martes, 11 de agosto de 2009

De Avilés a Cádiz (9): Los días claros


Después del continuo ajetreo del oleaje, que he seguido sintiendo en sueños, me despierta una rara sensación de calma. Ya ha amanecido. Me visto rápidamente, según costumbre, y subo a cubierta. Qué deslumbrante maravilla. El mar y el cielo tienen exactamente el mismo límpido azul del primer día de la creación. Entre ellos, el dorado promontorio y la blancura de la ciudad. Sí, ya hemos fondeado en Lagos. A tierra iremos por turnos, en una lancha zodiac, provistos del chaleco salvavidas. Yo no las tengo todas conmigo. Eso de descender por una escala de cuerda no es para mí. Casi estoy a punto de acompañar a Cristiana, la alumna portuguesa que se queda en el barco.


Cuánto me habría perdido. Pongo pie en tierra, camino hasta el mercado, y allí, en una lápida sobre la escalera están las hermosas palabras que Sophia de Mello dedicó a este lugar. Nada se escribirá nunca más hermoso. Hablan de un paseo que comienza en los restos de la muralla, sigue por las calles estrechas y empinadas, llega hasta una plaza con una estatua, termina precisamente aquí, en este mercado frente al mar. Los peces y los frutos son descritos con minucioso deslumbramiento. Habla también de sombras transparentes, de una luz que hace visible lo invisible y de un silencio que se escucha. Repito ese paseo en sentido inverso, saliendo por la terraza del tejado. Lo primero que encuentro es la blanca torre de la iglesia de San Sebastián, que se alza entre el verdor de un alto jardín. Se puede subir a ella. No me privo de ese inesperado placer. Contemplo a mis pies el pueblo y el mar. Allá, en medio de la rada, se mecen los tres mástiles del “Cervantes Saavedra”. Una hermosa estampa. Dos o tres gaviotas, estratégicamente situadas, acompañan mi soledad. Están tan filosóficamente quietas que más de una vez he pensado si no serían parte de la decoración.


Me demoro todo lo que puedo en las alturas, pero finalmente he de descender. En un lateral, hay una capilla con todas sus paredes adornadas con calaveras. No me dan miedo, no añaden sombra al día. Esta historia –la historia de cualquier hombre-- tiene un final previsto, pero está llena de episodios inesperados, como una narración de las mil y una noches. Yo quiero disfrutar de todos y cada uno de ellos como si fueran únicos e infinitos.
El azar de las calles me lleva hasta una plaza que me resulta familiar. Ahí sigue, igual que hace treinta años, esperando no se sabe qué, el rey don Sebastián. Pero esta vez no está solo. Un mimo imita su extravagante apostura. A sus pies, un cartel con el poema que “O encuberto”, de Fernando Pessoa.
Yo leí ese poema aquí mismo hace treinta años, lo releo ahora. Busco luego un quiosco y me siento en una terraza, con un aromático café a leer el periódico. Repito los gestos de 1977. Creo que el rey fantasioso y desdichado me sonríe. “Eres hombre de costumbres”, me dice. Lo soy, sí, no puedo evitarlo. Siempre llevo mi cotidianidad conmigo. Es mi manera de domesticar el mundo.
A la misma hora que en Las Salesas dejo mi café para volver a casa, vuelvo al barco. Otra vez el rito de esperar la zodiac, de ponerse el aparatoso chaleco salvavidas. Pero ya me resulta familiar, ya sé ajustármelo sin ayuda. La primera vez todo me resulta extraño, pero aprendo pronto: a la segunda, ya es como si lo hubiera estado haciendo toda la vida.
No contaba yo con el humor sardónico de la mar. En un instante, se levanta el viento, se alza el oleaje y a los que vamos al frente de la lancha nos embiste una ola y luego otra y otra. En un momento quedo empapado, las gafas mojadas, viéndolo todo borroso, viéndome ya en el agua. El barco se agita y la escala danza con él. Es difícil acercarse. Consigo subir, no sé cómo. Un náufrago rescatado del Titanic no habría respirado con tanta felicidad como yo cuando pisé la cubierta. El mar se calmó en ese mismo instante.
Toda la tarde navegamos con la misma placidez, izadas las velas de trinquete, frente a la costa del sur de Portugal. Ayudado por el viento del sudoeste, el mar sin olas parecía llevarnos en la palma de la mano. Yo me había quitado la ropa mojada, duchado, devorado la comida y ahora estaba en el mejor de los mundos, olvidado el susto reciente.


En el mejor de los mundos, sin nada que hacer más que observar de vez en cuando con los prismáticos, los accidentes de la costa estuve toda la tarde, que duró una eternidad y un instante. Pero, por si me aburría, el guionista de este extraño viaje añadió algún episodio. De pronto, hacia popa, alguien señala un barco. No tardamos en darnos cuenta de que viene directamente hacia nosotros y a toda velocidad. Es una nave de la Marinha portuguesa. Se coloca a babor, a no demasiada distancia, y acompasa su velocidad con la nuestra. Los saludamos amablemente, pero su respuesta es echar al agua una lancha que viene rauda hacia nosotros con tres uniformados. Suben al barco, como yo hice poco antes, aunque con una mayor agilidad. Cierto que el mar está ahora más tranquilo que entonces. Van hacia la sala de máquinas, hablan con el capitán, le piden no sé qué papeles. “A ver si va a resultar que somos un navío pirata, que llevamos un alijo de contrabando y acabamos todos en la cárcel”, dice alguien.
Pero todo termina bien. Los dos policías que subieron a bordo vuelven a saltar a la lancha, que piafaba en torno nuestro como un caballo pura sangre montado por el vaquero de turno.
Con tranquilidad pudimos disfrutar luego del lento crepúsculo, los alumnos en grupos por cubierta, tocando la guitarra, jugando a las cartas, preparando el trabajo que han de entregar al final del viaje.


Me gusta esta soledad tan bien acompañada, esta rutina llena de magia. Después de la cena, vuelvo a la cubierta superior. Quedo deslumbrado. Nunca había visto así la cúpula celeste. Trato de orientarme en medio del prodigio. Sí, esa estrella que brilla al frente más que ninguna es Júpiter. A baborr, la mancha lechosa de la Vía Láctea. A estribor, señalada por las estrellas de la Osa y algo distanciada de ellas, la Estrella Polar.
Me quedaría toda la noche, tumbado boca arriba, viendo oscilar sobre mí con el leve balanceo del barco el inagotable prodigio de las constelaciones.
En lo más alto, una estrella cuyo nombre ignoro, me hace de pronto un guiño malicioso y siento que Dios, allá en su nada, me sonríe.

1 comentario:

  1. Hacer de nuestra rutina una obra de arte es la mejor manera si no de domesticar el mundo (al decir de García Martín) al menos de habitarlo, gesto simbolizado en la siesta reparadora y maravillosa de este capítulo. ¡Buena travesía amigo mío!

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