Sábado, 19 de marzo
UNA VIEJA HISTORIA
No nos habíamos visto desde hacía no sé cuántos años y
nunca habíamos sido demasiado amigos. Yo ni recordaba su nombre, pero él en
cuanto me divisó a lo lejos se acercó sonriente, la mano tendida y mi nombre en
los labios. Debo reconocer que me alegró encontrar una cara conocida, aunque
vagamente, aquel atardecer melancólico en que comenzaban a hacerme mella los
largos días de soledad.
El viaje
lo había planeado con mi pareja de entonces, pero las cosas comenzaron a no ir
bien y preferimos tomarnos unas vacaciones cada uno por su cuenta. El remedio
no dio demasiado buen resultado, pero esa es otra historia. Juan, por fin
recordé su nombre, al saber que estaba solo me invitó aquella misma noche a
cenar en su casa. "Ninguna molestia", respondió ante mis intentos de
rechazo. "Mi mujer estará encantada de conocerte; le he hablado tanto de
ti que ya eres como de la familia".
¿Le
había hablado tanto de mí? Pero si apenas nos conocíamos… A su mujer, en
cambio, la había conocido yo demasiado bien. Vivían, y eso fue lo primero que
me sorprendió, en una villa casi palaciega de las orillas del Brenta.
"No
te van mal las cosas, por lo que parece", dije cuando el coche comenzó a
acercarse. "No me puedo quejar".
A Marisa
los años la habían tratado con benevolencia. Parecía exactamente la misma que
cuando asistíamos juntos a las clases de Gustavo Bueno en el convento de San
Vicente junto a la estatua pensativa de Feijoo. A ella le entusiasmaba el
filósofo marxista (entonces lo era, o eso creíamos nosotros); a mí, bastante
menos.
"¡Cuánto
tiempo!", dijo por todo recibimiento. En seguida encontró una excusa para
dejarnos solos. Me pareció que no le había hecho demasiada gracia aquella
visita inesperada. Y encima, tras la cena, en la que apenas me habló ni me miró
(su marido llevó todo el gasto de la conversación), no tuve más remedio que
quedarme a dormir allí. Se había hecho tarde, mi amigo Juan había bebido un poco
y se empeñaron en que no pidiera un taxi.
"Por
la mañana tengo que estar en la oficina temprano, te llevo si no te importa
madrugar. La casa es grande. Ni molestarás ni te molestaremos".
La casa
era grande, ciertamente, y a mí me alojaron en una especie de torreón desde el
que se adivinaban, lo sabría en cuanto amaneciera, unas vistas espléndidas.
Estaba a punto de dormirme cuando sentí pasos en la escalera de madera. Pensé
que era mi amigo, que había olvidado decirme algo, aunque había estado charlando
por los codos hasta el último momento. Pero era su mujer, Marisa, con la que
tantos apuntes había intercambiado a lo largo de la carrera.
Sin
decirme nada, se quitó la bata, lo único que llevaba, y se metió conmigo bajo
las sábanas. Intenté rechazarla.
"¿Qué
haces? Nos puede oír tu marido".
"Me
manda él", replicó.
No tardé
en darme cuenta de que hacía lo que hacía sin demasiado entusiasmo. No nos
entretuvimos mucho. Luego ella se fue, con el gesto adusto, como quien ha
cumplido una obligación. Yo quedé bastante desconcertado.
A la
mañana siguiente, mi amigo me llevó en su coche hasta el Piazzale Roma; trabajaba
en las oficinas de no sé qué naviera. Quedamos en vernos, pero no le llamé ni
me llamó. Con Marisa, después de ser tan amigos, había acabado mal, ya ni
recuerdo bien por qué. O no quiero
recordarlo, hay cosas de las que uno no se siente demasiado orgulloso y
prefiere no hablar de ellas por mucho tiempo que haya pasado.
Regresé
a España y no pensé más en ello hasta que me llegaron por correo electrónico
unas imágenes en las que yo aparecía en actitud poco elegante en aquella villa
del Brenta junto a mi antigua compañera de estudios. No pedían dinero a cambio.
Me sentí un poco avergonzado al verme: no era la mía precisamente una bella
figura.
En
alguna de las tomas, aparecía al fondo, oculto a medias, el marido mirándonos,
muy serio. Sentí entonces un poco de miedo retrospectivo. Borré de inmediato el
video, que duraba solo unos pocos minutos.
No volvieron a llegar más.
Sigo sin entender la razón de todo aquello. Pero no le doy demasiadas vueltas. La vida, al menos la mía, está llena de cosas que no tienen explicación ninguna. Ya me voy acostumbrando.
Sigo sin entender la razón de todo aquello. Pero no le doy demasiadas vueltas. La vida, al menos la mía, está llena de cosas que no tienen explicación ninguna. Ya me voy acostumbrando.
Domingo, 20 de marzo
ES UN ERROR
Es un error, que yo cometo con cierta frecuencia,
considerar a los demás tan inteligentes como uno mismo. A menudo lo son mucho
más.
Lunes, 21 de marzo
ESTANDO YO EN LA MI CHOZA
“¿Usted se sabe algún poema de memoria?”, me
preguntan de una emisora de radio porque hoy al parecer se celebra el día de la
poesía. “Algunos”, respondo. “¿Y se acuerda de cuál fue el primero que aprendió?
¿Podría recitárnoslo?”. “Me acuerdo. Podría”. Y recito: “Estando yo en la mi
choza, / pintando la mi cayada, / vide venir siete lobos / por una oscura
majada…”
El
romance de la loba parda lo cantaba mi abuela y lo escuchaba yo con la boca
abierta, sentado junto al fuego, en aquellas noches de invierno en las que la
nieve y el frío eran aún medievales. Como sus palabras.
Todavía
algunas noches sueños con esos siete lobos que se acercan hasta mi casa por una
oscura majada. Y ya no hay nadie que pueda espantarlos con su voz
Martes, 22 de marzo
UNA PIADOSA LEYENDA
Los muertos se amontonan. Hace unos días, vuelca un
autobús lleno de estudiantes que volvían a unas horas imposibles de pasar un
día de juerga, hoy estallan las bombas en el aeropuerto y en una estación del
metro de Bruselas. Las condenas, los minutos de silencio, la impotencia de
siempre, como cuando hace un año un psicópata estrelló un avión con ciento
cincuenta personas a bordo.
Mi
táctica, en estos casos, es la del avestruz. La conmoción inicial, la
comprobación de que no le ha tocado la china a nadie que conozca, y luego
tratar de no pensar en ello.
La
inconsciencia nos mantiene vivos. ¿Cómo podríamos resistir si no fuéramos
capaces de olvidar todo el dolor que está ocurriendo en este mismo momento,
todo el dolor que nos acecha?
No
envidio a Dios. Consciente de todo, no puede olvidar nada. Pero él es fuerte,
puede resistir cualquier cosa, tiene un corazón más duro que el nuestro. O quizá
no. Hay teólogos que afirman que la muerte en la Cruz fue en realidad un
suicidio. Y la presunta Resurrección una piadosa leyenda.
Miércoles, 23 de marzo
INCONVENIENTES DE LA EDAD
Noto, con un cierto susto, que los años van acentuando
todos mis defectos. O tal vez no. Acaso es solo que antes sabía disimularlos
mejor. Cada día me resulta más difícil fingir cualidades tan necesarias para la
convivencia –pero de las que yo he andado siempre algo escaso– como la falsa
modestia o la cortés hipocresía. Así no hay manera de llegar a nada en la vida.
Nunca
he envidiado el éxito, aunque tampoco me molestaría tenerlo. Nunca me ha
preocupado que triunfen gentes que valen menos que yo. Lo que me fastidia un
poco, si he de ser sincero, es que además de tener más éxito tengan más
talento. Eso ya me parece demasiado.
Si
la vida estuviera bien hecha –me repito a menudo–, todos los escritores mejores
que yo deberían vivir a muchos kilómetros de distancia, a ser posible en otro
país; ser de más edad o, preferiblemente, estar ya muertos, como Borges y
Pessoa.
Pero
la vida es lo que es. Y yo tengo que acostumbrarme a que los escritores mejores
que yo sean cada vez más jóvenes y no solo vivan cerca sino que a veces hasta
asistan a mi misma tertulia.
Jueves, 24 de marzo
LA REVISTA EL BOLLO
“Próximo a ser un centenario, creo que ha llegado la
hora de despedirme de las páginas de la revista El Bollo. Nací en Avilés el 23 de abril de 1916…”
Hojeo
como cada año la revista de las fiestas avilesinas, de un grosor enciclopédico,
y lo primero que me encuentro son las páginas en las que José Ramón Ovies, a
punto de cumplir cien años, cuenta su vida. Termina indicando que le parece ha
llegado el momento de retirarse con su familia “siendo mi mayor contento poder
dejarles un palacete de indianos, sin ir a América, diseñado por Bustelo, lleno
de recuerdos y cientos de libros, todo ello fruto de un trabajo inteligente y
entregado”.
Quién
pudiera, allá por el 2050, cuando Benjamín Lebrato vuelva a pedirme una colaboración,
escribir algo así. Pero me temo que yo no dejaré ningún palacete ni nada que
valga la pena. Quizá por eso he tomado la precaución de no tener descendencia.
Luego
aparecen los profesores del Instituto Carreño Miranda, a mediados de los sesenta
(cuando yo estudiaba en él), posando para la eternidad en un mural de José
María Pérez-Lozao. Reconozco de inmediato a Sara Suárez Solís, que fue mi
profesora de Lengua y Literatura. Más de una vez he referido la historia de
aquel dictado (“¿Cuánto podrá durar para nosotros / el disfrute del oro, la
posesión del jade?”) que se me quedó en la memoria para siempre y que, veinte o treinta años después, descubrí
que era un poema de Li Po traducido por Marcela de Juan.
Lo
local y lo universal, las eruditas indagaciones y las evocaciones personales
del tiempo perdido, los buenos y menos buenos poemas, todo tiene igual encanto
–hay una excepción, la abominable página 93– en este colorista y entrañable
mamotreto que nos recuerda cada año que “la primavera se viene / la primavera
se va / y nosotros nos iremos / y no volveremos más”. Salvo a las páginas de El Bollo en una amarillenta fotografía
gracias a los desvelos de algún erudito local.
Viernes, 25 de marzo
UNA HISTORIA INOLVIDABLE
Siempre me ha sorprendido lo rápido que somos
capaces de olvidar una historia inolvidable.
Dejar
de amar es quitarse un peso de encima.
Memorable, en ese instituto creo que me examiné yo de ingreso en 1959, viniendo del colegio de las dominicas de Navia. Han pasado algunos años desde entonces, pero si uno lo recuerda es que funciona la memoria, o sea, que el cerebro aún no esta´oxidado del todo.
ResponderEliminarTriste país esta España en la que la vileza no obsta para que se cope una poltrona en las altas Academias. Miserable y triste país este en donde la barbarie ideológica, la maldad, el desprecio chulesco por el humilde repta babeante de la boca de quienes debieran ser referentes del bien escribir y lo son del peor pensar. Si vuelve a ganar la partida de estos bárbaros (no todos los bárbaros caben en el PP) me exilio de este pocilgal.
ResponderEliminarEscribes: "Noto, con un cierto susto, que los años van acentuando todos mis defectos. O tal vez no." Yo, que te conozco desde hace años, te confirmo que tus defectos son cada vez mayores. Y cada verz más visibles La edad sólo mejora a los santos. Y tú lo eres todo menos un santo.
ResponderEliminarEso es lo que yo me temía, desconocido ADT.
EliminarJLGM
No sé si "la edad sólo mejora a los santos" o más bien, como creo, se puede mejorar con los años sin que haya religión por medio. Yo conozco a JLGM hace más de veinte años, y a los ADT de este mundo desde hace mucho más tiempo todavía. A los segundos me consta que no los mejora la edad, y se comprende. JLGM me parece ahora más sabio y ponderado de lo mucho que ya lo era entonces.
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