Los amigos de Facebook –yo tengo el máximo, cinco mil– no
son verdaderos amigos, ciertamente, pero a veces resultan muy útiles.
Como todo
el mundo, cuando llego a una nueva ciudad, acostumbro a poner fotos del lugar y
a veces –en Venecia, en Ginebra, estos días en Palermo– alguien que también
está de paso o que reside allí, y a quien solo conozco virtualmente, se pone en
contacto conmigo. No siempre, más bien casi nunca, son citas eróticas, como la
que tan mal fin tuvo en Ginebra, que algún día contaré.
Luigi
Motta, a los dos días de estar yo en Palermo, pasó a buscarme por el hall del Grand Hotel des Palmes, en Via
Roma. “Yo fui uno de los jóvenes que asistieron a las clases de literatura que
daba el príncipe de Lampedusa en su palacio”, me dijo a modo de tarjeta de
presentación. Le creí entonces, como no podía ser de otra manera, pero luego me
entraron mis dudas. Su nombre no aparecía citado por Francesco Orlando en su Recuerdo de Lampedusa. Se lo hice notar
la segunda vez que nos encontramos. “Francesco no se portó muy bien conmigo.
Era celoso, quería acaparar al maestro, pero luego llegó Gioacchino y tuvo que
probar su propia medicina”.
Luigi Motta
tendría unos ochenta años, aunque aparentaba algunos menos y vestía con
afectada coquetería. Para orientarme en la ciudad (que yo ya había pateado por
mi cuenta, aunque no se lo dije), lo primero que hizo fue dibujarme una cruz en
una servilleta de papel. Donde se cruzaban los dos brazos de la cruz trazó un
círculo.
––Esta es Piazza
Villena o Quattro Canti, la plaza de las cuatro esquinas. Lo de Villena, claro,
no va por ese poeta español que usted conocerá bien y que a mí me gusta mucho,
sino por un virrey español, como el antiguo nombre, via Toledo, de la que fue
la calle principal de Palermo. La ciudad comenzó aquí, en lo alto de la cruz,
donde está el palacio dei Normandi y la puerta de Carlos V. No le extrañen las
referencias españolas. Palermo está lleno de homenajes a los reyes de España en
lápidas y estatuas. No se sabe bien si no se han hecho desaparecer porque
estamos orgullosos de ellos o simplemente por desidia. La antigua Via del
Càssaro o Toledo, hoy Vittorio Emanuele fue acercando a Palermo, que nació en
lo algo de una pequeña colina, hasta el mar, hasta la Cala, es puerto natural
que parece un refugio de piratas. El otro brazo de la cruz es la Via Maqueda
(otro virrey español) que luego fue alargándose con la Via Ruggero y la de la
Llibertá. El centro del Palermo barroco, para mí el verdadero Palermo, es
Quattro Canti, con sus monumentales esquinas: abajo las fuentes, arriba la
alegoría de las estaciones, más arriba en sus hornacinas los Carlos y los
Felipes de España y coronándolo todo las cuatro vírgenes que protegen la
ciudad. Por el lado del mar, la Italia unida, para marcar su huella, quiso
construir la Via Roma, la de los grandes edificios de finales del XIX y
principios del XX, que termina, como no podía ser de otra manera, en la plaza
de la estación. A mí lo que más me gusta de ella es un imponente edificio
fascista, el Palacio de Correos, con su blanca columnata sobre fondo rojo. ¿Qué
ya ha paseado por ahí? ¿Que ya se ha perdido en el mercado de la Vuccirìa, que
ya ha subido al monte Pelegrino, que ya ha estado en Monreale?
Conocerá
entonces también Porta Felice y la Cala al atardecer y la Martorana y la
nudista Fontana Pretoria, pero de lo que no habrá oído hablar es de la
conferencia que, allá por 1959, dio Sciascia sobre Lampedusa. Tuvo lugar en el
Círculo de Cultura de Palermo y a ella asistieron quienes eran alguien en la
ciudad, también la viuda del príncipe, Alessandra Wolf, y su hijo adoptivo,
Gioacchino Lanza Tomasi. El éxito de la novela había sorprendido a todos;
muchos no acababan de creérselo, les parecía un invento editorial. ¿Cómo iba a
haber vivido durante tantos años un genio en Palermo sin que nadie se diera
cuenta? La conferencia de Sciascia, un joven escritor que ya comenzaba a
hacerse notar, disgustó a muchos y especialmente a la princesa. Sciascia
critica la alusión despectiva que se hace en la novela a Marx, llamándole “un
judiucho alemán”. Sciascia estaba entonces muy próximo a las ideas marxistas,
aunque siempre tuvo sus más y sus menos con los comunistas. Se burlaba del éxito
que entre ellos tuvo de inmediato El
gatopardo. “Se ponen a babear en cuanto se acercan a un duque”, decía. La
princesa escuchó toda la conferencia con cara impasible y luego, cuando los
demás comenzaron a aplaudir, abandonó la sala con gesto de desaprobación. Yo
nunca le caí bien y ella a mí tampoco, así que no creo que sea objetivo al
hablar de ella. Las dos grandes desgracias que tuvo Lampedusa en su vida fueron
su matrimonio y el bombardeo aliado que destruyó el palacio de su infancia. No
sé si en España ven ustedes una serie norteamericana, The Big Bang Theory, que a mí me gusta mucho. Si la conoce, le
resultará muy fácil hacerse una idea de cómo era la psicoanalista nórdica con
la que se casó Lampedusa. Era exactamente la madre del bueno de Leonard, fría
como un témpano, incapaz de mostrar afecto. Hacían poca vida en común, más bien
ninguna. Lampedusa se pasaba la vida en los cafés, leyendo y escribiendo, o en
la biblioteca de su palacio. Le gustaba especialmente el trato con los
jovencitos guapos o inteligentes. Cuando le conté estas cosas a Luis Antonio de
Villena, ya se imaginará usted como las interpretó. Pero yo nunca le vi un
gesto en ese sentido. A Sciacia me lo encontré más de una vez en la sede de la
editorial Sellerio, en la calle Siracusa, una perpendicular a la Via de la
Llibertà por la altura del Jardín Inglés. Yo quería que me publicaran un libro,
pero me dieron largas y al final lo rechazaron. Casi toda mi obra está inédita,
salgo los cuadernos de versos que he editado yo mismo para amigos. Si quiere le
mando alguna cosa para su revista. A Sciascia, que siempre fue un maestro de
escuela, como Lampedusa fue siempre un desdeñoso aristócrata, el éxito le vino
con El día de la lechuza, una de las
primeras novelas sobre la mafia. Y ya salió la palabreja que a todo el mundo le
viene a la cabeza cada vez que se menciona Sicilia. De la mafia aquí se hablaba
poco; luego se ha hablado demasiado. Lampedusa y Sciascia representan las dos
caras de Sicilia; el uno era fatalista, creían que el clima y la historia
condenaban a la isla a ser para siempre lo que era; que los cambios nunca
afectarían más allá de la superficie, como no fueran para peor. Sciascia tenía
otras ideas, pero creo que acabó con un escepticismo semejante al del
aristócrata. Uno de sus primeros éxitos en Sellerio, la editorial que había
fundado con un matrimonio amigo, fue un pequeño libro, como casi todos los
suyos –ya sabe usted que era un escritor de corto aliento–, que transcurre en
el hotel en que usted se aloja. Se titula Actas
relativas a la muerte de Raymond Roussel. El escritor francés murió por una
sobredosis de barbitúricos en la habitación 224 de ese hotel. Fue en 1933, en
plena apoteosis del fascismo, y aquella muerte no se investigó. La información
se cerró el mismo día. Sciascia encuentra las actas y descubre que hay muchos
enigmas. El escritor viajaba con una acompañante (dicen que impuesta por su
familia para disimular su homosexualidad), dormían en habitaciones comunicadas,
aquel día se había cerrado la puerta con llave, cosa que nunca se hacía, el
escritor había puesto el colchón en el suelo y lo había arrastrado hasta la
puerta. Es la primera vez que Sciascia aplica las técnicas de la novela
policial a un hecho histórico, luego lo hará muchas veces, pero al final no
aclara nada, lo deja todo más confuso. Por eso a mí no acaba nunca de
convencerme. Me parece un escritor de corto aliento, alguien que promete
siempre más de lo que da. Se lo dije una vez en su despacho de Sellerio y creo
que en ese momento me cerré las puertas de la editorial para siempre, y no solo
esas puertas. Desde el punto de vista literario, Sciascia decidía quien se
salvaba y quién se hundía en Silicia. Ahí tiene usted el caso de Gesualdo
Bufalino, un oscuro profesor en Comiso, a quien él sacó de la nada para
convertirlo en un éxito internacional. Yo podría haber sido otro Bufalino, y
quizá lo sea, pero póstumo, como Lampedusa; disfruto imaginando la cara que
pondrían algunos. ¿Ha estado usted en la cripta de los Capuchinos? Aterradora,
pero el mejor símbolo de Palermo. Todas esas momias con sus cintajos y sus
uniformes y su orgullo por pertenecer a una casta aún después de muertos.
Lampedusa jugaba con nosotros como un gatazo con sus gatitos, le hacíamos
gracias, pero pobre del que pretendiera equipararse a él. El abuelo de
Francesco Orlando había sido ministro, pero eso era un demérito más que un
mérito para el príncipe, lo equiparaba con un don Calogero cualquiera, con un
arribista burgués. Nunca nos lo dijo, pero era de los que pensaban que la
educación de un caballero comienza cien años antes de su nacimiento. Orlando, a
la vez que mecanografiaba El gatopardo,
escribía una novela en la que seguía la lección de Stendhal, el novelista que
más le gustaba al príncipe. Cometió el error de enseñársela y Lampedusa sintió
celos: le pareció mejor que la suya, de estilo demasiado moroso. Le pasó un
poco lo que a Francisco Umbral con Juan Manuel de Prada cuando este publicó Las máscaras del héroe. Yo viví en
España por esos años y me enteré del escándalo. Le pareció que aquel jovencito
al que él apoyaba y que le debía todo había escrito la novela que él hubiera
querido escribir. Se equivocaba Lampedusa (no sé Umbral, a Prada hace tiempo
que le he perdido la pista), Francesco no publicó nunca esa novela ni ningún
texto de creación (aunque tenía mucho talento para ello, puedo dar fe, fui de
sus primeros lectores), destacó como teórico de la literatura. Yo creo que la
influencia de Lampedusa le resultó castradora. La relación entre ambos acabó
mal. A Sciascia, digan lo que digan, la relación con la mafia le resultó
provechosa. Le sirvió para darse a conocer. Una vez recibió una amenaza, que se
apresuró a mostrar. Tras participar en un coloquio, en el que criticaba la
situación en la isla, le llegó una carta anónima en la que se le decía que, si
no estaba a gusto en Sicilia, le podían mandar a un lugar en que estaría mucho
mejor. Le fue útil esa amenaza, aunque no tanto como la de la camorra a Roberto
Saviano, que lo convirtió en una celebridad mundial y le hizo ganar muchos
millones. Las denuncias en películas y en novelas no hacen daño a la mafia, le
dan más lustre, le sacan brillo al mito. Esta ciudad es hermosa por fuera pero
está podrida por dentro. Se lo digo yo que nací aquí hace ochenta años, que he
intentado abandonarla infinitas veces pero siempre he vuelto, como el preso con
unos pocos días de permiso. ¿Ha estado usted ya en el Orto Botánico? No se lo
pierda. Yo lo visito con frecuencia. Cuanto más conozco a los humanos, más me
gustan las plantas, que nunca hablan mal de nadie”.