viernes, 14 de agosto de 2009

De Avilés a Cádiz (y 12): Fin de fiesta

No sé dónde he leído que un hombre feliz es el que hace realidad en la madurez sus sueños de adolescencia. En ese caso, yo soy un hombre feliz.
Hay fiesta de despedida en la cubierta superior del Cervantes Saavedra. Tras los breves discursos, tras la entrega de diplomas y regalos, Miguel sube a lo alto del puente y allí instala los altavoces. Comienza a sonar, estridente e inarmónica, o así me lo parece, su música favorita. En seguida se agitan, en grata mezcolanza, estudiantes y marinería. El ritmo resulta cada vez más hipnótico. Yo siento que mis pies empiezan a moverse, pero me contengo, me hago a un lado, como siempre, trato de mirar la vida desde fuera. Pero tendría que taparme con cera los oídos, igual que los marineros de Ulises o atarme a uno de los palos, para ser capaz de vencer a la tentación. A la cabeza me vienen unos versos de Vicente Aleixandre (en cualquier situación, yo tengo siempre la glosa poética a punto): “No es bueno quedarse en la orilla / como el molusco que quiere perpetuamente imitar a la roca”.


Y no me quedo. Allá voy yo, agitándome con más entusiasmo que arte, a colocarme en medio de Katia, José Miguel, Celso, el jefe de máquinas, Cristiana, el segundo oficial. Y así sigo durante más de dos horas. Nada raro, si no fuera porque el día ha comenzado a las seis de la mañana y ha incluido largas caminatas, fatigosas visitas a los centros de la Armada en San Fernando y un paseo por el Puerto de Santa María. Nada raro, si no fuera por otro pequeño detalle: yo no he bailado en mi vida.
La mitad de la belleza del mundo está en los ojos que la miran. Desde el principio, desde que vieron los camarotes que les había tocado en suerte, hubo quienes se dedicaron a protestar (no citaré sus nombres, para que no se enfade mi amigo Adrián). Luego todas las ciudades, y especialmente Cádiz, les parecieron sucias y feas. Yo recordaba un poema de Antonio Beccadelli que traduje hace algún tiempo: “Matías Lupo ha estado en Grecia. A la vuelta / nos trae estas buenas noticias: / de la fuente Castalia no mana ni una gota, / solo se encuentran troncos resecos de laurel, / de las ninfas se ha perdido hasta el recuerdo. / En suma, no queda nada: él se ha informado bien”.


¿Qué es Grecia para el que no sabe mirar? Calor y ruinas. Los dioses no se muestran a los que no son dignos de ellos.
Yo no sé si lo he sido. Sé que aspiré a serlo y que por ello fui recompensado. Hubo malos momentos que ahora, mientras bailo, rememoro con una sonrisa. Aquella noche en que me tocó fregar a la hora de la cena. No hay bastantes cubiertos y por eso, tras cada turno, hay que dejar limpio todo rápidamente para que pueda cenar el turno siguiente. Terminamos casi a las doce de la noche, el mar se había ido alterando, la estrecha cocina se bamboleaba peligrosamente, el suelo estaba encharcado de las salpicaduras de los grifos y las olas, había que sujetarse con una mano y fregar con la otra, algo ciertamente difícil…
Pero de cualquier problema compensaban los amaneceres. Salía uno del angosto cubículo (era para dos personas, pero no cabían en él dos personas de pie: había que acostarse primero una y luego, cuando ya estaba en la litera, la otra), subía a cubierta y se encontraba inmediatamente a las puertas del paraíso. Colecciono amaneceres. De este viaje me he traído un puñado de piezas deslumbrantes que son las mejores de mi colección.


Sigue la fiesta. Ahora suena una música oriental y todos nos hemos hecho a un lado formando un círculo. Katia, la fascinante Katia, se ha puesto a bailar la danza del vientre. Estamos en un puerto de las mil y una noches. Danza, danza ante los ojos embobados de todos y uno quisiera que aquel momento no se acabara nunca. Ya no es una estudiante portuguesa, ahora es la Telezusa de Marcial y Víctor Botas trazando la caligrafía del placer al ritmo de los crótalos béticos.
Un paseante solitario recorre el muelle. Se queda pasmado mirando aquel corro feliz en la cubierta del velero, aquella rubia diosa que danza y danza. Me imagino su envidia. Somos jóvenes y felices y todo nos está permitido. Se rompe el corro, volvemos a bailar todos con todos, dos marineros lo hacen juntos evocando una imagen de Genet o Fassbinder…
Hubo malos momentos, sí. Lo que al principio parecía más difícil de soportar era la falta de intimidad. Imposible estar solo, ni siquiera a la hora de dormir. Demasiada gente en un espacio demasiado pequeño. Luego resultó que era fácil aislarse. Uno se sentaba en la amura de babor, o de estribor, mirando el cabrilleo de las olas, absorto en sus pensamientos o escuchando música en el iPod, y la gente pasaba sigilosa por su lado, respetando su intimidad. La noche más hermosa, la noche en que salieron a relucir como nunca todas las estrellas mientras la luna poco a poco se iba sumergiendo en las aguas, fuimos varios los que nos tendimos en cubierta, cara al cielo, cada uno en su mundo, todos igualmente inmersos en la inmensidad.
Hubo también, como no podía ser de otra manera, una creciente tensión erótica. Sonrisas, miradas, tímidos acercamientos. Pero no creo que nada llegara a nada. Lo más propicio a la castidad es la falta de intimidad. Y los jóvenes, ¿para que engañarnos?, gustan más del alcohol que aturde que del Eros que sutiliza el entendimiento.
Continúa la fiesta, con la ciudad en torno nuestro reflejándose en las aguas de la bahía. “¿Por qué para ser feliz / es preciso no saberlo?”, se preguntaba Pessoa. Yo sé que soy feliz esta noche en que no tengo ninguna gana de irme a dormir, por primera vez en mi vida, y en que sé que mañana me acostaré ya en mi cómoda casa, al otro lado del mundo, y Katia y todos los demás desaparecerán de mis días, probablemente para siempre.
En el desayuno me encuentro con Miguel, ojeroso. “¿Qué tal lo llevas?”, le pregunto. “Después de la fiesta, me tocó estar de guardia. Lo llevo como puedo”.


Unos minutos después subimos al autobús para atravesar, de un tirón, España de punta a punta. En la última imagen que tengo del Cervantes Saavedra, el joven marino, recostado en la proa, mira con melancolía a los que marchan. Seguramente habría querido venirse con nosotros. No sé si ha quedado claro que lo que a mí me habría gustado es quedarme, que este viaje no acabara nunca.
Y nunca acabará, nunca terminará de borrarse su estela en la memoria.

3 comentarios:

  1. Has vuelto a Ítaca, mi amigo, entonando la elegía precisa a los mitos paganos visitados. Descansa de la travesía, marinero. Roberto Farona

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  2. Precioso, volveré para leer los capítulos anteriores. Un saludo con admiración

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  3. Yo también amo los amardeceres.

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