sábado, 26 de enero de 2013

Nada personal: Me doy cuenta


Sábado, 19 de enero
LA ISLA DEL TESORO

En uno de esos raros programas de televisión por los que paso un momento antes de irme a la cama, una mujer intenta vender un lingote de oro que heredó de su abuela. Al lingote hay adheridos pequeños restos de coral, lo que indica que estuvo largo tiempo sumergido. “¡Procede de un tesoro!”, exclama el comprador. Y yo siento la misma emoción que cuando de niño leí por primera vez a Stevenson.
            ¡Un tesoro! Entre los recuerdos de mi infancia se guardan muchos tesoros. Tenía yo ocho o nueve años cuando al pueblo llegó un personaje misterioso. Compró o alquiló, no se bien, un caserón en las Olivas, camino de la estación,  rodeado de un gran huerto lleno de árboles frutales.
Muchas veces saltamos el muro a atiborrarnos de manzanas, de melocotones o de las golosas uvas que colgaban en tentadores racimos de una gran parra sobre la puerta de entrada.
El personaje misterioso vivía solo, se llamaba Paul, no era español y tenía un parche en un ojo. Esto último es lo que más propiciaba nuestras fantasías. Era buena persona. Una vez nos sorprendió en el huerto mientras paseaba por la finca con sus dos perros. Nosotros saltamos del árbol como nerviosas comadrejas, pero él contuvo a los perros y se quedó mirándonos con una sonrisa. Ya en lo alto del muro, le vimos hacernos un gesto amable que parecía una invitación. “¡Es una trampa!”, dijo el Rubio, que siempre llevaba la voz cantante en el grupo, y escapamos corriendo a seguir jugando entre los olmos de la Pista.
            Por la mujer que le limpiaba la casa, madre de Julián, otro de mis amigos de entonces, supimos que se iba una semana a Madrid, a no sé que negocios. “¡Se pasa el día escribiendo o leyendo!”, decía asombrada la mujer.
            Al Rubio se le ocurrió que, si había venido a vivir al pueblo, donde nadie le conocía, donde no hablaba con nadie, era para huir de alguien o para esconder algo. Y lo único que podía esconder un tipo con un parche en un ojo era un tesoro. Decidió por eso que debíamos aprovechar aquellos días de ausencia para entrar en la casa y registrarla. Julián quedó encargado de sustraerle discretamente las llaves a su madre. Yo no las tenía todas conmigo. “¡Eso es un delito! Podemos acabar todos en la cárcel”. Pero Manolín, que era monaguillo, me tranquilizó: “Robar a un ladrón no es pecado, lo dice el cura”.
            Y allá fuimos los cuatro. Éramos cuatro amigos, siempre inseparables. Bueno, salvo el Rubio, que a menudo andaba por ahí a su aire, y al que todos admirábamos mucho y temíamos un poco. Allá fuimos, pero las llaves no funcionaban. Julián se había equivocado y había cogido las de la casa del médico, junto a la carretera, que también limpiaba su madre.
            Pero no importaba. La trampilla de la carbonera, a ras del suelo, estaba abierta y por ella se coló el Rubio y tras él fuimos entrando todos. Yo, el último, y después de pensármelo mucho. Caímos en un sótano oscuro y sucio. El Rubio, que ya fumaba, encendió una cerilla y nos sacó de allí. Recorrimos la casa, que nos pareció inmensa, y que sin duda lo era. Solo la cocina, un dormitorio y una gran sala con un balcón que daba a las montañas parecían en uso. El resto estaba tal como lo habían dejado, hace no se sabe cuántos años, los anteriores propietarios. En el salón, una máquina de escribir, un montón de cuartillas mecanografiadas y libros por todas partes, apilados sobre la mesa, en las sillas, en cualquier esquina. Lo que no había eran estanterías, las paredes las ocupaban algunos cuadros y fotografías familiares enmarcadas.
            “¡Vámonos ya! Aquí no hay ningún tesoro”, dije yo, que era el más pusilánime. El Rubio encontró una botella, no sé si de coñac o de whisky, y se echó un buen trago. “¡Vete tú, que yo tengo mucho que beber!”. Un gato negro que entró de pronto y se quedó mirándonos con la cola alzada nos asustó. No sabíamos que en aquella casa hubiera gato. Parecía dispuesto a lanzarse sobre nosotros y hasta al Rubio, que no se asustaba de nada, le entró algo de miedo. “¡Toque de retirada!”, dijo.
Desde dentro nos resultó fácil abrir la puerta principal y por allí salimos, el Rubio con la botella debajo del brazo. “¡Yo por lo menos no me voy con las manos vacías! Esta noche nos la cepillamos mi padre y yo”.
            “Pues yo también he encontrado algo”, dije, y enseñé una edición inglesa de La isla del tesoro con unas maravillosas ilustraciones. “¡Robar es pecado, robar es pecado! Vas a ir al infierno”, exclamó Manolín el monaguillo, envidioso porque a él no se le había ocurrido coger nada.
            Todavía conservo ese libro. Todavía no he despilfarrado del todo los tesoros que encontré en la infancia.


Domingo, 20 de enero
POR QUÉ ME EQUIVOCO TANTO

Pocas cosas nos dan más por menos dinero que un buen periódico. Mientras tomo el café de la mañana, leo en un artículo de Luis Cabo, director del laboratorio forense y bioarqueológico de la Mercyhurst University, que, en su trabajo, a menudo tienen que explicarles “a gente muy preparada, inteligente e informada que estaban equivocados acerca de hechos que conocen mucho más directamente que nosotros, y sobre los que se han pasado muchas horas pensando y recabando información”.
            ¿Cómo es posible eso? El conocimiento de la realidad tiene dos fases. Primero se formula una hipótesis razonable, después se pone a prueba. Y esta segunda fase no es tan fácil como parece, está llena de trampas que nos tendemos a nosotros mismos. Ello es debido “a que nuestro cerebro tiende a centrarse en información que apoye nuestras intuiciones y prejuicios, y a ignorar aquello que entre en conflicto con ellos”. Con otras palabras: “estamos programados para dar a nuestras interpretaciones y modelos intuitivos más crédito del que se merecen”.
            Nuestra mente funciona como los malos policías y los malos jueces: ante un hecho criminal que alarma a la sociedad, necesitan descubrir y castigar lo más pronto posible a un culpable. No importa que no sea el verdadero culpable, basta con que resulte verosímil para la tranquilidad de todos.
            El método científico nos ayuda a superar esta limitación. Una vez creado el modelo nos centramos no en las observaciones que lo confirmen, sino en las pruebas experimentales y en los datos objetivos que puedan invalidarlo.
            Dejo a un lado el periódico con la sensación de que he aprendido algo importante: que hay que desconfiar de las evidencias, no confundir lo verosímil con lo verdadero y poner de vez en cuando en cuestión el sentido común.
            No sé si el cerebro de todos, pero el mío funciona como los astutos abogados de los jefes mafiosos: la única verdad que le importa es la que beneficia a quienes le pagan.
            Descubro al instante los sofismas y trapacerías lógicas de los demás. Los que me tiendo a mí mismo tienden a volverse invisibles. A partir de ahora, y gracias al artículo de Luis Cabo, estaré mucho más alerta. Aunque no sé si lo conseguiré. Siempre, en estos casos, recuerdo unos versos de Amparo Amorós: “si de humanos es errar, / yo ¡muy humano debo ser!”


Lunes, 21 de enero
UN MAESTRO

Tras el saludo inicial, las primeras palabras de Francisco Giner de los Ríos en su cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad Central, eran las siguientes: “Señores, en esta clase no se pasa lista ni se tiene en cuenta a quienes asisten ni a quienes no. Y, por supuesto, al final del curso todos ustedes serán aprobados. De manera que yo aconsejo que vengan solamente aquellos a quienes interese lo que aquí se diga”.
            Yo, que no soy precisamente Giner de los Ríos, no me atrevo a decir eso el primer día de clase, pero pensarlo bien que lo pienso. Y para bien y para mal me encuentro entre esas personas incapaces de disimular lo que piensan.


Martes, 22 de enero
SU MAYOR ESPLENDOR

Siempre que entro en la librería de Valdés, salgo con alguna sorpresa. En este caso los folletos de la serie “Arte y vida” publicados en la Alemania nazi por el doctor Heinrich Lützeller. Están editados, en español, en Friburgo de Brisgovia, y tratan por lo general de temas religiosos, pero uno se titula Alegría de la vida. ¿Qué alegría podría encontrarse en aquel país y en aquellos años? A Heinrich, inteletual católico, se le prohibió enseñar en la universidad y publicar en alemán. “Los grandes maestros de la alegría –escribe– son los que meditan con serenidad, se hallan estigmatizados por el destino y penetran con agudeza en la existencia siempre amenazada del hombre. Sobre el fondo de lo trágico y de la lucha angustiosa es donde la alegría alcanza su mayor esplendor”.


Jueves, 24 de enero
TAPARLES LA BOCA

“¿Y qué habrías votado tú, tan socialista, de haber estado ayer entre los diputados del parlamento catalán?”, me pregunta con sorna un amigo, que sabe de sobra lo que yo pienso sobre el asunto.
“Pues habría votado sí, un sí rotundo, y a renglón seguido, en caso de que pensara que lo mejor para Cataluña es que siga formando parte del Estado español, me habría puesto a tratar de convencer a mis conciudadanos de ello. Pero tan poco confían en las bondades de lo que predican los partidarios de que Cataluña continúe siendo parte de España que dan ya por perdida su causa y todo su esfuerzo se centra en impedir que los catalanes opinen libre y democráticamente, en taparles la boca con una presuntamente intangible legalidad”.


Viernes, 25 de enero
LA MISMA PIEDRA

Un mal gesto, unas palabras que no esperábamos y quien mejor creíamos conocer se convierte de pronto en un desconocido. ¡Cuántas veces me ha pasado eso! Si las personas inteligentes son las que aprenden de sus errores, me temo que yo soy bien poco inteligente: tropiezo siempre con la misma piedra.
            Regreso deprimido a casa, pero pronto encuentro justificación para tan reiterado traspiés. La realidad es, en buena media, una fantasía nuestra. Vemos una parte y el resto nos lo imaginamos. “Engañarse” es el sinónimo más preciso que conozco para “enamorarse”. O para ilusionarse con cualquier empresa.
            ¿A cuánta gente habré defraudado yo? No quiero ni pensarlo.


Sábado, 26 de enero
LEO EN CIORAN   

“Si no te das cuenta de que no eres tan inteligente como te crees, es que no eres tan inteligente como te crees”, leo en Cioran. Yo me doy cuenta.


3 comentarios:

  1. A mí que no soporto vivir en esta asquerosa realidad, me gusta refugiarme en la biblioteca de mi casa. Cuando enciendo la luz, vienen a mi mente todos mis fantasmas y me dejo enloquecer por las lecturas de mis amigos, los del pasado y los del presente. Así pues, yo quiero ser el Rubio de su cuento, un poco borrachín y algo valiente, la demás cosas de la realidad me la traen al pairo. Ya vendrá el Lunes con sus realidades, Nuevamente gracias José Luis, por este ratito de realidad literaria del domingo. Un abrazo muy fuerte.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias por tus palabras. Esperaba que el primer comentario fuera de mi amigo José Luis Piquero, incansable defensor de la unidad de España.

    JLGM

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Vaya lo siento, pero soy J.B. "el del whisky" y aunque no beba absolutamente nada, me he emborrachado un poco con tu excelente narración, por eso sigo prefiriendo al rubio del relato que al Rubio de la realidad. Hasta la próxima semana.

      Eliminar