Sábado,
14 de enero
MI
NUEVA VIDA
“¿Qué tal llevas tu nueva vida?”, me preguntan a veces. “¿Qué nueva vida?”, respondo extrañado. La verdad es que, desde siempre, he tenido que ser un pluriempleado, con dos trabajos principales, además de otros varios menores. Uno era temporal y, después de cincuenta años, se ha acabado el contrato. Eso es todo. A la semana, ya había sustituido las viejas costumbres por otras muy parecidas. Pero sigo tan ocupado, o tan desocupado, como siempre. Hay quien dice que yo no trabajo, que juego a que trabajo. Puede ser. Pero el juego me lo tomo tan en serio como cuando era niño.
Domingo,
15 de enero
ESPAÑA
Y LOS BORBONES
En el Campillín, que es la parte suburbial del
mercado del Fontán, me encuentro con España bajo el reinado de la casa de
Borbón, de un tal Guillermo Coxe, escrita en inglés y traducida por Jacinto
de Salas y Quiroga. Se publicó en 1846 y yo ni siquiera había oído hablar ni
del autor ni del libro. Luego, ya en casa, averiguo que William Coxe fue un
clérigo e historiador inglés que viajó por toda Europa como preceptor de
jóvenes de la nobleza y que esta obra, que apareció entre ropa de segunda mano
y descabalados volúmenes de la editorial Sempere, a tres euros, en la librería
Renacimiento la tienen a cuatrocientos cincuenta. Pero eso es lo de menos. Abro
al azar uno de los tomos: “La muerte de la reina Bárbara, acaecida el 27 de
agosto de 1758, hizo profunda impresión en su corazón demasiado débil para
sobrellevar un golpe tan cruel. Desde ese instante cayó en la más negra
melancolía; se encerró en el palacio de Villaviciosa, se negó a ocuparse de
negocios públicos, no pronunció ni una sola palabra y no quiso consentir en
tomar alimento ni descanso. No alcanzaba el arte a curar esta enfermedad del
ánimo, y sus fuerzas se agotaron pronto en aquella lucha tan amarga y
continua”. Fernando VI acaba su reinado como un héroe romántico. Y yo comienzo
a leer, me adentro en la trastienda de aquel siglo ilustrado, en las intrigas
de las cortes europeas, y no puedo dejar de seguir leyendo.
En Internet encontramos fácilmente el libro
que buscamos, aunque se encuentre en una librería de las antípodas. En un
mercadillo, el libro que no sabíamos que existía, pero nos estaba esperando, y
a mucho mejor precio.
Lunes,
16 de enero
ANSELMO’S
BAR
No puedo quitarme de la cabeza la escena inicial de The Fantom Lady, la película de Robert Siodmak que vi ayer en el Filarmónica. Esos dos solitarios que se encuentran en el Anselmos`s bar, tan hopperiano, que pasan una velada juntos y luego se separan para siempre, como barcos que se cruzan en la noche. La historia de mi vida.
Martes,
17 de enero
VIEJOS
AMIGOS
Éramos amigos desde hacía más de medio siglo,
desde 1971 para ser más exactos, cuando comenzamos a estudiar Filosofía y
Letras en el caserón de San Vicente, frente a la celda y la estatua de Feijoo.
Cierto que, tras los años de estudiantes, no nos habíamos visto demasiado, y
quizá por eso conservábamos la amistad. Después de la cena nos reunimos en
torno a la chimenea, donde ardía un buen fuego. “Ahora es el momento de que alguien cuente una
historia, como en las novelas del XIX”,
dije yo. “A ser posible una historia de fantasmas”, añadió Miguel con una
sonrisa. Nuestro anfitrión cerró un momento los ojos y luego comenzó en voz muy
baja, como si hablara consigo mismo.
—¿Sabéis por qué compré esta casa en ruinas? ¿Por qué me dediqué durante años a restaurarla? Cuando era niño vivía muy cerca, la veía todos los días. Entonces estaba habitada por unos señores, en el pueblo se decía que eran marqueses, que vivían en Madrid. Venían de tarde en tarde, apenas se relacionaban con los vecinos, de vez en cuando daban fiestas. Yo me subía a lo más alto de ese tejo que crece junto a la ermita y contemplaba el jardín y a través de los ventanales el comedor iluminado. Ya era yo adolescente cuando dieron la última fiesta, la más espléndida de todas. De pronto, todavía se oían las risas y las conversaciones en el comedor, salió al jardín una mujer, atravesó la rosaleda y se sentó en un banco muy cerca del muro de piedra, casi debajo mismo de las ramas en que yo estaba encaramado. Una inmensa luna llena la iluminaba como si fuera de día. Había llorado, brillaban húmedos los ojos, y era la mujer más hermosa que yo había visto nunca, aunque por entonces, todo hay que decirlo, tampoco es que hubiera visto muchas mujeres. Alguien salió a buscarla, discutieron, la rama en la que yo estaba se rompió y a punto estuve de romperme yo la cabeza. Fue la última fiesta, la casa estuvo en venta muchos años y fue deteriorándose poco a poco hasta que yo la compré. No pude olvidar aquella cara triste, soñaba con ella muchas noches. Me casé, me separé, me volví a casar. Por probar suerte porque de sobra sabía que solo con aquella mujer volvería a ser feliz. “Nos estás contando la historia de El gran Meaulnes”, diréis vosotros. Algo de eso hay, ya se sabe que la naturaleza imita al arte. Y resulta que un día la volví a encontrar, al salir de una aburrida reunión de banqueros y políticos, muy irritado yo por las exigencias del que representaba los negocios particulares del entonces jefe del Estado. Estaba en la acera, mirando impaciente el reloj, como esperando a alguien. No os la describo, mejor que la imaginéis, solo os diré que era tan hermosa que no parecía de este mundo. Habían pasado treinta años y era como si solo hubieran pasado unos minutos. Incluso creí entrever las mismas lágrimas en sus ojos. No me atrevía a acercarme. Ella, cansada de esperar, alzó un brazo para detener un taxi. Pero todos pasaban ocupados. Comenzó a llover. Ella no tenía paraguas y no parecía importarle mojarse. Yo me acerqué con el mío. “Perdone que la moleste, pero creo que nos conocemos. ¿No tiene usted una casa en Abuli, cerca de Oviedo?”, “La tenían mis padres, hace años que no van por allí”. “Yo soy el chico que se quedó pasmado mirándola, que se cayó de la rama en que estaba subido y por poco se rompe la cabeza”. Me miró sin entender de qué hablaba. Entonces paró un coche junto a la acera, ella abrió de inmediato la puerta gritándole algo al conductor y se marchó sin despedirse”. Yo acababa de comprar este caserón y durante el tiempo que tardamos en restaurarlo, más de un año, traté de volver a verla. No di con ella, aunque contraté —no os riais— a una agencia de detectives, como en las películas. Pasó el tiempo, demasiado tiempo, cuando hace apenas una semana, una espléndida tarde todavía otoñal, llamaron a la puerta. Era ella, la misma mujer que yo había visto aquella mágica noche de mi adolescencia, y sonreía feliz. Seguía teniendo menos de treinta años, pero yo estaba a punto de cumplir setenta. Le enseñé la casa, los jardines, la huerta. La acompañaba una anciana —no sé si su madre o su abuela— que se sentó, suspirando, en el mismo banco en que se había sentado, una noche de luna, la mujer de mis sueños mientras que yo la contemplaba desde lo alto del tejo que crece, que sigue creciendo, junto a la ermita.
Jueves,
19 de enero
CUMPLEAÑOS
FELIZ
Hoy, cuando se cumplen cien años de su
nacimiento, iba a inaugurarse el congreso internacional sobre Eugénio de
Andrade, al que estaba invitado. Tendría tres sedes: en Fundao, donde nació el
poeta; en Lisboa, donde transcurrió su adolescencia, y en Oporto, donde residió
la mayor parte de su vida. Quedaba fuera Coímbra, donde estudió, se enamoró y
escribió Las manos y los frutos. Pero razones no bien explicadas
obligaron a retrasarlo, no sé si indefinidamente. No están los tiempos para
dispendios económicos de este tipo.
Leí por primera vez a Andrade en la Coímbra de
su juventud, le conocí personalmente en Oviedo, a donde vino a presentar un
libro traducido al asturiano, le vi por última vez en la maravillosa sede de su
Fundación, en la foz del Duero, frente a aquellas palmeras, “esbeltas como los
marineros de Ulises” , que él llevó a sus poemas, frente a las puestas de sol
más hermosas del mundo.
Por problemas legales, por torpeza de los
patronos, la Fundación inaugurada por Mário Soares, entonces presidente de la
República, cerró; ahora el congreso en el que tanta ilusión pusieron sus amigos
y estudiosos, como Arnaldo Saraiva, se suspende. Pero el poeta ahí sigue, donde
debe estar, en la memoria de los lectores.
—Feliz cumpleaños, Eugénio, y que sigas
cumpliendo muchos siglos más.
Viernes,
20 de enero
ÉXITO
“Como a todo el mundo, me gusta el éxito, pero
para mí el éxito no es como para todo el mundo”, pienso cuando un amigo —con
no muy buena intención— me
recuerda que ya tengo edad de homenajes y, sin embargo, nadie me hace caso.
“¡Soy un fracasado! Me resignaré a no recibir nunca un premio, aunque sea
municipal y espeso, a no alternar con azúas y gimferreres”, le respondo. La
verdad es que el éxito que tengo —seguir escribiendo y publicando y no dejando
a ninguna ilustre momia dormirse sobre sus laureles— no lo cambiaría por ningún otro.
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