sábado, 8 de agosto de 2009

De Avilés a Cádiz (6): Yo, bombero en Oporto

¿Qué se puede decir de un día que comienza oyendo cantar el himno nacional mientras se iza la bandera en la Escuela Naval de Marín y que termina –o eso creía yo— con una cena amenizada por la tuna de la Universidade do Porto? Quizá lo mejor sería no decir nada de una jornada en la que a cada emoción surrealista le sucedía otra mayor.
Algunas veces me frotaba los ojos, especialmente cuando al abrirlos, como en el cuento de Monterroso, la tuna todavía seguía allí. ¿Qué hacía yo, embarcado en lo que parecía haberse convertido en un embarque? El barco, con el equipaje, se había quedado allá en Galicia y nosotros habíamos llegado en autobús a Oporto. ¿Cuándo nos seguiría? Cuando el tiempo lo permitiera. La intención era dormir en el barco, ya anclado en el puerto de Leixoes, pero si no llegaba no teníamos otra solución que volver al autobús y trasladarnos a Lisboa, a la Escuela Naval, lo cual suponía dos noches sin poder cambiarse de ropa.
¿Qué hago yo aquí?, volví a preguntarme. Y no tardé en encontrar la solución, porque yo soy de esas personas que tienen, o creen tener, respuesta para todo. “Estoy en un laboratorio”, me dije. Y yo soy el investigador principal y también la cobaya sobre la que se realiza el experimento.
Yo era como uno de esos peces, que en las salas del CIMAR, el Centro de Investigación Marítima de la Universidade do Porto, se estudian con inteligente y paciente minuciosidad. Aquella sala, con sus cubetas y sus tubos de aire y de alimentación, olía como una pescadería, parecía una unidad de cuidados intensivos y, si cerrabas los ojos, el rumor del agua te recordaba a los jardines del Generalife.
Como esos peces, yo había sido sacado de mi ambiente para poder estudiarme mejor. Todo el pasaje del “Cervantes Saavedra” estaba siendo observado, analizado. Eso es al menos lo que yo hacía. Pero ahora me daba cuenta de que para mí, como buen egoísta que soy, el principal objeto de observación y estudio era yo mismo.


¿Qué ocurriría si a una persona rutinaria, a la que le gusta tenerlo controlado todo, planear al segundo el día, se la coloca en la situación de no saber siquiera en donde va a dormir esa noche? ¿Qué ocurriría si a alguien que se pasa el día rodeado de libros se le deja sin libros durante una eternidad de por lo menos diez días?
Pues que al principio se siente, como yo, absolutamente angustiado. Encima, durante una de las visitas, dejo el chubasquero en el autobús y el que vuelve a recogernos es otro vehículo y no sé cuándo lo recuperaré. Y ahí estoy, yendo de Oporto a Matosinhos, lo más ligero de equipaje posible: sin la música del ipod, sin el cuaderno de notas, sin dinero, sin saber no ya a qué hora, sino siquiera si llegará el barco con mi equipaje.
Pero la angustia dura poco. No estoy solo. Juego con red. Lo que me pasa a mí le pasa a unos cuantos más, así que me dedico a mi ocupación preferida, disfrutar del instante, mientras los jefes de la expedición, para eso son los jefes, hacen llamadas telefónicas, tratan de enterarse de las previsiones meteorológicas, de la mar que encuentra el barco, de la velocidad que lleva; tratan también de reorganizar todo el programa, que se viene abajo al no poder llegar a cada ciudad en el tiempo previsto.
Yo, en un atardecer luminoso, más luminoso por el contraste con el lluvioso paseo de ayer en Pontevedra, me dispongo a gozar con una de mis ciudades favoritas. Entro en la más hermosa librería del mundo, saludo a la torre de los Clérigos, piedra hecha flor, cetro prodigioso, índice de libertad; me sorprende a su lado una modernísima tienda de cristal y aluminio dedicaba a un viejo negocio: los exvotos de cera (además de las habituales manos y pies, hay uno fascinante que representa a un anciano a tamaño natural). Cruzo luego la Avenida de los Aliados, en la que Oporto juega a ser gran ciudad centroeuropea, llego hasta San Bento, esa estación parece avergonzarse de serlo, subo hasta la Rua de Santa Catarina, jadeando algo menos que el amarillo tranvía que le da un aire lisboeta, saludo al café Majestic, cierro los ojos ante la tentación de mi librería preferida, cruzo luego el puente de don Luis, torre Eiffel que ha decido tumbarse a la bartola, llego hasta Gaia para admirar el Duero verde oscuro y el perfil de la ciudad, la vuelvo a admirar desde la Sé y me siguen sorprendiendo sus desniveles, sus iglesias, sus callejones en pendiente, los palacios en ruina, los jardines secretos con su palmera y su melancolía… Si en el paraíso no hay un lugar que se parezca a Oporto, a mí no me parecerá el paraíso.


La biblioteca de Matosinhos lleva el nombre de Florbela Espanca y uno de sus más desaforados y ultra románticos sonetos está escrito, verso a verso, sobre la escalera principal. Allí escuchamos hablar sobre la reestructuración urbana de uno de los viejos barrios de pescadores. Ese es otro de los trabajos que me habría gustado hacer; de tanto acariciar ciudades algo he aprendido sobre cómo debería ser la ciudad ideal. O eso creo. La realidad suele tener la mala costumbre de desmentir las buenas ideas que yo tengo sobre mí mismo.
A la una de la madrugada, las dos en España, puedo por fin respirar tranquilo: el barco está en el puerto. Tengo ganas de regresar a él. Pero la mayoría de los que me acompañan tienen poco más de veinte años, y algunos ni eso, así que no queda más remedio que darse una vuelta por los lugares de la movida portuense: Rua de París, alrededores de la antigua Facultad de Medicina, con la cafetería “O Piollo”, tan llena de saudades. Ahora todo es juvenil bullicio, invitación a una fiesta para la que no hemos sido invitados. “¿Cómo que no?”, me dice uno de los tres seniors que nos paseamos melancólicamente a la espera de que llegue el autobús. “Los dieciocho años siguen siendo mi edad preferida”. “Pero me temo que tu edad ya no es la preferida suya”, le respondo. Pero la realidad, una vez más, se empeña en desmentirme. Y en ese mismo momento se nos acerca, con un vaso en la mano, una guapa estudiante. “¿Sois bomberos?”, pregunta. Al principio no entendemos, pero luego nos damos cuenta de que vamos uniformados con los llamativos chubasqueros de la UIM. O sea, que los tópicos tienen bastante de verdad, y el atractivo erótico del cuerpo de bomberos todavía puede verter algo de su fulgor sobre tres sesentones.


Se llamaba Andrea, tenía una ingenua sonrisa encantadora, nos contó su vida, quería presentarnos a sus amigas. Aunque mis ideas sobre cualquier posible paraíso me parece que están bastante claras, recuperé feliz mi camarote en el barco. No dejaba de ser el perfecto colofón para este día que comenzó con el izado de la bandera española y en el que la tuna nos salpicó con su esforzada alegría.

2 comentarios:

  1. Lello e Irmao... No me importaría ser atropellado por la diminuta vagoneta que, engastada en carriles de latón, recorre el perímetro de los estantes, cargando y descargando libros como si fueran carbón.

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  2. Me gusta leer tú experiencia sobre nuestro viaje. Me estoy aficionando a este blog.

    Gracias

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