque aquí nadie le ha visto moverse”.
“¿No cree
usted en los milagros, maestro?”, le pregunté. “Creo que hay mundos que
desconocemos, enigmas a los que la ciencia no sabe responder. Tengo una tía
aficionada al espiritismo y más de una vez he participado en las sesiones que
se celebran en su domicilio. Al principio era un tanto escéptico, pero poco a
poco comenzaron a ocurrir cosas. Yo mismo comencé a ser medium. Estaba una vez en casa, de noche, recién llegado de A
Brasileira, cuando mi mano pareció moverse sola, tomó pluma y papel y trazó la
firma de Manuel Gualdino da Cunha; luego, varias líneas sin sentido y series de
números. No le di ninguna importancia. Lo extraño es que poco después comencé a
ser vidente, a tener visión astral y visión etérica. Veía el aura magnética de
las personas y de mí mismo, irradiándome de las manos. Llegué incluso a ver el
esqueleto de un individuo por debajo del traje y la piel cuando me encontraba
en el Rossio. También era capaz de estar en dos sitios a la vez. Cuando el
pobre Sá-Carneiro se suicidó allá en su cuarto de París, yo estaba aquí en
Lisboa y al pie del lecho, viéndole tomar el veneno sin poder hacer nada. Creo
que todo eso es anormal, en el sentido de poco frecuente, pero no antinatural.
Hay mundos superiores al nuestros y habitantes de esos mundos en grados
diversos de espiritualidad”.
Yo no le
creí, maestro, pensé que bromeaba conmigo. Y me ofrecí a ir hasta Fátima,
entrevistar a los que decían haber visto a la Virgen y demostrar que todo había
sido una estratagema de clérigos avariciosos que se aprovechaban de la
ignorancia de unos niños para aumentar la devoción y los donativos.
Usted se
ofreció a acompañarme. Afirmaba sonriente que la Virgen, aquella señora de
Galilea que había sido madre de Jesús, caso de gozar de la inmortalidad,
tendría mejores cosas que hacer que plantarse encima de una encina y juguetear
con el sol, pero suponía que podía haber algo, una presencia astral, seres de
otro mundo.
Allá fuimos
los dos y a la vuelta escribimos un relato del viaje. Yo le entregué una copia
del mío, pero el suyo no tuvo ocasión de leerlo, a pesar de lo interesado que
estaba. El segundo favor que le pido, que lo haga desaparecer, es muy
importante para mí. Yo entonces era un joven irreverente e incrédulo y dije cosas
de las que ahora me arrepiento. Los obispos portugueses han consagrado Portugal
a la Virgen de Fátima y Salazar me ha dicho que confía en ella más que en todos
sus ministros y en toda su policía. Un pueblo que cree es un pueblo capaz de
cualquier sacrificio. Si ese escrito mío sale a la luz, tendré que dejar mi
cargo y no podré hacer por el país todo el bien que me siento capaz de hacer.
UN INÉDITO DE PESSOA
Durante bastante tiempo, se dudó de que Pessoa llegara a
escribir ese informe de su viaje a Fátima, ya que no se encontró ningún rastro
de él en el archivo y el poeta tenía la costumbre de conservarlo todo. Inesperadamente ha aparecido una copia
dactilografiada entre los papeles de Almada Negreiros. Los estudiosos dudan
sobre su autenticidad. Jerónimo Pizarro, que la ha analizado letra a letra,
afirma que ha sido escrita con la misma máquina que otros textos del poeta, lo
que si no la confirma del todo (Pessoa no tenía máquina de escribir propia, utilizaba las de las oficinas en que trabajaba), la vuelve bastante verosímil.
António Ferro –escribe Pessoa–, admirador de
Marinetti, como Álvaro de Campos, alquiló un automóvil y en él, a pasmosa
velocidad, nos dirigimos a Fátima. Se averió dos veces, pero las dos tuvimos
suerte y conseguimos ponerlo en marcha. Yo, que desde mi vuelta de Pretoria
apenas había salido de Lisboa, me sentía como un explorador, un Stanley o un
doctor Livingstone, supongo.
Al llegar a
la población, decidimos que cada uno haría el inquérito por su cuenta. Ferro,
cuaderno y lápiz en mano, fue en busca de los pastorcitos. Yo comencé a
sentirme un poco mareado, tras el ajetreo del viaje, y busqué un lugar en que
sentarme. Lo encontré en un pequeño muro, en una calle apartada, a la sombra de
un árbol.
En seguida
noté que no estaba solo, aunque no había nadie cerca. Lo que me rodeaba fue
cambiando de color, hasta quedar en un sepia de fotografía antigua. Y entonces
apareció una mujer vestida de blanco, con una túnica de bordes dorados.
Sonreía. “¿Eres la Virgen?”, le pregunté. Siguió sonriendo sin decir nada.
De pronto,
un sonoro rebuzno seguido de varias maldiciones y la aparición desapareció.
Distraído, había avanzado hasta el medio de la calle y casi me había
atropellado un burro que cabalgaba un campesino. “¡A ver si andamos con más
cuidado, pasmarote!”, dijo el Sancho Panza.
Yo estaba
como borracho sin haber probado una copa. Caminé hasta un descampado; parecía
que alguien guiara mis pasos. Y allí me sorprendió una gran esfera metálica,
con ventanas redondas, como las de los barcos. Se abrió una portezuela y
bajaron dos hombrecillos. Se pusieron a mi lado y me invitaron a acompañarles.
¿En qué
lengua hablaban? En ninguna. No abrieron la boca, pero yo sabía claramente lo
que querían. Entré con ellos en la nave esférica. Sobre una mesa, tendida,
desnuda, estaba la mujer que había visto antes. Pero no era una mujer, sino una
especie de muñeco animado. Un boquete abierto en el vientre, permitía ver las
ruedecillas, las tuercas y los muelles metálicos de su interior. Junto a ella,
como el médico que hace una autopsia, con un bisturí en la mano, había un
individuo que me pareció reconocer. Lo miré fijamente y, aunque estaba más
delgado, no tuve ninguna duda: era Sá-Carneiro, el amigo que se había suicidado
en París. Me miró a los ojos fijamente, como para hipnotizarme, luego me los
cerró suavemente y yo quedé profundamente dormido.
Me despertó
Ferro, bajo el árbol en que me había sentado a descansar, ya anochecido. “¡Qué
susto me ha dado! No le encontraba por ninguna parte. Y luego le veo aquí, como
muerto”.
Me puse las
gafas, que se me habían caído, le tranquilicé y le pregunté qué tal le había
ido en sus indagaciones. “¡Una estafa bien tramada, una engañifa! Traigo las
pruebas. Los niños son unos inocentes que dicen lo que quieren que digan el
cura y su ama, que lo han tramado todo. Tengo las pruebas”.
AQUEL DÍA DE 1933
Aquel día de 1933, en que fue a buscarlo al Martinho da
Arcada, António Ferro quiso acompañar a Pessoa hasta su casa. “No es ninguna
molestia, maestro. Déjeme que disfrute de su compañía. El Quinto Imperio, el imperio
cultural del que tanto ha hablado, está cerca. Portugal volverá a ser grande.
¿Recuerda los versos con que termina su poema a Sidónio Pais, el presidente-rey
brutalmente asesinado, esos versos que hablan de un lejano clarín matinal que
anuncia el regreso de don Sebastián? Pues ha llegado la hora. António de
Oliveira Salazar es el deseado y yo soy su heraldo. Los mejores intelectuales
de Europa le apoyan. Estoy en contacto con Valery, con Maeterlinck, con Unamuno. Y de mi maestro Pessoa espero el
libro que cante la gloria de Portugal, el nuevo Os Lusiadas”.
Pessoa
trató de cortarle el paso, pero fue inútil. Entró en el cuarto y se puso a
buscar entre sus papeles. “Poemas de Reis, de Campos, de Caeiro, cuántas
maravillas, maestro. Europa caerá a nuestros pies deslumbrada cuando esto
comience a salir a la luz. Desde el Secretariado de Propaganda Nacional nos
ocuparemos de ello. ¿Pero dónde está el informe sobre Fátima que le entregué
hace años? Usted lo guarda todo, maestro. Dígame dónde está. Debo destruirlo.
Si sale a la luz, se acaba mi carrera política y con ella el futuro glorioso
que espera a Portugal”.
¿Hizo
Pessoa desaparecer el escrito de António Ferro? No se ha encontrado ni rastro
en el “espólio”. Y Ferro cumplió su
palabra: el poeta recibió cinco mil reales –una pequeña fortuna entonces– por
su libro Mensagem, a pesar de haber
sido descalificado al no cumplir con el número de páginas requerido.