Cuando se enteró de que tomaba parte en el curso “El Atlántico, una frontera abierta”, de la Universidad Itinerante de la Mar, el director del diario El Comercio me sugirió que enviara alguna crónica, y yo me lo tomé tan a pecho que todos los días me levantaba a las seis de la mañana, en alta mar o atracados en algún puerto, para escribir mi artículo. El problema era luego enviarlo. En el barco no había Internet y apenas nos alejábamos de la costa se perdía la cobertura telefónica. Cada envío era una novela. Finalmente solo fallé dos veces.
Los padres de los alumnos, que apenas tenían comunicación con ellos, fueron los principales lectores de mis artículos, aunque yo no pretendiera hacer la crónica oficial del curso, sino dejar constancia de un itinerario personal.
Al acusar recibo de la última entrega, Iñigo Noriega, director de El Comercio, citó el cumplido mayor que, según Conrad, un capitán de barco puede decirle a su segundo de a bordo al final de un viaje, cuando el trabajo ha terminado y el subordinado ha dejado de serlo: “ Si se encuentra usted sin empleo, recuerde que mientras yo tenga barco usted también tiene uno”.
Hermosas palabras que alguna vez me gustaría merecer.
Comienza la aventura
No deja de resultar curioso, y algo paradójico, que un curso que pretende llevar a alumnos y profesores a través de la frontera abierta del Atlántico comience junto a un embalse.
En el Centro de Alto Rendimiento de Trasona, mientras se celebra una competición de piragüismo y en las arboladas orillas del estanque pasan la tarde tranquilos grupos familiares, nos reunimos los integrantes de la expedición. El grupo español es el primero en llegar. Los portugueses, que ciertamente vienen de más lejos, se demoran un tanto, y eso nos da ocasión para divagar sobre los diferentes caracteres nacionales. A pesar de la Unión Europea, los recelos ancestrales no han desaparecido del todo. Los portugueses son educadamente susceptibles; los españoles, simpáticamente maleducados. A unos amigos suizos que iban a hacer un rápido viaje a España y que le pedían consejo sobre lugar donde conocer lo más característico de nuestro país, Eugenio d’Ors les recomendó que fueran a Portugal. Eran otros tiempos. Pero a quien quiera saber hoy lo que era la vieja hidalguía castellana, su extremada cortesía y su amor al protocolo, yo le aconsejaría lo mismo: que se diera una vuelta por Portugal o por alguno de esos países de América Latina donde se habla el más hermoso castellano del mundo.
Ya reunidos los dos grupos, que pronto se convertirán en un solo grupo, Fermín Rodríguez, que fue quien tuvo la idea feliz de esta Universidad Itinerante de la Mar, nos da a los profesores-tutores las primeras indicaciones. Comienza con un elogio del veterano Creoula y de su tripulación. Este verano el viejo lugre bacaladero está en dique seco, en revisión y puesta a punto para las singladuras que le esperan en 2010, año de centenarios. Le sustituye el bergantín-goleta “Cervantes Saavedra”, que también tiene una larga historia, comenzada en Suecia en 1934 como buque faro. Es más cómodo que el anterior, pero solo de vez en cuando hace de buque escuela.
Los alumnos se agruparán en “trozos” (el léxico peculiar es parte del encanto del viaje) y cada uno de ellos estará a cargo de dos tutores. Durante los recuentos rápidos, que se harán a menudo, los trozos se reunirán junto a los palos del navío: habrá así el trozo de trinquete, el de mayor y el de mesana. Los recuentos rápidos son fundamentales: además de su función de asegurar que nadie se ha caído al agua ni se ha distraído en la farra de alguno de los puertos, acostumbrarán a todos a concentrarse en el lugar adecuado en caso de emergencia.
Tomo disciplinada nota de las labores que se me asignan y, entre ellas, la que más me llama la atención son las guardias nocturnas, de doce de la noche a seis de la mañana, cuando se suprimen las guardias habituales y todo el pasaje descansa. No dejará de resultar una experiencia curiosa vencer el sueño (yo siempre me acuesto a las doce de la noche) y distraer el tiempo recorriendo la cubierta con una linterna en la mano, atento a cualquier emergencia. Pero seguro que habrá tiempo para aprenderse el nombre de las estrellas y para recordar algunos poemas muy a propósito, como una de las odas de Fray Luis (“Cuando contemplo el cielo / de luces adornado…”) o el soneto de Francisco de la Torre: “Cuántas veces te me has engalanado / clara y amiga noche, cuántas llena / de oscuridad y espanto la serena / mansedumbre del cielo me has mostrado”.
Comienza la aventura en el embalse de Trasona (tan familiar desde mi infancia avilesina) y luego continúa en el puerto de Gijón. Conviene ir de lo conocido a lo desconocido. Pero pronto me doy cuenta de lo relativo de ambos conceptos. No son pocos los alumnos que ven el cerro de Santa Catalina, con su geométrica corona, por primera vez y yo, en este lento atardecer, lo veo como si lo viera por primera vez.
Nos llegamos hasta la ampliación del Musel y Ramón Alvargonzález nos explica los pormenores de esa obra desmesurada y los avatares del viejo puerto pesquero y carbonero. Yo no sé si seré un buen profesor en esta rara aventura en la que he tenido la fortuna de poder embarcarme en el último minuto.
Este año se reducen las plazas (el “Cervantes Saavedra” tiene menor capacidad que el Creoula) y solo habrá un curso. Son muchos los interesados que se han quedado en tierra. Pero hubo un problema con el visado de uno de los participantes y, pocas horas antes del comienzo, me dijeron si quería sustituirle. No lo dudé un momento. Cogí el petate y en marcha. No sé si seré un buen profesor, pero de lo que estoy seguro es de que no voy a ser el peor de los alumnos. Entusiasmo, que es lo principal, no me falta.
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