Lunes, 1 de septiembre
EN CASA
Recupero
mi sitio en Noor, mi primera cafetería de la mañana, y no puedo dejar de hacer
un recuento de los cafés que he frecuentado en Buenos Aires,
Fueron
muchos para tan pocos días, pero solo cito aquí aquellos que hice míos, en los
que me encontré en casa: La Farola de Santa Fe, donde leí tranquilamente La
Nación y Clarín del domingo mientras esperaba a que abrieran la
librería Ateneo Grand Splendid; la confitería Ideal, tan escenográfica, tan belle
époque, donde aún se puede tomar un té como los de antes acompañado de
variedad de petit gateaux (biscoti de chocolate, alfajor, macaron,
cookie, mini budín, laminado de pistacho, palmerita, medialuna de manteca, pan
de chocolate) y variedad de sandwiches (crudo, gruyere y rúcula, miga de jamón
y queso, brioche de salmón ahumado, vegetales asados); La Viela, con Borges
dictándole a Bioy Casares en una de las mesas de la entrada; el Florida Garden,
tan cerca de Maipú; el café Madison, en las Galerías Pacífico, bajo los frescos
de la cúpula y en torno al rumor de la fuente; el Pertutti en la plaza de Mayo
esquina Bolívar, donde hacíamos tertulia aquel tiempo remoto en que un grupo de
amigos nos alojamos en el City Hotel, o el café de la Paz, en Corrientes, a
donde yo iba cada tarde con los libros recién comprados la primera vez que
estuve en mi primera estancia solitaria.
El
café de la Paz ya no existe, pero sigue en mi memoria. Tras comprar la Historia
de Sarmiento, de Leopoldo Lugones (escrito “con una ideología liberal que
no es la que ahora profeso”, nos dice en la nota preliminar), entré en una cercana
cafetería para comenzar la lectura, según costumbre, Tienda de Café, con
franquicias distribuidas por toda la ciudad. Me sentí tan a gusto, que al salir
le pregunté a la camarera: “¿No tendría otro nombre antes esta cafetería?”, “Era
el café de la Paz”, me respondió. En mi memoria, lo seguía siendo.
Martes, 2 de septiembre
EN EL PARQUE
LEZAMA
Puse a
volar un poema recién escrito (son las maravillas de este tiempo nuestro:
internet parece inventada por un poeta) y al poco, desde Alta Gracia, me lo
comenta Pablo Anadón, un querido amigo cuyas dichas y desdichas sigo casi en
vivo y en directo.
Lo
escribí de un tirón en el parque Lezama y él me copia otro de Fernández Moreno:
“He ido a ver el parque de Lezama / en el atardecer de un día cualquiera, / y
me he encontrado otro diferente / al que por tantos años conociera”.
Yo
no recordaba ese poema, aunque sí el comienzo de Sobre héroes y tumbas,
en el que un solitario Martín espera la llegada de Alejandra junto a la estatua
de Ceres y el templete clásico.
El parque Lezama ya no es lo que
era. Cuando yo me acerqué a verlo y recordar otros tiempos, parecía haber sido
tomado por los desheredados de la ciudad. Junto a la estatua de Pedro de
Mendoza se estaba formando una manifestación de cartoneros, de quienes viven de
rebuscar entre la basura. Cumplen una importante función social, ayudan al
reciclaje. Pero el precio del cartón se ha reducido en un setenta por ciento.
Antes con esa ocupación podía malvivir una familia, ahora no puede ni malvivir.
Ha bajado el precio porque el nuevo gobierno ha liberado la importación.
El
dilatado microcentro de Buenos Aires es una isla de prosperidad en medio de un
mar de miseria. A menudo recuerdo una viñeta de Quino. Pasean Mafalda y
Susanita Milei y la primera se sorprende de los muchos pobres que encuentra a
su paso. “Habría que hacer algo por remediarlo”, dice. Y la segunda responde.
“Bastaría con esconderlos”. Es lo que se ha hecho.
Al dejar el parque, en la esquina de
Brasil con Defensa, me encuentro con un poema cantarín de María Elena Walsh en
el que se responde a la pregunta de cómo es Buenos Aires: “Es un chico que
piensa en inglés / una vieja nostalgia gallega. / Es el tiempo tirado en cafés
/ y su memoria en la plaza Dorrego. / Es un pájaro y un vendedor / que rezongan
con fe provinciana. / Y también morirse de amor / un otoño en el parque
Lezama”.
Miércoles, 3 de septiembre
PADRE E HIJO
El
ejemplar de Historia de Sarmiento que compré en la librería Lucas, de la
calle Corrientes, lleva la firma de Leopoldo Lugones, pero no la del poeta,
sino la de su hijo, que se llamaba igual y que podía haber figurado, con todos
los honores, en la borgiana Historia universal de la infamia: aparte de
corruptor de menores y otras menudencias, fue un policía muy eficaz en la
represión de la oposición política y al que se atribuyen importantes aportes en
el arte de la tortura, como la invención de la picana eléctrica.
Tuvo
también parte importante en los hechos que llevaron al suicidio a su padre. En
1926, ya cumplidos los cincuenta años, Leopoldo Lugones se enamoró de una
jovencita que se había dirigido a él para que le proporcionara un ejemplar de
uno de sus primeros libros de poemas, difícil de conseguir, y sobre el que le
habían encargado un trabajo en la clase de literatura. Fue un amor instantáneo
y forzosamente clandestino --el poeta estaba casado-- que duró hasta su muerte,
en 1938, y más allá.
Pero
los encuentros secretos tuvieron que interrumpirse cuando se enteró el hijo,
que llegó a intervenir las comunicaciones telefónicas de su padre y amenazó con
internarle en una clínica psiquiátrica si seguía con esa historia y quizá con
algo peor a la impúdica jovencita.
Un
día de febrero tomó Lugones el tren en Constitución y luego, en Tigre, un barco
hasta llegar a una de las islas del delta con un pequeño hotel. Pidió una
habitación fresca, era verano, que le subieran una botella de whisky y que le
avisaran a la hora de la cena. No bajó a cenar. El cianuro le libró de las
garras del hijo.
Mientras yo navegaba hace unos días
por los canales que se entrecruzan entre los ríos que acompaña al inmenso
Paraná, trataba de localizar la isla en que se suicidó el poeta y otra en la
que, por las mismas fechas, Guillermo de Torre escribía sus “Soliloquios de un
isleño”, unas reflexiones sobre la guerra civil española, entonces todavía en
curso, que quedaron inéditas hasta que las rescató Pablo Rojas: “La sensación
de paz es perfecta. Nada se mueve y todo está en su sitio. El paisaje en torno
alcanza un equilibrio, conjuga una armonía de la que mi espíritu desazonado
quisiera contagiarse”.
Quizá Guillermo de Torre se contagió
de ese equilibrio y de esa armonía; Lugones, no, O no quiso contagiarse: parece
que llevaba ya escritas sus cartas de despedida, aunque en el tren le vieron
leer atentamente un libro, tal vez no quería dejarlo sin terminar.
En la orilla del río Luján, un insólito
edificio acerca su columnata hasta el borde mismo del agua: el club Tigre,
ahora museo, que completaba el hotel Tigre, ya desaparecido, donde Darío
escribió algunas de sus eróticas ensoñaciones: “Amo más que la Grecia de
los griegos / la Grecia de la Francia, porque en Francia / al eco de las risas
y los juegos / su más dulce licor Venus escancia”.
Leopoldo Lugones escogió un hermoso
lugar para morir. El otro Leopoldo Lugones, el que había tratado al padre con
la misma impasible crueldad que a los opositores políticos, también acabaría
suicidándose.
Jueves, 4 de septiembre
NADA ES LO QUE ERA
Reaparece
en la tertulia Abelardo Linares con su apocalíptico discurso sobre la
decadencia de la cultura contemporánea. Ya nada es lo que era, y especialmente
las revistas literarias, los suplementos culturales, las librerías, repite
infatigable.
Todo
cambia, nada permanece, pertinaz Abelardo. Pero para quien creció en un mundo
sin libros, o sin los suficientes, las librerías de Buenos Aires siguen siendo
una imagen del paraíso mejor que cualquier biblioteca.
“Ya
todo está colonizado por Random House y Planeta”, dice Abelardo. Pero Ateneo
Grand Splendid, en el local de un antiguo teatro, no solo es una de las más
hermosas librerías del mundo, sino que no se puede pasear por ella sin
encontrar maravillas (aunque yo prefiero otra librería Ateneo, la que está en
la calle Florida frente a las antiguas galerías Mitre, menos espectacular, pero
no menos hermosa y con más historia). Y junto a ellas, una constelación, de
viejo y de nuevo, en las que nunca falta el título que buscábamos sin saberlo.
Hay
a quien le angustian los muchos libros que ni en varias vidas podría leer. A mí,
querer leerlo todo me parece tan absurdo como querer comer cuanto de apetitoso hay
en un buen supermercado.
El pasaje Mitre ya no existe, pero
en Florida se encuentra otro que me ha fascinado desde mucho antes de pisarlo
por primera vez: el pasaje Güemes, que al personaje de Cortázar le servía para
unir Buenes Ares con París.
Si envejecer es sentirse ajeno al
mundo, lamentar que nada sea ya como antes, yo aún no me comenzado a envejecer:
me fascina el presente y no hay ningún ayer que añore en exceso.
De no vivir donde vivo, me gustaría
vivir en Buenos Aires.