viernes, 28 de agosto de 2009

Lecturas y lugares: El secreto

Borges afirmó que de todas las ciudades del planeta Ginebra es la más propicia a la felicidad. Una gris mañana de verano, recorro sus calles apacibles y en cuesta, asciendo hasta la catedral. No hay nadie a esta hora temprana. Me detengo un momento ante la silla de Calvino y luego subo los escalones de piedra de una de las torres. Nada me gusta más que ver una ciudad entera a mis pies. Recorro los cuatro lados de la torre norte, comenzando por el que mira al lago, que parece dormitar aún en su grisura, sin alzar siquiera el dedo juguetón del Jet d’eau y pienso, no sé por qué, o quizá sí, en Amiel.


La vida de Enri-Frederic Amiel transcurrió sin brillo ninguno durante sesenta años para luego, póstumamente, fascinar al mundo con su diario.
Primero se dieron a conocer unos cientos de retocadas páginas que mostraban al profesor rutinario y oscuro como un sagaz moralista y casi como un santo. Luego, tras el centenario de su nacimiento, aparecieron otras algo distintas: “Después de haber dormido en todos los lechos de Europa, desde Upsala a Malta, desde Saint-Maló a Viena, en las cabañas de los pastores y a dos pasos de las prostitutas de Nápoles, no conozco la voluptuosidad más que en la imaginación”.
Los discípulos de Freud comenzaron a frotarse las manos: “Poseer un temperamento precoz, gustar de lecturas enervantes, haber tenido las ocasiones más seductoras desde antes de los veinte años, ser curioso e inflamable, errar por el mundo y regresar siempre a casa con la inexperiencia de un niño”. Fuera donde fuera –se ha dicho— llevaba siempre a la puritana Ginebra consigo, para él la ciudad más propicia a la desdicha.


Pero Amiel, el casto y puntilloso profesor, fue un Casanova en su imaginación. ¿Por qué solo en ella? Por respeto: “No puedo soportar la idea de corromper, y las mujeres a las que yo no hubiera podido manchar no serían digna de mí”.
Como Pessoa, vivió todo de todas las maneras, pero solo en la fantasía. ¿Fue por ello menos feliz que el insaciable fornicador veneciano? Quizá no. Más de una vez, sin dejar Ginebra, se encontró en el paraíso: “He tenido una impresión ateniense al cruzar la Place-Neuve. Inundación de luz, alegría de los ojos, bellas formas bajo la cúpula de límpido azul. Ligereza del ser, pensamiento con alas. Me creía de nuevo joven y sentía como un griego. Ante mí estaba, deslumbrante, Palas Atenea”.


Cualquier vida es un misterio. También la de Amiel, aunque quiso contárnosla entera a lo largo de miles de páginas: “Siempre estamos solos para las cosas capitales de la vida, y nuestra verdadera historia nunca será descifrada por nadie. El secreto que guardamos es intransferible por mucho que hablemos de él. Lo más verdadero de nosotros mismos jamás se muestra”. Ni siquiera a nosotros mismos.

2 comentarios:

  1. Amiel hubiese preferido el cine a la realidad; dentro del cine, el rodado en decorados de cartón piedra y tramoya de carpintería -a la manera del que se hacía en Hollywood en las décadas de los treinta y los cuarenta- por sobre el que toma exteriores en la calle y en el campo.
    Evitaba la proximidad física de una bella mujer porque a menos de dos metros empezaba a percibir los poros de la piel, las pequeñas escoriaciones del cutis, los granos, las pecas, las arruguitas casi imperceptibles...
    Temía la extenuación subsiguiente al abrazo sexual más que un nublado: verse ahíto en brazos de una mujer sudorosa y entregada... Adiós, ideal supremo.
    Me recuerda al Jacinto parisino de Eça de Queirós: le horrorizaban las cosas en su estado natural; mejor tamizadas por la sofisticada cultura.
    Marañón veía a un superviril. Yo intuyo a un primo de Narciso.

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  2. Estatuas a Eva Elena en Ginebra.

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