sábado, 16 de diciembre de 2023

Coraje y alegría: Noria y Gaza


 

Domingo, 10 de diciembre
HISTORIAS DE TERROR

Me gusta repetirme, pero la vida nunca se repite. Salgo de viaje con unos amigos y el azar me hace detenerme en Laredo. Solo una vez había estado aquí, hace años, en un curso de verano que dirigía Emilio Alarcos y en el que participaban, entre otros poetas del cincuenta, Claudio Rodríguez y José Agustín Goytisolo. Al primero apenas tuve ocasión de saludarle; con el segundo, charlé largamente algunas noches.

De aquella estancia me traje un poema, dedicado a la iglesia de Santa María de la Asunción, una iglesia fortaleza que está en un alto y tiene detrás el cementerio. No recordaba el poema, publicado en un libro de hace treinta años, pero la magia del móvil –a la que ya no damos ninguna importancia-- me permite volver a leerlo: “A tu amparo sestean las Seis Calles, / altiva y desdeñosa carcelera, / firme como una roca a pesar de los siglos. / Sigue así, vigilante, hasta el fin de los tiempos. / Si te duermes un día, ¿qué será de nosotros? / Ellos nunca descansan. ¿No los sientes / tras de ti, en su corral, / masticar flores y retorcer cruces, / envenenar el aire con su aliento? / Siempre están al acecho de un descuido; / no nos perdonan que sigamos vivos”.

            Tras la iglesia, está el cementerio y yo entonces lo vi como un corral de zombis dispuestos a saltar sobre los vivos en cualquier momento. Vuelvo a asomarme y ahora no siento ningún temor. En letras blancas sobre mármol negro, se lee en una placa de la entrada: “Aquí yacen los que formaron / parte de nuestras vidas / y siguen formando parte de ella / mientras sigan en nuestro recuerdo”. Y cuando nadie los recuerde desaparecerán para siempre, como desapareceremos todos.

            Tras Laredo, donde había estado una vez con poetas y zombis, llega la sorpresa de Guetaria, donde nunca había estado. Lo que más me sorprende es el faraónico monumento dedicado a Juan Sebastián Elcano. Se construyó hace cien años, cuando se conmemoraba otro centenario de la primera vuelta al mundo, y es una especie de hueca pirámide con varias terrazas a diversas alturas. Lo corona una Victoria alada, creo que de Victorio Macho, que más que a la de Samotracia recuerda a una momia que se levantara de su tumba. O eso me parece a mí.

En lo alto, una placa recuerda a los que sobrevivieron a aquel largo viaje. Cuántas historias de terror podrían ambientarse en este lugar. En torno, un escenario de tarjeta postal, con el puerto pequero, las luces de Zarauz, un faro que parpadea en la lejanía, la costa de Francia insinuada, el monte con forma de ratón que protege a los barcos, la alta torre de la iglesia que cuida de las casas apiñadas y en desnivel, los niños que juegan, las parejas que pasean, la música navideña… Y de pronto el monstruo que comienza a descender esparciendo el terror.

Lunes, 11 de diciembre
VIEJOS VERSOS

Lo primero que me sorprende al llegar a Bayona es la gran noria frente al teatro en la plaza que está donde se encuentran los dos ríos, la Nive y l’Adour. No pierdo ocasión de subir a ella, incluso antes de dar ese largo paseo de reconocimiento habitual cuando vuelvo a un lugar que frecuento poco y al que tengo cariño.

De Bayona me enamoré, antes de conocerla, en las páginas de Baroja y en las viejas historias de las guerras carlistas. Baroja dictó aquí sus Canciones del suburbio, ese destartalado libro de versos que a mí me gusta tanto: “Desde la abierta ventana / de mi cuarto, al madrugar, / veo el pueblo de Bayona / un día primaveral. / Encima de las murallas, / con severa majestad, / se yerguen las dos agujas / de la vieja catedral, / frías, pálidas y tristes / del alba en la claridad”.

            Cuando se detiene un momento la noria en lo más alto, veo yo las dos torres de la catedral, y la catedral entera, sobre los tejados de la ciudad, y veo el ancho Adour, color de chocolate, y las fachadas del Santo Espíritu reflejándose en él borrosas y temblorosas, el reloj de la estación como el ojo de un cíclope contemplándolo todo, y veo el otro río entre la Pequeña y la Gran Bayona, y las fachadas con la cruz de san Andrés, y el crepúsculo que se abre paso entre las nubes.

            El día está fresco y desapacible y la noria da vueltas con los cangilones vacíos. Por un momento creo que la voy a tener toda para mí. Pero de pronto llega una pareja con un niño de dos o tres años y un bebé que el padre lleva sujeto a pecho, o al cuello, como decimos en Asturias. Un solitario viejo y una familia joven, cada uno en su cesta, dando vueltas y más vueltas. Me parece símbolo de algo, no sé de qué. De lo que estoy seguro es de que el niño de tres años no disfrutó más que yo con la aventura.

            Luego, en el paseo nocturno antes de regresar al hotel, me siguen volviendo a la memoria versos de Baroja: “Son las diez de la noche, / el pueblo está desierto: / no hay un alma en las calles, / ni el menor movimiento. / Por el puente de piedra / pasa negro y siniestro / el Adour silencioso / con un vago lamento. / A lo lejos se ven / luces de un astillero, / unas ventanas rojas / y barcos en el puerto / que destacan sus palos / en el oscuro cielo”.

            Y con esos versos se enlazan otros versos míos, escritos hace casi medio siglo, y que creía olvidados para siempre igual que el personaje que los protagoniza: “Una plaza borrosa y una vida / también borrosa y hosca y sin salida. / Trivial el gesto con que alguien se ofrece / ahora que hace sombra y frío y no amanece. / El ruido de unos pasos en la ciudad vacía. / No sé tu nombre. Calla. Nunca será de día”. 

Martes, 12 de diciembre
BELLEVUE

A las melancolías de ayer, sucede la alegría de regresar a Biarritz, un Biarritz de invierno, desconocido para mí. Un mar que parece particularmente enfadado se estrella contra los islotes rocosos de la Gran Playa, más grande ahora que la veo por primera vez sin nadie.

            Me acerco hasta el mercado, paseo por calles que todavía se desperezan y siento, no sé por qué, que aquí no puede ocurrir nada malo. De sobra sé que no es verdad. He leído el libro de Fernando Castillo sobre Biarritz y estoy al tanto de su decadencia y de sus puntos negros. Pero yo nunca he vivido en este lugar, siempre he estado de paso, solo una noche dormí en el Hotel París, en la plaza de Bellevue, frente al antiguo casino y con el faro parpadeando como la estrella más brillante de todas.

Siempre he estado de paso en Biarritz, en buena compañía o solo (que para mí suele ser también estar en buena compañía) y por eso lo asocio al verso de Baudelaire: aquí todo es “lujo, calma y voluptuosidad”, aunque mis lujos no pasan de tomarme un café y escribir algunos versos en la patisserie Miremont.

Miércoles, 13 de diciembre
CAFÉ CENTRAL

Desayuno en el Café Central, al comienzo de la Rue du Port Neuf, que con sus arcadas y chocolaterías, es mi calle favorita de Bayona. Un café de otro tiempo, en el que me imagino largas conversaciones y partidas de mus o de ajedrez.

Hojeo el periódico, el Sud Ouest, y me voy enterando de las noticias locales, los mismos perros con distintos collares. Esa felicidad de estar de paso, de dejar al margen por un tiempo las pequeñas miserias de la vida cotidiana (o las tragedias del mundo) se interrumpe cuando entra en el local un grupo ruidoso de españoles. Hablan de la tragedia de Gaza, que yo egoístamente había olvidado, y me dan ganas de intervenir en la conversación.

            ---Lo que está pasando en Gaza no tiene nada que ver con el Holocausto, no confundamos las cosas. Los israelíes no actúan como los nazis, con sus hornos crematorios, esa barbarie no tiene comparación. Lo que están haciendo se parece más al genocidio armenio, allá por la época de la Primera Guerra Mundial, cuando los turcos expulsaron de sus casas a los armenios, los obligaron a concentrarse en parajes inhóspitos y los fueron asesinando allí o por el camino. Y lo que hacen los colonos ilegales en Cisjordania es revivir la epopeya del Far West, igual que en las películas que veíamos de niños. Van avanzando con sus cultivos y su ganado y exterminando como alimañas salvajes a los nativos que encuentran al paso. Antes eran los indios, ahora los palestinos. Y el mundo civilizado, si no aplaude, como aplaudíamos en el cine, sí disculpa o mira hacia otro lado.




 

3 comentarios:

  1. Eso del monstruo que comienza a descender esparciendo el terror, está muy bien. Suena a Lovecraft

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  2. Perdona, pero tu poema de "Una plaza borrosa", salvo en la música y la rima, no tiene nada que ver con el de Baroja. La historia que muy elípticamente cuenta el tuyo habría horrorizado a Baroja. Estoy por decir que, en su brevedad y sencillez, y en lo mucho que dice sin decir nada, es uno de tus poemas más perfectos.

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  3. El poema no tiene nada que ver, pero el ambiente de la ciudad nocturna, temerosa y solitaria es común.

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