sábado, 27 de septiembre de 2025

La rueda de la fortuna: Fantasmagoría de Buenos Aires

 

Viernes, 26 de septiembre 
EN EL BLACK  BAR

¿Habrá algo menos prodigioso que un auténtico fantasma?, se pregunta Carlyle en Sartor Resartus. Y él mismo se responde: “El inglés Johnson anheló, toda su vida, ver uno; pero no lo consiguió, aunque bajó a las criptas de las iglesias y golpeó las tumbas. ¡Pobre Johnson! ¿Nunca miró las marejadas de vida humana que amaba tanto? ¿No se miró siquiera a sí mismo? Johnson era un fantasma, un fantasma auténtico; un millón de fantasmas se codeaba con él en las calles de Londres. Borremos la ilusión del Tiempo, compendiemos los sesenta años en tres minutos; ¿qué otra cosa era Johnson? ¿Qué otra cosa somos nosotros? ¿Acaso no somos espíritus que han tomado un cuerpo, una apariencia, que luego se disuelven en aire y en invisibilidad?”.

            No sé si la cita será exacta. Di con ella en el prólogo que Ramón Gómez de la Serna escribió para un volumen de cuentos del desconocido Enrique Campos Menéndez. La obra se titula Fantasmas y yo la encontré en una librería cercana al hotel, recién llegado a Buenos Aires, todavía con la sensación de irrealidad que provoca el cambio horario y de estación. En el sótano hay un pequeño café, rodeado de estanterías, en el que se celebran tertulias literarias y espectáculos teatrales. Cuando yo estuve allí, una actriz monologaba ante media docena de personas. Yo preferí hojear libros. El primero que tomé al azar es precisamente el de Campos Menéndez: “¿No será el ver un fantasma el verse uno a sí mismo fuera de sí mismo, como en un espejo de aire?”, se pregunta Gómez de la Serna.

Sábado, 27 de septiembre
EN EL ATRIO

Ayer hablamos de fantasmas y de Buenos Aires en la tertulia, y hoy Gabriel Manrique, a quien conocí en Las Caldas durante el homenaje a Xuan Bello, se me acerca a saludarme en el Atrio.

            ---¿Puedo sentarme un momento? Quería contarle una cosa que he contado a poca gente. Es una historia de amor y también de fantasmas, como todas lo son, me temo, y transcurre en Buenos Aires, así que creo que le gustará. La última vez que fui a esa ciudad fui en busca de un fantasma. Lo había visto por primera vez diez años antes, saliendo de una de las bocas del metro de la Plaza de Mayo, la que está al comienzo de la calle Bolívar. Miraba yo, distraído, a los apresurados transeúntes que vomitaba la boca del metro mientras hacía tiempo frente a un café con leche. Y entonces apareció ella. La reconocí de inmediato, aunque no la había visto nunca. Ella también me reconoció, sin duda. No se extrañó cuando me vio acercarme corriendo, decir “por favor”, y luego quedarme callado sin saber qué añadir, Ni siquiera se me había ocurrido inventar una excusa, cualquier pretexto que me sirviera para iniciar la conversación. “Por favor”, repetí. Ella me miraba sonriente, esperando, no sé, quizá que le preguntara por alguna calle. Y entonces fue cuando ocurrió lo inesperado. “Hola, Carlos”, dijo.

            ¿Cómo sabías mi nombre?, le pregunté luego muchas veces, se lo susurré incluso al oído mientras hacíamos el amor. Ella siempre respondía lo mismo, sin impacientarse nunca: “Tenías cara de llamarte Carlos”.

            Pero yo no me llamo Carlos. Y eso nunca se lo dije. Me asustaba que me hubiera confundido con otro, y fuera a ese otro al que amaba y no a mí.

            La relación duró cerca de medio año, el tiempo de mi estancia de entonces en Buenos Aires. Nunca me llevó a su casa, nunca me presentó a nadie de su familia, tampoco a ninguno de sus amigos. Ya al final de aquellos meses, yo me tropezaba en la calle con algún conocido; ella, nunca.

            “Eres como un fantasma, como una aparición”, le decía a veces, en broma. Y ella me besaba sonriente y yo entonces sabía que los fantasmas éramos todos los demás, que solo ella era cierta.

            Aquellos seis meses duraron lo que un sueño. Di mi curso en la Universidad, preparé la edición española de un libro de Eduardo Mallea, Travesías, que sigue siendo de los suyos el que yo prefiero, pero de todo ese trabajo no recuerdo nada. Recuerdo las tardes en que paseamos juntos por el Jardín Botánico, en Palermo, y que los gatos, los muchos gatos que entre las exóticas plantas se deslizan perezosos, se acercaban siempre a saludarla. Yo les gustaba menos. Una vez uno de ellos me hizo un doloroso arañazo. Me asusté. “Vayamos al médico, puede infectarse”, dije. Ella sonrió, como siempre sonreía, y me quitó cualquier temor, a pesar de que soy la persona más hipocondríaca del mundo. Pasó su lengua, una lengua que no sé por qué en aquel momento me pareció gatuna, por mi herida y el arañazo desapareció. Quizá no era tan profundo como yo había pensado. “Te asustas por cualquier cosa”, dijo. Y yo: “Mientras estés conmigo no me asusta nada”.

            Luego, ya en España, me extrañó que no hubiera intentado saber más cosas de ella. Tenía la impresión de que lo sabía todo, de que conocía su cuerpo y su alma palmo a palmo. A veces, caminábamos durante horas por calles interminables hablando de esto y de lo otro. A ella le gustaba citar a Bachelard. Me solía regalar sus libros cuando los encontrábamos, al paso, en algún tenderete de Corrientes o de la Avenida Santa Fe, al salir del parque. Con ella era la misma maravilla hablar que hacer el amor, o no hacer nada, callar juntos durante toda la eternidad.

            A veces yo quería saber más cosas de ella, hacer planes para el futuro: “¿Te vendrás conmigo a España?”. Pero nunca respondía, se limitaba a sonreír y sólo con eso me quitaba cualquier preocupación. El mundo sin ella era un absurdo que ni siquiera era capaz de imaginarme.

            Vino a despedirme al aeropuerto, hace de esto diez años, y yo ni siquiera entonces sentí especial preocupación. Era como cuando la dejaba por la mañana para ir a la Universidad. A mi regreso estaría allí esperando. Como el sol, nunca faltaría a su cita. Así pensaba yo entonces. Luego no comprendía como pude haber sido tan estúpido.

            No volví a saber de ella. No me llamó, no me escribió, y yo, aunque parezca increíble, no tenía su dirección, ni siquiera un teléfono de contacto. Ni siquiera podía hablar de aquella historia. Todos mis amigos sonreían incrédulos: “¿Te la encontraste al salir del metro o en el parque Lezama, frente a la estatua de Ceres, como Martín a Alejandra?”

Pero entonces todo había sido natural. Ella me estaba esperando al terminar la última clase, y nada más verla todo se borraba, Mallea, los alumnos, los tediosos colegas. O quedábamos en alguna cafetería, el London City, en la esquina de Avenida de Mayo y Florida, o el café de la Paz, en la calle Corrientes, más arriba de la librería Losada, donde también la esperé a veces. Ella llegaba, nunca faltó a una cita, y sobraban todas las preguntas.

            A la semana de estar en España pensé tomar un avión para volver en su busca. Pero luego todo se fue complicando y pasaron diez años antes de que volviera. Ni un instante dejó de estar presente en mis fantasías eróticas; no me enamoré de nadie que no se le pareciera. A veces, paseando por la calle, me bastaba entrever un gesto en cualquier transeúnte apresurada para perder la cabeza. Pero mi interés no duraba mucho: “Perdone usted, la he confundido con otra”. Algunas sonreían, les hacía gracia mi sonrojo y a mí también alguna me hacía gracia. Pero nunca dejaron de ser un sucedáneo.

            Volví hace poco en su busca, por las mismas fechas en que estuvo usted con Pablo Núñez. Y quizá coincidimos en la antigua librería del Colegio. Yo estuve en aquel teatrillo en la que una actriz monologaba una versión de El jardín de los cerezos. Recuerdo una de sus frases: “No hay que engañarse. Por lo menos una vez en la vida es preciso mirar a la verdad cara a cara.” Pero me marché pronto, a la cafetería del final de la calle, que había cambiado de nombre, a ver si volvía a ocurrir el milagro y ella salía de la boca del metro, o del subte, como se dice allí.

Domingo, 28 de septiembre
EPÍLOGO

El libro de Enrique Campos Menéndez, que no compré en su momento, lo pedí luego por Internet. En el prólogo de Gómez de la Serna, había algunos subrayados: “Todo el mundo puede convertirse en fantasma de un momento a otro, y ya nunca podrá dejar de ser fantasma, pues los fantasmas, al no poder morir, no pueden suicidarse”.

            Recordé esa frase ayer y se la repetí a Gabriel: “Los fantasmas, no. Los que se han enamorado de un fantasma y lo han tenido entre sus brazos y han visto el mundo con sus ojos y no pueden volver a encontrarlo, sí”.




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