Domingo, 10 de
diciembre
HISTORIAS DE
TERROR
Me
gusta repetirme, pero la vida nunca se repite. Salgo de viaje con unos amigos y
el azar me hace detenerme en Laredo. Solo una vez había estado aquí, hace años,
en un curso de verano que dirigía Emilio Alarcos y en el que participaban,
entre otros poetas del cincuenta, Claudio Rodríguez y José Agustín Goytisolo.
Al primero apenas tuve ocasión de saludarle; con el segundo, charlé largamente
algunas noches.
De aquella estancia me traje un poema,
dedicado a la iglesia de Santa María de la Asunción, una iglesia fortaleza que
está en un alto y tiene detrás el cementerio. No recordaba el poema, publicado
en un libro de hace treinta años, pero la magia del móvil –a la que ya no damos
ninguna importancia-- me permite volver a leerlo: “A tu amparo sestean las Seis
Calles, / altiva y desdeñosa carcelera, / firme como una roca a pesar de los
siglos. / Sigue así, vigilante, hasta el fin de los tiempos. / Si te duermes un
día, ¿qué será de nosotros? / Ellos nunca descansan. ¿No los sientes / tras de
ti, en su corral, / masticar flores y retorcer cruces, / envenenar el aire con
su aliento? / Siempre están al acecho de un descuido; / no nos perdonan que
sigamos vivos”.
Tras la iglesia, está el cementerio
y yo entonces lo vi como un corral de zombis dispuestos a saltar sobre los
vivos en cualquier momento. Vuelvo a asomarme y ahora no siento ningún temor.
En letras blancas sobre mármol negro, se lee en una placa de la entrada: “Aquí
yacen los que formaron / parte de nuestras vidas / y siguen formando parte de ella
/ mientras sigan en nuestro recuerdo”. Y cuando nadie los recuerde desaparecerán
para siempre, como desapareceremos todos.
Tras Laredo, donde había estado una
vez con poetas y zombis, llega la sorpresa de Guetaria, donde nunca había
estado. Lo que más me sorprende es el faraónico monumento dedicado a Juan
Sebastián Elcano. Se construyó hace cien años, cuando se conmemoraba otro
centenario de la primera vuelta al mundo, y es una especie de hueca pirámide con
varias terrazas a diversas alturas. Lo corona una Victoria alada, creo que de
Victorio Macho, que más que a la de Samotracia recuerda a una momia que se
levantara de su tumba. O eso me parece a mí.
En lo alto, una placa recuerda a los que sobrevivieron a aquel largo viaje. Cuántas historias de terror podrían ambientarse en este lugar. En torno, un escenario de tarjeta postal, con el puerto pequero, las luces de Zarauz, un faro que parpadea en la lejanía, la costa de Francia insinuada, el monte con forma de ratón que protege a los barcos, la alta torre de la iglesia que cuida de las casas apiñadas y en desnivel, los niños que juegan, las parejas que pasean, la música navideña… Y de pronto el monstruo que comienza a descender esparciendo el terror.
Lunes, 11 de
diciembre
VIEJOS VERSOS
Lo
primero que me sorprende al llegar a Bayona es la gran noria frente al teatro
en la plaza que está donde se encuentran los dos ríos, la Nive y l’Adour. No
pierdo ocasión de subir a ella, incluso antes de dar ese largo paseo de
reconocimiento habitual cuando vuelvo a un lugar que frecuento poco y al que
tengo cariño.
De Bayona me enamoré, antes de conocerla,
en las páginas de Baroja y en las viejas historias de las guerras carlistas.
Baroja dictó aquí sus Canciones del suburbio, ese destartalado libro de
versos que a mí me gusta tanto: “Desde la abierta ventana / de mi cuarto, al
madrugar, / veo el pueblo de Bayona / un día primaveral. / Encima de las
murallas, / con severa majestad, / se yerguen las dos agujas / de la vieja
catedral, / frías, pálidas y tristes / del alba en la claridad”.
Cuando se detiene un momento la
noria en lo más alto, veo yo las dos torres de la catedral, y la catedral
entera, sobre los tejados de la ciudad, y veo el ancho Adour, color de
chocolate, y las fachadas del Santo Espíritu reflejándose en él borrosas y temblorosas,
el reloj de la estación como el ojo de un cíclope contemplándolo todo, y veo el
otro río entre la Pequeña y la Gran Bayona, y las fachadas con la cruz de san
Andrés, y el crepúsculo que se abre paso entre las nubes.
El día está fresco y desapacible y
la noria da vueltas con los cangilones vacíos. Por un momento creo que la voy a
tener toda para mí. Pero de pronto llega una pareja con un niño de dos o tres
años y un bebé que el padre lleva sujeto a pecho, o al cuello, como decimos en
Asturias. Un solitario viejo y una familia joven, cada uno en su cesta, dando
vueltas y más vueltas. Me parece símbolo de algo, no sé de qué. De lo que estoy
seguro es de que el niño de tres años no disfrutó más que yo con la aventura.
Luego, en el paseo nocturno antes de
regresar al hotel, me siguen volviendo a la memoria versos de Baroja: “Son las
diez de la noche, / el pueblo está desierto: / no hay un alma en las calles, /
ni el menor movimiento. / Por el puente de piedra / pasa negro y siniestro / el
Adour silencioso / con un vago lamento. / A lo lejos se ven / luces de un
astillero, / unas ventanas rojas / y barcos en el puerto / que destacan sus
palos / en el oscuro cielo”.
Y con esos versos se enlazan otros
versos míos, escritos hace casi medio siglo, y que creía olvidados para siempre
igual que el personaje que los protagoniza: “Una plaza borrosa y una vida /
también borrosa y hosca y sin salida. / Trivial el gesto con que alguien se
ofrece / ahora que hace sombra y frío y no amanece. / El ruido de unos pasos en
la ciudad vacía. / No sé tu nombre. Calla. Nunca será de día”.
Martes, 12 de
diciembre
BELLEVUE
A
las melancolías de ayer, sucede la alegría de regresar a Biarritz, un Biarritz
de invierno, desconocido para mí. Un mar que parece particularmente enfadado se
estrella contra los islotes rocosos de la Gran Playa, más grande ahora que la
veo por primera vez sin nadie.
Me acerco hasta el mercado, paseo
por calles que todavía se desperezan y siento, no sé por qué, que aquí no puede
ocurrir nada malo. De sobra sé que no es verdad. He leído el libro de Fernando
Castillo sobre Biarritz y estoy al tanto de su decadencia y de sus puntos
negros. Pero yo nunca he vivido en este lugar, siempre he estado de paso, solo
una noche dormí en el Hotel París, en la plaza de Bellevue, frente al antiguo
casino y con el faro parpadeando como la estrella más brillante de todas.
Siempre he estado de paso en Biarritz, en
buena compañía o solo (que para mí suele ser también estar en buena compañía) y
por eso lo asocio al verso de Baudelaire: aquí todo es “lujo, calma y
voluptuosidad”, aunque mis lujos no pasan de tomarme un café y escribir algunos
versos en la patisserie Miremont.
Miércoles, 13 de
diciembre
CAFÉ CENTRAL
Desayuno
en el Café Central, al comienzo de la Rue du Port Neuf, que con sus arcadas y
chocolaterías, es mi calle favorita de Bayona. Un café de otro tiempo, en el
que me imagino largas conversaciones y partidas de mus o de ajedrez.
Hojeo el periódico, el Sud Ouest, y
me voy enterando de las noticias locales, los mismos perros con distintos
collares. Esa felicidad de estar de paso, de dejar al margen por un tiempo las
pequeñas miserias de la vida cotidiana (o las tragedias del mundo) se
interrumpe cuando entra en el local un grupo ruidoso de españoles. Hablan de la
tragedia de Gaza, que yo egoístamente había olvidado, y me dan ganas de
intervenir en la conversación.
---Lo que está pasando en Gaza no
tiene nada que ver con el Holocausto, no confundamos las cosas. Los israelíes
no actúan como los nazis, con sus hornos crematorios, esa barbarie no tiene
comparación. Lo que están haciendo se parece más al genocidio armenio, allá por
la época de la Primera Guerra Mundial, cuando los turcos expulsaron de sus
casas a los armenios, los obligaron a concentrarse en parajes inhóspitos y los
fueron asesinando allí o por el camino. Y lo que hacen los colonos ilegales en
Cisjordania es revivir la epopeya del Far West, igual que en las películas que
veíamos de niños. Van avanzando con sus cultivos y su ganado y exterminando
como alimañas salvajes a los nativos que encuentran al paso. Antes eran los
indios, ahora los palestinos. Y el mundo civilizado, si no aplaude, como
aplaudíamos en el cine, sí disculpa o mira hacia otro lado.
Eso del monstruo que comienza a descender esparciendo el terror, está muy bien. Suena a Lovecraft
ResponderEliminarPerdona, pero tu poema de "Una plaza borrosa", salvo en la música y la rima, no tiene nada que ver con el de Baroja. La historia que muy elípticamente cuenta el tuyo habría horrorizado a Baroja. Estoy por decir que, en su brevedad y sencillez, y en lo mucho que dice sin decir nada, es uno de tus poemas más perfectos.
ResponderEliminarEl poema no tiene nada que ver, pero el ambiente de la ciudad nocturna, temerosa y solitaria es común.
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