domingo, 28 de marzo de 2010

Línea roja: El ombligo del universo

Sábado, 20 de marzo
UN TRIUNFADOR

“Pero ¿es que tú nunca te cansas de mirarte el ombligo?”, mi amigo Juan, al que me encuentro al comienzo de la calle Rivero, en Avilés, frente a los cines Marta, habla en broma, aunque en el fondo muy en serio.


Estudiamos juntos durante el bachillerato y siempre se esforzó en demostrar que era más listo que yo. Y lo era, si duda: sacó su cátedra, de Psicología o Sociología, prefiero no precisar, y hasta creo que fue vicerrector o vicedecano, en una Universidad más o menos manchega. De vez en cuando, en vacaciones o puentes largos, nos encontramos en Avilés. A mí me divierten sus intentos, poco disimulados, de restregarme por la cara sus triunfos. “¿Todavía sigues escribiendo en los periódicos? ¡Eso es perder el tiempo! Eso no vale nada a la hora de solicitar un sexenio o de ir a una oposición”.
Disfruto charlando con mi amigo el triunfador. Me gana en todo, hasta en los matrimonios: va por el tercero y yo aún no me animado al primero. “¡Si yo escribiera novelas!”, dice. “¡Yo sí que tendría cosas interesantes que contar!”. Y lo que me cuenta minuciosamente, sin perdonar ponencia, es el último congreso por el que anduvo, codeándose incluso con algún premio Nobel.
Me divierte escucharle sus éxitos, el recuento de batallas y sexenios. Como nunca he andado falto de autoestima (aunque trate de disimularlo), me viene bien esta cura de humildad. Lo que no sé yo es si él se divierta tanto al charlar conmigo. Al final siempre parece enfadado. “Tú, ríete, ríete, pero todo eso que escribes los domingos en el periódico -que yo no leo, claro, te conozco demasiado bien como para que puedas decirme algo nuevo- no es más que una forma de perder el tiempo”.
Me conoce demasiado bien, cierto. Tan bien que sabe de sobra que nunca conseguirá que le envidie por muchos sexenios, cátedras y matrimonios que consiga.
“A ti lo que te pasa –me dijo una vez irritado- es lo de la zorra y las uvas; dices que están verdes, que no te interesa lo que eres incapaz de conseguir”.
Será eso. Pero prefiero fracasar a mi gusto que triunfar al gusto de otros.


Domingo, 21 de marzo
CONTRA LA FELICIDAD

Cuando estoy solo procuro siempre estar bien acompañado. Esta mañana pasó por casa un librero madrileño con su furgoneta para tratar de hacerme más habitable la madriguera. Al revolver los montones de libros, aparece uno que no recordaba que tenía, una serie de entrevistas con escritores franceses publicado por la Nouvelle Revue Française en 1924. Qué placer charlar, en la tranquilidad dominical del Calatrava con Paul Morand, Alain, Max Jacob, Valery Larbaud… De pronto una frase de Alain, el maestro de André Maurois, me hace cerrar el volumen y perderme en mis pensamientos: “No conviene ser feliz durante demasiado tiempo; la felicidad nos empobrece”.


¿Nos empobrece? Yo diría más bien que nos entontece. Por eso resulta tan difícil imaginarse el paraíso de cualquier religión. El cielo cristiano, aunque se Dante quien lo describa, siempre se parecerá demasiado al limbo.
La felicidad, que yo procuro que no me falte cada día, aunque solo sean diez minutos, es como un cómodo rellano en una ardua escalera. Qué agradable resulta descansar un momento, soñar o incluso dormitar un poco. Pero hay que seguir subiendo, creciendo, enriqueciéndose...
“El universo es un libro del que uno solo ha leído la primera página cuando no conoce más que su país”, declara Paul Morand, que pasó los años veinte con la maleta en la mano. Es posible, pero también se pueden hojear muchas páginas, ir apresuradamente de un sitio a otro, y no enterarse de nada. Este domingo tranquilo ha sido un día feliz: he abandonado el lastre de unos cientos de libros, los he puesto a correr por el mundo; me he paseado por la Francia efervescente y fértil de los años veinte… Y no me he empobrecido, todo lo contrario.

Lunes, 22 de marzo
UNA POLÉMICA

Nada menos que Alberti, Altolaguirre, Bergamín, Cernuda, Lorca, Guillén, Neruda, la plana mayor de la joven literatura de entonces, firmaron un artículo contra Domenchina, a finales de marzo del 36. ¿Cuál fue su terrible delito? Acatar a Salinas. En carta a Katherine Whitmore el ofendido parece desatenderse de la iniciativa: “Salí a la una y estuve media hora con Pepe Bergamín para que él disuadiera a esos insensatos poéticos de escribir la carta contra Domenchina. Me ha prometido hacerlo, y yo creo que si hay alguien capaz de pararlos es él”. Juan Ramón Jiménez pensaba lo contrario, según le cuenta a Juan Guerrero Ruiz: “Hablamos del ataque emprendido en Heraldo de Madrid con la carta publicada por Guillén, Alberti, Lorca y compañía, que pretendiendo hacer una defensa de Salinas, han tratado de mezclar el nombre de J. R. J. Juan Ramón dice que él aconsejó a Domenchina que no insistiera, y el domingo próximo en sus notas de El Sol les dirá, entre bromas y veras, unas cuantas verdades”. Y más adelante: “Hoy he leído las notas de Juan Ramón contestando a las insidias del grupo de amigos de Salinas. En esas notas se dirige ya directamente a Salinas llamándole ‘camaleón y Judas poético y político’ por ser el autor encubierto de esta nueva campaña en que se ha mezclado injusta e injustificadamente su nombre”.
Salinas, que disimula en las cartas a su secreto amor, se despacha a gusto cuando escribe a Guillén: “Eso compensa el triste episodio ‘Domenchina el nauseabundo’. Su elegancia moral queda confirmada al alegar un telegrama particular en una polémica pública, y al mismo tiempo su estupidez y mala fe, porque la contradicción que él quería inventar no existía. Es un bicho, a quien no debes tratar ‘cordialmente’ ni en telegrama más en tu vida. También resalta su ‘elegancia’ al hacer que no publicasen en La Voz nada. Digno discípulo ético-estético de su enfangador literario. Creo que ha salido mal de la contienda porque las personas con quienes él quería codearse como poeta le han propinado el merecido puntapié. Esperemos ahora las insidias verdaderas, que no faltarán”.
Ignoraba yo cuál fue el feroz ataque de Domenchina que puso contra él a la plana mayor de la poesía. Lo encuentro ahora en el tomo de Artículos selectos que publica Amelia de Paz. Al comentar una edición de San Juan de la Cruz escribe: “Tan gustoso y presuroso florilegio es obra del profesor y poeta Pedro Salinas, autor asimismo de la apresurada y ligera nota preliminar que le sirve de atrio”. ¡Tremenda ofenda! En eso se entretenían los poetas a pocos meses de la guerra civil. Qué cosas.


Martes, 23 de marzo
COMPAÑEROS DE VIAJE

¿Quién fue Xavier Marmier? Nunca había oído ese nombre. Como esta mañana paso demasiado pronto por la redacción de Clarín, y aún no se ha recibido el correo, no encuentro ningún libro nuevo. ¿Y cómo tomar el café de la mañana en Las Salesas sin el aroma de libros recientes? Doy una vuelta por la librería Don Quijote, en el pasaje de la calle Covadonga, y allí me encuentro con A través de los trópicos, de Xavier Marmier. “Como mi avanzada edad no me permite ya viajar –leo en el prólogo-, he decidido hacerlo a través de los libros. Por medio de ellos puedo tener una visión de lejanas tierras, cuyo recuerdo me es tan grato, y por ellos puedo penetrar en países donde no tuve la suerte de llegar como visitante”.


No había oído nunca hablar de Xavier Marmier y de pronto descubro que es exactamente la persona que me habría gustado ser: “Destaca en la biografía de Marmier una constante: su tenaz resistencia a convertirse en burócrata o persistir en los cometidos que no provengan de su insaciable curiosidad; apenas recibe un nombramiento emprende o se prepara para un viaje fructífero. Aventura de aprendizaje o investigación, cualquiera que sea la dirección que tome su interés: las lenguas nórdicas o la recopilación de sus leyendas, las costumbres de un territorio inexplorado o las curiosidades étnicas o geográficas de un país. Todo ello, desde el mayor rigor. Ni siquiera el matrimonio logra anclarle a un puesto fijo, ya que la esposa muere antes del año de la boda. Así, libre de ataduras, se dedica enteramente a escribir y viajar entre cargo y cargo (fue bibliotecario de Santa Genoveva, preceptor de los hijos del rey…), dejando una extensa obra como resultado de sus numerosos viajes, del Danubio al Nilo, del Báltico a Argelia, de Islandia a Canadá”.
Pero quizá sus viajes más provechosos fueron los que hizo infinitas mañanas a lo largo de los muelles del Sena, explorando los cajones de los “bouquinistes”. Y como era un hombre agradecido en su testamento dejó mil francos para que los libreros de viejo, sus mejores compañeros de viaje, celebraran en su memoria una fastuosa cena.


Miércoles, 24 de marzo
DETESTO

Detesto todo lo que me empobrece: ahorrar, escalar, tener propiedades, ganar más dinero del que necesito, los elogios necios, estar encantado de haberme conocido.
Me gusta todo lo que me enriquece: leer (no a Pérez-Reverte ni a otros clásicos contemporáneos), charlar, viajar, quedarme en casa, escuchar el silencio, hacer la compra, no tener razón, los periódicos del día, enamorarme, perder el tiempo.


Jueves, 25 de marzo
SERÁ VERDAD

¿Será verdad que estoy siempre mirándome el ombligo, que solo sé hablar de mí? No tengo yo esa impresión, pero lo cierto es que con el tiempo he ido cogiéndole cariño a este individuo extraño y desconcertante con el que me encuentro cada vez que me miro al espejo. Hemos de convivir toda la vida, conviene que nos llevemos bien.
Como las mías propias, aunque con un poco más de dificultad, estoy aprendiendo a soportar las manías y las rarezas de los demás. Cuesta bastante, pero al final resulta divertido.
También he aprendido a reírme un poco de mí mismo, a no tomarme demasiado en serio.


Es posible que esté siempre mirándome el ombligo, pero es que soy tan megalómano que lo confundo con el universo.
Es posible que siempre me enamore de mí, pero más alto, más joven, más guapo y más inteligente.

domingo, 21 de marzo de 2010

Línea roja: Decir sin estar diciendo

Sábado, 13 de marzo
CONVERSACIÓN

¿Cómo puedes concentrarte en medio de este barullo?, me pregunta un amigo que me encuentra en el Caffè di Roma, en el centro comercial Los Prados, rodeado de familias con niños.
Y yo me encuentro tan a gusto, mejor que en la más silenciosa biblioteca. Como mañana he de escribir una nota sobre la correspondencia de Gil de Biedma, he traído ese libro para releerlo y algunos otros relacionados. Uno de ellos, Conversaciones, se reúne las entrevistas del poeta. No me imagino contertulio mejor. Le escucho, le contradigo, anoto algunas de sus frases, seguimos dialogando tras cerrar el libro.


Al envejecer se escriba menos poesía porque la sensualidad disminuye. Un poeta joven se pone caliente con cualquier palabra. A partir de cierta edad ocurre precisamente lo contrario.

Para ordenar un libro sigo el mismo criterio que para decorar una casa. Variación, contraposición y modulación, ese es todo el secreto. El orden de un libro debe estar pensado para hacer más agradable la estancia entre sus páginas.

La gran poesía se hace o de muy joven o de muy viejo, y raramente en la madurez. Pero de muy joven pocos saben escribir y de muy viejo se han perdido las ganas. Por eso resulta tan escasa.

Sin capacidad de rencor no hay capacidad de amor.

La felicidad aburre. Si eres feliz, no digas nada. Por lo menos en verso

Un buen poema raras veces es un acaricia; casi siempre, un puñetazo.

No hay arte sin simulacro, tampoco placer sexual.

Hay críticos frígidos que nunca han gozado con lo que leen.

La ventaja de imitar deliberadamente es que nadie se da cuenta.

La única crítica que interesa es la que orienta sobre si vale la pena leer un libro o no, la que da ganas de leerlo o razones convincentes para no hacerlo.

Todo ser humano lleva dentro una cierta cantidad de odio hacia sí mismo, y ese odio acaba siempre saliendo fuera y salpicando a la persona que se tiene más cerca, que suele ser a la que más se quiere.

Para escribir poesía no hay razones, sino sinrazones.

La misma diferencia que existe entre contemplar un cuerpo con ojo clínico y recrearse en él eróticamente es la que se da entre leer un poema propio y otro ajeno.

Un poema debe de dar siempre la impresión de que algo sucede, aunque lo único que suceda sea el poema.

Ningún enemigo es de verdad un enemigo si no es un enemigo íntimo.

A la poesía, como a tantas otras cosas, es mejor comprenderla de un modo imperfecto. Para que algo o alguien deje de interesarnos no hay nada como comprenderlo demasiado bien.

La poesía interesa poquísimo hoy en día; casi tan poco como hace cincuenta años, un siglo, dos siglos, mil años.

Hay quienes me reprochan no haber hablado nunca claro en mis poemas de determinado tema, pero es que ese tema, cuando se habla claro, pierde toda su gracia.

A veces me reprocho haber escrito pocos poemas y haberme enamorado demasiadas veces. En realidad creo que he escrito demasiados poemas y que no me he enamorado nunca, aunque haya perdido la vida intentándolo.


Lunes, 15 de marzo
SER NECESARIO

Una amiga, recién jubilada, aparece por el café del Rosal mientras yo estoy hojeando la revista El Ciervo, que siempre leo con placer y provecho. Un anciano teólogo, al que han solicitado colaboración, cita a Mauriac: “Al no ser necesario, ¿no se le llama morir?”. Y añade: “Ahora, cuando me piden algo, me dan vida”.
Y a mí me gustaría abrazar a mi frágil amiga perpetuamente inconformista y decirle que cuide su salud, que sigue siendo más necesaria que nunca. Pero, si nunca he tenido problemas para decir lo que pienso, siempre me ha costado decir lo que siento.


Martes, 16 de marzo
INDISCRECIONES

Vicente Molina Foix habla en el Milán de su novela El abrecartas. No le gusta que diga que le leí por primera vez hace cuarenta años, en la antología Nueve Novísimos, cuando yo tenía 19 años y él 23. Es de los que consideran la edad algo muy íntimo que debe mantenerse en secreto. Yo no entiendo esas coqueterías, que acaban descolocando a un escritor y dejándolo en tierra de nadie. Ocurrió con el semiolvidado Gil-Albert, con la olvidada Concha Lagos. Creo que estamos hechos de tiempo y que sin situarle en su tiempo a un escritor no se le comprende.


Pero cada persona tiene sus secretos. En El abrecartas desvela Molina Foix el secreto a voces de Aleixandre: el femenino de sus poemas de amor oculta un pronombre masculino. No sabemos si a Aleixandre le habría gustado esa indiscreción. Él jamás mencionó el tema. Tenía verdadero terror a que esas preferencias pudieran llegar a oídos de su mejor amigo, que era de los que pensaban que apalear y encarcelar homosexuales era tratarlos con benevolencia porque lo que en realidad merecían era la hoguera. A José Luis Cano, devoto secretario oficioso, que anotaba sus conversaciones para la posteridad, le recitaba cada poco el cuento de sus novias. Solo con quienes participaban de sus mismos gustos, tras cerrar puertas y ventanas, se atrevía a sincerarse. A ellos les contaba chismes de sus mitificados compañeros de generación –que Luis Cernuda se pintaba los ojos, por ejemplo- a la vez que les escuchaba sus desvergonzadas aventuras. Vicente Aleixandre, tan comedido y cauto, no fue un Gil de Biedma: el franquismo le castró y le enseñó a pecar solo con la imaginación.
“¿No crees que has traicionado la confianza de Aleixandre al contar en tu novela la verdad de sus fantasías eróticas?”, le pregunto a Molina Foix al final de su conferencia, en la que sin embargo ha mantenido la discreción del maestro y ha hablado de todo menos de ese secreto desvelado que contribuyó no poco al éxito del libro.
----No, no lo creo. Un día le pregunté, delante de amigos, si a él no le importaría que esas cosas se supieran. Y él respondió que cuando él hubiera muerto y hubieran muerto su amigo Dámaso, al que temía más que nada, y su hermana Conchita ya podríamos contar todo lo que sabíamos y lo que habíamos vivido junto a él.
----Bueno, no creo que pudiera reprocharte mucho. Sobre todo si comparamos su caso con el de Gil de Biedma. Tú te limitas a contar una historia de amor, su relación con Andrés Acero. Y la cuentas con delicadeza y de conmovedora manera. Nada que ver con las zafiedades de Dalmau y El cónsul de Sodoma.
----En la novela aparece otro de sus amantes, que todavía vive, por eso solo le hago aparecer como amigo y discípulo suyo.
----Sí, de ese amigo mejor que no descubras nada que él quiera ocultar. Bastante castigo tiene con la mujer que finalmente le tocó en suerte.



Miércoles, 17 de marzo
THE MAN ON THE WIRE

Un día, mientras esperaba en la consulta del dentista, hojeando una revista, descubrió el amor de su vida. No era una mujer, tampoco un hombre, sino las dos torres más altas del mundo que se habían comenzado a construir en Nueva York. Arrancó esa página, se la guardó en el bolsillo, y desde entonces no hizo otra cosa que prepararse para la hazaña de su vida.
El azar de la televisión me regaló la otra noche The man on the wire, el documental de James Marsh que cuenta la fascinante historia de Philippe Petit, el funambulista francés que el 7 de agosto de 1974 anduvo una hora sobre el alambre entre las dos Torres Gemelas, recién inauguradas. Fue un paseo soñado durante años, preparado clandestinamente, una mágica caminata con la que yo también he soñado más de una vez.
Triste destino el de esas torres, que nadie parece echar de menos. Se lamentan los muertos, pero no que ellas desaparecieran. Cualquier otro edificio se habría reconstruido. Ellas, no. Nadie lo propuso siquiera. Había que aprovechar el desastre para hacer otra cosa, o ninguna cosa. Hoy queda su ausencia como perenne homenaje a la barbarie.


Olvidadas en un libro, encuentro dos fotografías de mi primer viaje a Nueva York. Están tomadas en la misma tarde y en las dos tengo idéntica postura: en una me apoyo en una barandilla del puente de Brooklyn y en la otra estoy sobre una de las Torres y el puente se entrevé abajo, a la izquierda. Era en 1990. Yo tenía cuarenta años, ellas apenas diecisiete. Parecían destinadas a cumplir siglos, pero no llegarían a la edad que yo tenía entonces.


Miro las fotografías y me veo caminando sobre el alambre y el abismo de una torre a otra, de una edad a otra.


Viernes 19 de marzo
UNA MUJER

“Ver a una mujer: solo por un segundo, solo por el breve lapso de una mirada, para luego volver a perderla, en la oscuridad de un pasillo, tras una puerta que me está vedado abrir… Ver a una mujer, y sentir en ese mismo instante que también ella me ha visto, que sus ojos interrogantes han quedado prendados de mí como si no tuviéramos más remedio que encontrarnos en el umbral de lo ignoto”.
Qué fascinante vida la de Annemarie Schwarzenbach. Thomas Mann dijo de ella que era “un ángel devastado”. Tuvo tres grandes amores: los viajes, la morfina y las mujeres. Recorrió el mundo en destartalados automóviles, sorteó abismos en Asia y en África, siempre en compañía de una cámara de fotos y una querida amiga, se enfrentó al nazismo, y fue a morir en 1942, a los treinta y cuatro años, de un trivial accidente de bicicleta.
En su tiempo fue un escándalo, pero en nuestro tiempo no ha faltado quien le reprochara que las pasiones lésbicas apenas dejaran huella en su obra. Ahora se acaba de descubrir un relato juvenil, en el que sin veladuras habla de su amor, de su obsesión por una mujer entrevista.
Qué triviales los secretos más secretamente guardados. Los tabúes, que tanto daño han hecho en la vida de algunas personas, no hacen ningún daño a la literatura. Todo lo contrario. Solo quien tiene mucho que callar tiene algo que contar.
Nadie puede ser considerado verdadero escritor si no es capaz de decir exactamente lo que quiere decir sin necesidad de decirlo.

domingo, 14 de marzo de 2010

Línea roja: Una casa en Cerdeña

Sábado, 6 de marzo
SENSO

No hay amor sin humillación. De la historia de la condesa Livia y el teniente austriaco me enteré por primera vez en el Real Cinema, una dorada sala a la italiana que ya no existe, y como ocurre siempre con las buenas historias me pareció que contaba mi propia historia. El relato de Camillo Boito lo leí una noche solitaria en el Cafè Quadri, veinte años después. Se me quedó en la memoria una frase: “Cuanto más vil me parecía su corazón con mayor hermosura resplandecía su cuerpo”.


Ana Eva Guerra es hoy la condesa turbiamente enamorada, colaboracionista y vengativa, en el escenario del avilesino Palacio Valdés, que fue uno de los ruidosos cines de mi infancia. En esta estilizada versión de Moisés González –con la música minimalista como un personaje más— se pierden muchas cosas, pero el núcleo de la historia queda intacto. Comete un pequeño error: hace decir a la condesa que frecuenta el Florián, pero ese café no había sitio ni para los austriacos ni para sus amigos. Estamos en la Venecia de 1865, deseosa de formar parte del joven reino de Italia.
Aquella noche solitaria de junio leía en el Quadri, por primera vez, el cuaderno secreto de la condesa Livia: “He aquí como comenzó mi terrible pasión. Yo tenía la costumbre de ir todas las mañanas al balneario flotante puesto entre el jardincito del Palacio Real y la punta de la Aduana. Había alquilado por una hora, de siete a ocho, una de las dos bañeras para mujeres, de un tamaño suficiente para poder nadar un poco dentro, y mi camarera venía a desnudarme y a vestirme; pero, como nadie más podía entrar, no me molestaba en ponerme el traje de baño”.
Salí del café, atravesé la piazza y la piazzeta, torcí a la derecha y, delante de la verja de los jardines, me entretuve mirando el rielar de la luna sobre las aguas negras, la silueta de San Giorgio, la punta de la Dogana con su estatua dorada de la Fortuna. Allí, una mañana espléndida como la primera mañana del mundo, el agua se agitó, la condesa sintió su ondulación fresca en todo el cuerpo y por uno de los anchos huecos del armazón de madera entró inesperadamente un hombre: “Me pareció de mármol, tan blanco era y tan hermoso; su amplio pecho se agitaba con la respiración profunda, sus ojos azules brillaban y de sus cabellos rubios caían las gotas como una lluvia de perlas resplandecientes. Puesto en pie, medio velado por el agua todavía temblorosa, alzó los brazos musculosos y mórbidos. Parecía dar las gracias a los dioses diciendo: Por fin”.
Una sombra se movía tímida en aquel lugar tan distinto al que durante el día llenaban los turistas y los vendedores de máscaras y baratijas. Se acercó por fin, o me acerqué yo, ya no recuerdo. Como no decía nada, le pedí fuego. Me dijo que no fumaba. Dije qué suerte, yo tampoco. Sonrió.
Han pasado diez años. La condesa Livia, despojada de oropeles viscontianos, revive sobre el escenario de mi infancia, sobre el teatro de la memoria, la historia de su pasión. Y yo recuerdo otras historias que me hicieron desear la muerte y que ahora solo me hacen sonreír. Envejecer también tiene su gracia.



Lunes, 8 de marzo
SER TEMIDO

Siempre vuelvo a Maquiavelo. Supo ver claro: “A los hombres les da menos miedo atacar a uno que se hace amar que a uno que se hace temer, porque el amor se basa en un vínculo de obligación que los hombres, por su maldad, rompen cada vez que se opone a su propio provecho, mientras que el temor se basa en un miedo al castigo que nunca te abandona”.


Martes, 9 de marzo
EL REPROCHE DE UN AMIGO

No critiques esos programas de televisión en los que todos chillan y se sacan los trapos sucios de los famosos a la cara. ¿A fin de cuentas que es lo que hacéis vosotros los investigadores universitarios? Pues lo mismo que Carmele Marchante, Quico Matamoros y otras estrellas de la cosa, pero con más ínfulas. Sois cuervos sobre rastrojos de difuntos, hacéis con Miguel Hernández lo que ellos con Carmen Ordóñez o con quien sea. Pero no os lo reprocho, así sois más divertidos. Leyendo la Revista de Estudios Gallegos, de la Universidad Complutense, me he enterado de cuál fue la verdadera razón de la pelea en que Valle-Inclán perdió su brazo. De aquella tertulia en el café de la Montaña, muy cerca de la Puerta del Sol, formaba parte un joven dibujante portugués cuyas caricaturas en contra de la monarquía le habían obligado a marchar de su país. Se llamaba Leal da Câmara y es autor de la primera caricatura famosa de Valle-Inclán, aparecida en La vida literaria. En ella cruza las dos manos. No tardaría mucho en no poder hacerlo.


A Leal da Câmara algunos compatriotas que vivían en Madrid le había advertido que tuviera cuidado al exponer sus opiniones ya que los españoles no tenían ninguna simpatía por Portugal, un país al que miraban por encima del hombro. El joven dibujante no tardó en comprobar la verdad de esas afirmaciones. En carta a su madre, escrita el 31 de julio de 1899, contó así lo ocurrido: “Sepa que recibí los padrinos de un señor para batirme en duelo. Es el caso que estando hace algunas noches en un paseo llamado la Castellana con un grupo de señores –todos literatos o pintores--, uno de ellos se puso a decir barbaridades sobre Portugal. Como el hombre continuara, perdí los estribos y le dije que le iba a partir la cara, que era una bestia, un burro y no sé cuántas cosas más. En vista de mi actitud, el hombre se calló. Al día siguiente, recibí una carta de dos amigos suyos. Me pedían que retirara mis palabras. No quise hacerlo. Nombré mis padrinos, decidido a seguir adelante. Al comprobar mi decisión firme de batirme, él se echó atrás, quedando así terminado el asunto, espléndidamente para mí y pésimamente para él”. En los años cuarenta, Leal da Câmara pasó por Madrid y en diversas entrevistas volvió a aquel viejo asunto que los biógrafos de Valle-Inclán habían hecho famoso. Parece que las cosas no fueron exactamente como se las contó a su madre para tranquilizarla. Tras la primera discusión, en la que Leal da Câmara no pudo contenerse cuando oyó decir que “Portugal podía ser tomado con una simple marcha de granaderos” y dio un puñetazo al español jactancioso, recibió la carta que ponía en marcha el duelo. En la entrevista de los años cuarenta dice que liquidó el asunto a la portuguesa “esperando a Gutiérrez en el Paseo de la Castellana y dándole una paliza hasta hacerle desistir del aparatoso duelo”. A Valle-Inclán el asunto le había irritado especialmente. El portugués no había tocado nunca espada ni sable y se puso a recibir apresuradas lecciones de un militar amigo. “¡Leal es un niño y ese duelo es un infanticidio, un crimen!”, le gritaba a Manuel Bueno aquel aciago día en el café de la Montaña. A Bueno le consideraba especialmente culpable porque había sido uno de los que habían llevado la carta de desafío al día siguiente de la disputa. Le reprochaba que no hubiera tratado de calmar al españolito agraviado, que al parecer no se llamaba Gutiérrez, sino López del Castillo. Ya sabemos lo que ocurrió: de las palabras se pasó a los insultos, Bueno hizo un gesto amenazante con su bastón, Valle-Inclán en respuesta le lanzó una botella de agua y a continuación vino el bastonazo fatal, que produjo a don Ramón una herida en la cabeza y un rasguño en la muñeca izquierda. En un dispensario le hacen una cura de urgencia y le tranquilizan: no hay más que un desgarro en el cuero cabelludo, aparatoso por la sangre, pero superficial, y un corte del gemelo en el puño: desinfección y “tirita de tafetán”. Luego vino, a las dos semanas, lo ya sabido: el agravamiento, la gangrena, la amputación del brazo. El bastón de Manuel Bueno era un bastón grueso, de camorrista: escondía una barra de hierro.


Jueves, 11 de marzo
MALA SUERTE


En España es imposible no enterarse de las intimidades ajenas. Todo el mundo las grita por teléfono o directamente a su interlocutor. De cuántas historias no me he enterado yo mientras tomo un café en el Rosal. Si las contara una tras otra, escribiría otra Regenta. Lo malo es cuando en la mesa de al lado pontifican sobre política. Hoy me toca escuchar las habituales diatribas contra el gobierno, el feminismo, los catalanes y los vascos, y de pronto una frase me hace sonreír: “Los portugueses no son más que unos catalanes con suerte”. El feroz españolito no se da cuenta de que está dando la razón a los independentistas: si lo que dice es cierto, los catalanes solo serían españoles porque tuvieron mala suerte en los cambalaches de la historia.


Viernes, 12 de marzo
SEGURO AZAR

Leyendo un libro de Jorge Eduardo Eielson, Poeta en Roma, me acordé de lo que me reprochaba mi amigo el otro día. Ciertamente de la erudición a la chismografía hay solo un paso. Eielson es un poeta y pintor peruano que tiene gran prestigio en ciertos medios. A mí la verdad es que su poesía me interesa poco. No ocurre lo mismo con las noticias biográficas que acompañan esta edición. Los dos acontecimientos fundamentales de su vida ocurrieron el mismo día y exactamente en el mismo lugar: la Piazza del Popolo. Allí, por la mañana, un amigo le regaló un libro que le abrió las puertas del budismo zen; allí, por la tarde, otro amigo le presentó a Michele Mulas, un joven artista sardo del que no separaría en los cuarenta y dos años siguientes. Tras un tiempo de vagabundeo, se instalan definitivamente en Milán. El verano lo pasan en Cerdeña, en una casona antigua que Michele había heredado, con amplios estudios para cada uno, dependencias para los huéspedes y una paradisíaca soledad alrededor, atravesada por el arroyo Barisardo, al que iban a bañarse o a pescar. Una radiante vida en común que concluye el 19 de diciembre del 2002 al morir Michele. Y es entonces cuando ocurre lo inesperado. Dos mujeres, que se apellidan Eielson, descubren al pintor-poeta por Internet y se ponen en contacto con él. El apellido es poco frecuente: quizá tengan algún parentesco. Y vaya si lo tenían. Resulta que una de ellas, Olivia Eielson, era su hermana. El padre de Jorge Eduardo, del que no tuvieron noticias después de que abandonara a la familia, había regresado a Estados Unidos y se había vuelto a casar. La otra mujer, Kari Eielson Mork, era hija de un hermano de su padre. Al encontrarse en Milán, hay otra sorpresa añadida: Kari llega con su hija, de muy pocos años, y al viejo solterón se le ilumina el mundo. Murió en 2006, convertido en abuelo, rodeado de mujeres que le querían. En su hermana Olivia, que también escribía, pintaba, hacía música, encontró un alma gemela. El último verano de su vida, en la casa de Cerdeña, fue quizá el más feliz: Michele no estaba en el pequeño cementerio de Barisardo, sino multiplicado en el amor de aquella nueva familia que el azar le había entregado. Me parece que el mejor poema de Jorge Eduardo Eielson fue su propia vida, inverosímilmente hermosa.

sábado, 6 de marzo de 2010

Línea roja: De momento

Sábado, 27 de febrero
FELICIDAD

Mi idea de la felicidad: poder decir, al final de la vida, que nunca tuve una pena tan grande que no me la quitara una hora de lectura.



Domingo, 28 de febrero
LA ISLA

“¿Así que le gustó la película Shutter Island, según leo en el periódico? –desde hace no sé cuántos domingos suele sentarse, hacia las doce, en una mesa cercana a la mía, pero hoy es la primera vez que se decide a hablarme—. Pues a mí, no. Me pareció una fantasmada. ¿Oyó usted hablar de la isla de San Simón? Ahí sí que hay una historia, pero no sé de nadie que se haya decidido a contarla. Era un auténtico lugar de exterminio, como los campos nazis, pero aquí en España, frente a la costa gallega. A ella mandaban a los presos de más edad. Los mataban de hambre, y si solo fuera eso… Yo estuve allí, en 1942, a los doce años. Mi padre estaba preso en Palencia, donde coincidió con Miguel Hernández, mi madre tenía que ocuparse de mis tres hermanos pequeños; podía visitar a su marido, pero no a su suegro, del que ni siquiera nos llegaban cartas, y por eso decidieron que lo hiciera yo, en aquellos tiempos uno se hacía mayor muy pronto. Había que ir en tren hasta Redondela y de allí, a pie, hasta Cesantes, a unos cuatro quilómetros. Luego teníamos que esperar la barca que nos llevara a la isla. Sin horario fijo, venía a buscarnos cuando les apetecía a los funcionarios, que nos cobraban una peseta a cada uno, aunque por ley no tenían que cobrarnos nada. A veces la esperábamos horas, junto al embarcadero, a la intemperie. Los presos eran esqueletos andantes, les daban de comer una bazofia que ni siquiera querían los perros. Y los paquetes que les llevábamos casi nunca les llegaban, se los repartían los funcionarios. Yo me entretuve en los acantilados después de ver a mi abuelo y cuando quise volver la barca ya había partido porque se avecinaba tormenta. Fue terrible, arrancó más de cien árboles y parecía que la isla entera iba a quedar sumergida bajo las aguas. Los funcionarios reían y bebían mientras los presos se amontonaban en los sótanos medio inundados. A mí me dejaron acurrucarme en un rincón del comedor. Vi cosas que no me gustaría haber visto, pero a ellos no les importaba. Creían hacer un bien librando al mundo de aquella basura comunista, era un encargo personal del Caudillo. Y, además, a un niño, ¿quién le iba a creer si contaba algo? Supe que por allí andaban nazis, haciendo no sé qué experimentos. Mi abuelo me dijo que estaba bien, que aquella isla, cerca de las Rías Bajas, era un lugar muy saludable, que dijera en casa que era como un balneario. No quería asustarnos. Pero no necesitaba decir nada, no había más que verle para darse cuenta de lo que pasaba. Cuando, pocos años después, comenzaron a aparecer las imágenes de los montones de cadáveres y de los supervivientes de los campos de exterminio, recordé lo que en la isla de San Simón había visto. ¿Nadie más lo ha visto? ¿Fueron solo imaginaciones mías? Alguna vez tuve intención de volver y de investigar. Pero no me decidí nunca, ya sabe lo que son estas cosas, siempre surge algún impedimento. Hablé de esto con un profesor, un compañero suyo, no recuerdo ahora cómo se llama, en Gijón, en un curso sobre literatura y guerra civil. Él me dijo que creía recordar que un escritor, Diego San José, había estado encarcelado en ese lugar y que lo contaba en sus memorias, De cárcel en cárcel. Un amigo las buscó por Internet y las encontró en una librería de Sevilla. Y sí, yo no había soñado, ahí se hablaba de lo que yo había visto, de cómo varios centenares de harapos humanos recogían el miserable condumio, que hubiera rechazado un perro, con que la Dirección General de Prisiones tenía el sadismo de matarlos lentamente. Pero hay cosas que no dice, porque no las vio o porque no se atreve: los festines de los funcionarios con los alimentos que los familiares llevaban a los presos, los médicos alemanes que hacían no sé qué pruebas. A usted le gusta viajar, le gusta revolver viejos papeles, ¿por qué no se da una vuelta por la costa de Pontevedra, por qué no visita la isla, por qué no nos cuenta todo lo que allí ocurrió? Claro que, a lo mejor, lo que encuentra ahora en la isla es un hotel de lujo y nadie querrá revolver viejas historias, desenterrar cadáveres, no sea que le pase lo que al bueno de Garzón”.



Lunes, 1 de marzo
ELOGIO DE LA PEREZA

Hay una cita de Cernuda que me gusta repetir: “El no hacer nada es para ti ocupación bastante”. La recuerdo ahora que me llega una nueva edición de uno de los más ingeniosos diálogos de Oscar Wilde, La importancia de no hacer nada.
No hay día en que yo, por placer e higiene mental, no dedique un buen tiempo, a veces hasta diez minutos, a no hacer nada.
Hasta diez minutos. Tampoco hay que abusar. Yo soy de esas personas que, como Isaac Newton, según le gustaba repetir a Eugenio d’Ors, jamás confunden diez minutos con un cuarto de hora.


Martes, 2 de marzo
PASAJES

Me gustan los pasadizos que llevan de los libros a la vida, de la vida a los libros. Hojeo distraído una amena novela que me ha recomendado un amigo (en esos casos, siempre suelo responder lo mismo: “Conozco formas más agradables de perder el tiempo”), y de pronto un hueco en la página me deja en la esquina de la calle Magdalena, frente al Campillín. Desciendo por Marqués de Castañaga y al final, esperándome, está como siempre la librería: “Ni siquiera habían cambiado el letrero. Traía en letras doradas Librería Anticuaria Merlín. Y debajo, el nombre de su dueño en una caligrafía más picuda y más pequeña. La librería anticuaria Merlín era uno de esos lugares con luz ambarina que parecen detenidos por el tiempo esperando a que alguien los encuentre, como si fueran el camarote de un viejo barco que ha sobrevivido intacto a un naufragio. Era pequeña, pero en ella cabía el mundo: libros de piratas, cuadernos infantiles que escribieron unos niños que ahora tendrían cien años, novelas arrugadas con dedicatorias de amor escritas en la primera página, tomos de enciclopedias que podían ser del tamaño de una oveja o de una onza de chocolate, amarillentos infolios, libros en los que aún perduraba el olor de sus dueños…”
El personaje de la novela, Ulises de nombre, alarga el brazo y coge al azar un tomo de los anaqueles. Se trata de una de las primeras ediciones de Cien años de soledad, publicada por Mondadori en 1967, según nos aclara la autora, que poco antes ha hablado de los esqueletos de mariposa que encuentra entre las páginas de algunos libros. Pero la novela de García Márquez se publicó ese año en Sudamericana, no en la italiana Mondadori. Por ese hueco de la página me salgo de Los libros luciérnaga, de Leticia Sánchez Ruiz, paso de la librería Merlín a la librería Valdés y vuelvo a ser personaje de la única historia de libros y librerías que nunca me canso de leer: mi propia vida.



Miércoles, 3 de marzo
CORAZÓN, CORAZÓN

Mientras espero, ante la consulta del doctor Salinas, en el Centro Médico, hojeo el libro que he traído conmigo: Afuera canta un mirlo, de Roger Wolfe. No sé yo si es la lectura más adecuada: “En la sala de urgencias, / rodeado de borrachos y de locos, / de pedazos de carne ultrajada / que yacen en camillas / asaetados de tubos y de agujas, / se me pasa todo Proust por la cabeza / sobre un fondo de violines de Vivaldi”.
Mientras espero el resultado del análisis cardiológico me entretengo, no con Proust ni con Vivaldi, sino con esta casi prosa, directa y cortante, una veces solo un desahogo y otras una mínima y punzante maravilla: “El adagio para cuerda / de Samuel Barber / en la radio. Té con leche / en porcelana inglesa. / Buen tabaco holandés. / Por la ventana abierta, / los lentos ocres / de un crepúsculo de junio / sobre el que vertiginosos vencejos / trenzan sus elipsis de silbidos. / El tiempo se ha parado / como quien se detiene a mirarse / un instante en un espejo. / No creo verdaderamente en Dios. / Pero aún así / le doy gracias / por los cuarenta y un exactos años / que me han hecho falta / para vivir la intransferible plenitud / de este momento”.


El doctor no tarda en tranquilizarme. Parece que mi corazón funciona perfectamente. A fin de cuentas, siempre he llevado una vida saludable: no fumo, no bebo, no hago deporte. Y además tomo todas las precauciones posibles para no incurrir en ese estado febril y casi siempre de consecuencias funestas que recibe el nombre de enamoramiento.
Conviene, sin embargo, no olvidar que la salud es un estado precario del hombre que no promete nada bueno.


Jueves, 4 de marzo
LOS OJOS DESEADOS


A veces los regalos no vienen envueltos en papel de regalo. Una compañera del Departamento de Filología Española ha pedido la baja en el segundo cuatrimestre y yo he de hacerme cargo de una de sus asignaturas. Al principio me parecía un engorro, pero cada día que pasa le estoy más agradecido. Se trata de un curso sobre la poesía del siglo de oro. Comenzamos con San Juan de la Cruz. Qué maravilla comentar ante atentos alumnos unos versos que me sé de memoria desde la adolescencia (“Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados”) y que aún no he acabado de desentrañar.
Los ojos deseados: no hay día en que, al azar de las calles, no crea entreverlos. Desafortunada o afortunadamente, no lo sé bien, hasta ahora siempre ha sido un error.


Viernes, 5 de marzoAJEDREZ

Con mi amigo Ernesto juego a que juego al ajedrez. Aunque solo tiene cuatro años, lo hace mejor que yo. Yo estoy menos atento al movimiento de las piezas que a su simbología y a los versos de Borges que me vienen a la memoria: “También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro tablero / de negras noches y de blancos días”.
De momento, en ese otro tablero (que aún no es, como acabará siendo, “de blancas noches y de negros días”) yo voy ganando la partida. De momento.

domingo, 28 de febrero de 2010

Línea roja: El invierno en las ciudades

Sábado, 20 de febrero
UNAS MANOS

“Sé pocas cosas, ciertamente, pero de algo estoy seguro. De que este mundo no es más que sueño y apariencia vana, de que por detrás de lo que vemos hay algo que no veremos nunca y que es la verdadera realidad”.


No soy yo demasiado dado a misticismos y sonreí al escuchar aquellas palabras. No sé por qué –pensé—, siempre que viajo en tren tiene que sentarse junto a mí algún chiflado con ganas de hablar.
“Ya veo que es usted un escéptico, uno de esos hombres fuertes que solo creen en lo que se puede pesar, medir y contar. Pues le voy a contar una historia cierta y le desafío a que encuentre una explicación medianamente razonable. Vivía yo entonces en una aldea del occidente asturiano. La casa, con un pequeño huerto detrás, estaba al borde mismo del acantilado. Vivía solo, mi mujer había muerte hacía no muchos meses, y mis hijos vivían lejos, cada uno demasiado ocupado en su vida como para tener tiempo de ocuparse de mí. Me gustaban los días de invierno, los días de tormenta, cuando el oleaje azotaba tan fuerte que parecía que la roca entera iba a desmoronarse y con ella la casa en la que yo vivía. No me habría importado mucho, esa es la verdad. Por entonces yo creía que la muerte todo lo acababa y estaba deseando acabar. Una noche, con el mar plácido, con todas las estrellas reflejándose en el agua, con una luna inmensa, sentí que aquel era un buen momento para decir adiós. Escribí una nota de despedida, me llegué hasta el borde del acantilado, cerré los ojos y di un salto. Mientras caía recordé algunos momentos en que había sido feliz. Una tarde en Ginebra, por ejemplo. Yo tenía poco más de veinte años. Había llegado allí en busca de trabajo y lo había encontrado de inmediato en un hotel cercano a la estación de Cornavin. Esa tarde yo estaba libre y paseaba por la orilla del lago. No conocía a nadie en la ciudad, nadie me conocía. Había otros españoles trabajando allí, bastantes exiliados de la guerra, pero yo hacía rancho aparte. Me había sentado en un banco y contemplaba el faro que hay en medio del lago, junto al balneario, los Bains des Pâquis, como creo recordar que se llaman.
Unas manos me taparon delicadamente los ojos y una voz vagamente familiar dijo: ¿Adivinas quién soy? Aparté aquellas cálidas manos y me di la vuelta. Allí estaba, sonriente, una jovencita bastante más joven que yo, una adolescente. Pues no, no te conozco, y bien que lo lamento –dije. Pues yo a ti, sí –respondió ella y se alejó sin dejar de sonreír y sin que yo, en mi timidez de entonces, me decidiera a seguirla. Diez años después nos volvimos a encontrar y nos casamos de inmediato, en cuanto pudimos arreglar los trámites. Yo seguía cayendo y volvía a estar sentado en aquel banco frente al lago Leman. Sentí el golpe del agua y perdí el conocimiento. Cuando abrí los ojos, estaba sobre la arena de la playa y mi mujer me miraba con la misma sonrisa adolescente, que nunca había perdido. Por poco no lo cuentas –dijo. Yo volví a cerrar los ojos. Cuando los abrí, me rodeaba un grupo de gente, pero ella había desaparecido. Poco después me colocaron en una camilla y me llevaron hasta una ambulancia. Me recobré pronto, pude destruir la nota de despedida antes de que nadie la encontrara. Mis hijos vinieron a verme de mala gana. Tienes que ir a una residencia –me dijeron—, ya no puedes vivir solo. Yo sonreí. A donde yo tenía que ir es a Ginebra y sentarme en el mismo banco que entonces, recuerdo perfectamente cuál era, frente al faro, y esperar a que otra vez unas manos delicadas me cierren otra vez los ojos…”
“Una historia bonita, pero no sé qué quiere demostrar con ella.”
“No hay nada que demostrar, eso es lo que quería decirle. La vida es un cuento absurdo, sin pies ni cabeza, pero a veces con manos. Solo por esas manos que una vez me cerraron delicadamente los ojos vale la pena haber vivido”.


Domingo, 21 de febrero
LA ISLA

La imagen inicial del ferry surgiendo de la niebla y luego la silueta de la isla, Shutter Island, cerca de Boston. Los dos detectives con gabardina y sombrero, uno de ellos terriblemente mareado. La tormenta que aísla a los personajes del mundo, la silueta oscura del fortín en lo alto.
La película de Martin Scorsese es efectista y tramposa como una novela de Agatha Christie, pero acierta a reflejar algunos terrores de mi adolescencia. Y el comienzo para mí de cualquier aventura: el barco entre la niebla, la isla misteriosa, el faro del fin del mundo.
Vuelvo luego a la desolación del centro comercial y, mientras espero el autobús, tiemblo al pensar que los monstruos que más temo están dentro de mí.



Lunes, 22 de febrero
UN REY CON MUCHOS HUMOS

“¡Quién me iba a decir a mí que un rey acabaría cayéndome bien! ¿Sabes cuál fue la primera decisión que tomó Alfonso XIII cuando le coronaron rey a los dieciséis años?”
“No se me ocurre”, le respondo a la humeante amiga –un cigarrillo tras otro—que ha estado hojeando el libro de Cortés Cavanillas que acabo de comprar.
“Y ahora que su Majestad es rey con plenitud de derechos, ¿cuál va ser su primer acto?, le preguntó deferente uno de sus ministros. ¿Mi primer acto? Llenar cuarenta veces al día mi pitillera. Parece que hasta entonces su madre no le dejaba fumar más de veinte cigarrillos”.


Martes, 23 de febrero
Y UN JAMÓN

El mismo día en que hay manifestaciones contra el retraso de la edad de jubilación, me llega una carta certificada del Vicerrector de Profesorado en la que me ofrece el sueldo íntegro, un incentivo especial que se me abonará mensualmente y hasta un jamón (bueno, esto lo añado yo, pero poco lo falta) si accedo a jubilarme ya, diez años antes de la fecha prevista. La verdad es que la economía es una ciencia ciertamente arcana.


Miércoles, 24 de febrero
LLOVÍA

Las ciudades, como las personas, tienen varios rostros. El que hoy me ofrece Mondoñedo nada tiene que ver con los mundos fantasiosos del señor Cunqueiro, con los jardines de camelios, los peregrinos, las princesas errantes y la materia de Bretaña. Recuerda más bien los cuentos tristes de Fernández Flórez, sus tragedias de la vida vulgar: “Llovía; llovía siempre. Junté mi frente a los cristales y vi cómo los monstruos de las gárgolas vomitaban el agua sucia de los tejados”. Ante la catedral, veo yo también caer la lluvia en la plaza sin nadie, me entretengo en imaginar la vida en estos caserones oscuros que solo parecen habitados por la melancolía. “Se sentía un leve zumbar: quizá la sangre en los oídos; quizá el de los espíritus que vuelan de noche; quizás, era tan solo la vida misteriosa de la ciudad. Las ciudades tienen también su vida. Algo del espíritu de los que en ella moran va quedando en los rincones oscuros, en las paredes, entre las vigas del techo, hasta en los ocultos agujeros que abre la polilla”.



Jueves, 25 de febrero
VALPARAÍSO

“Se habla de guerra sucias, pero quisiera saber yo qué guerra es limpia”, exclama indignada ante la enésima matanza de civiles en Afganistán. Como a parte de los que matan los pago con mis impuestos, a mí también me salpica esa sangre.
No hay guerras limpias, pero hay guerras más caballerosas que otras. Y pienso en Méndez Núñez, el marino español que dio la vuelta al mundo con “La Numancia”. En 1866 bombardeó Valparaíso. “Antes –cuenta Manuel de Mendívil— señaló un plazo para que los habitantes de la ciudad la abandonaran, y así lo hicieron, coronando las alturas inmediatas, en su afán de contemplar el espectáculo. Había ordenado que se izasen banderas blancas en iglesias, hospitales y establecimientos benéficos, que sus cañones respetarían. Los respetaron, pero hubo 14 balas perdidas, tres de las cuales tocaron en la iglesia Matriz, dos en la de San Francisco, cuatro en un improvisado hospital y cinco en la iglesia de los Jesuitas. Resultaron ilesos, sin un solo proyectil, el asilo del Buen Pastor, el barrio del Arsenal, la plaza de abastos, el hospital Inglés, otro hospital privado, el asilo del Salvador, la iglesia de la Merced y todos los otros establecimientos de igual índole. ¿Son muchas 14 balas perdidas entre 2600 que se dispararon. La operación causó un quebrando al enemigo de 15 millones de pesos. En Santiago de Chile se hallaban prisioneros el comandante, los oficiales y la dotación de la fragata Covadonga. Podía temerse una implacable represalia. El gobierno chileno se condujo hidalgamente y respetó la vida de los cautivos. Los oficiales que en el cuartel de Cazadores los custodiaban arriesgaron su propia vida defendiéndolos de los exaltados, que asaltaron la prisión, y de la guarnición del cuartel, que pretendía unirse a ellos”.


Viernes, 26 de febrero
CARTAS DE AMOR


Un puñado de cartas de amor impúdicamente sacadas a la luz. “Hoy he paseado solo por esta ciudad de pronto vacía, con recuerdos en cada esquina, recuerdos de amor y locura”.
La carta lleva el membrete del hotel Cornavin, frente a la estación ginebrina, y la firma Pablo Neruda. Durante algunos años vivió un amor clandestino y en ese hotel tuvieron lugar los más apasionados momentos.
Todas las cartas de amor son ridículas, pienso con Pessoa. “¿Te acuerdas? Yo sí. Ay, qué divino”, escribe tiempo después en un folio con membrete del mismo hotel. Se guardo varios de aquellos papeles timbrados, con el dibujo del edificio, y de vez en cuando escribí en ellos una nota para Matilde:
“No eran celos, amor, sino exigencia de tu plenitud, de tu totalidad. Ahora ya te he arado entera, te he sembrado entera, te he abierto y cerrado, ahora eres mía. ¡Para siempre!”
“Amor mío, pienso en todas partes que estoy a tu lado, más bien que soy parte de ti misma. Quiero no solo amarte, alma mía, sino ayudarte a vivir”.
“Sueño mío, adorada mía, ¿sabes dónde vas? Vas hacia mí. Adonde vayas, andes, vueles, corras, vas andando, volando, corriendo hacia mí”.
Todas las cartas de amor son ridículas, pero al final los únicos verdaderamente ridículos somos los que nunca hemos escrito cartas de amor.

domingo, 21 de febrero de 2010

Línea roja: Café con libros

Domingo, 14 de febrero
TRISTE GRACIA

Leyendo la antología de Julián del Casal que acaba de publicar Renacimiento me viene a la memoria uno de los poemas mínimos de Ángel González: “Triste gracia: / Se murió de risa”. El desolado poeta cubano (“ansias de aniquilarme sólo siento”) padecía tuberculosis. Tras pasar una temporada en el campo, en el verano de 1893, regresó a La Habana. Un amigo, el doctor Lucas de los Santos, se lo encuentra en la calle, aparentemente muy recuperado, y lo invita a comer. Durante la comida se muestra animado y feliz. En la sobremesa, alguien cuenta un chiste. El poeta ríe a carcajadas. Como consecuencia de ello, sufre un aneurisma con hemorragia que al instante le provoca la muerte.
“¿Por qué has hecho, ¡oh, Dios mío!, mi alma tan triste?”, termina uno de sus poemas. Parece que ese Dios al que invoca le hubiera querido gastar una macabra broma final.



Lunes, 15 de febrero
ZSA ZSA GABOR

Yo le conocí –se había acercado a mi mesa en Los Porches a recoger el periódico de la casa y señalaba las memorias de Indro Montanelli—, tuve la suerte de hablar con él más de una vez cuando era ya muy viejo. Tenía infinidad de cosas que contar, pero le gustaba hablar sobre todo de sus andanzas en Abisinia. Antes de marchar, desde París le envió a Kipling una traducción de su poema más famoso. A punto de embarcarse le llegó una invitación para que le visitara en Inglaterra. Le contestó: “Sepa usted que parto por culpa suya. Voy a Abisinia por haberle leído”. Y el escritor le respondió: “Si no fuese un viejo enfermo, partiría con usted”.
Yo también –continuó, ya sentado frente a mí, después de haber pedido permiso— me embarqué a los veinte años, pero no para Abisinia, sino para Hollywood. Tuve la suerte de formar parte, como ayudante de cocina, del “Angelita”, el velero más lujoso que jamás haya existido. Era una especie de palacio de Versalles flotante. Alfombras persas, auténticos gobelinos. Había hasta cuadros del Renacimiento. En la biblioteca, viejas cartas marinas e incunables sobre temas náuticos. La tripulación estaba formada por ciento veinte hombres de la Marina de guerra. Con nosotros viajaba una orquesta formada por los más famosos músicos del Caribe. La primera etapa fue Acapulco. No hubo belleza que no pasara por las fiestas que se dieron a bordo ni por las manos desdeñosas de Ramfis, que era el jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas dominicanas y un vividor que no tenía nada que envidiar a su cuñado, Porfirio Rubirosa. Mis padres, que eran de Moreda, emigraron a América cuando yo era niño. Solo tenían dos admiraciones en el mundo: una era Franco; otra, Rafael Leónidas Trujillo. El primero había reconstruido el país tras la guerra; el segundo, tras un terremoto todavía más devastador que el de Haití. Yo entonces tenía veinte años y me parecía vivir un sueño. La tripulación, claro, no participaba en las fiestas, pero de vez en cuando alguna belleza borracha se extraviaba por los pasillos y, bueno, yo entonces tenía veinte años. Ya en Los Ángeles me tocó la lotería. Quien se extravió por el interior del navío fue nada menos que Zsa Zsa Gabor, que tenía una aventura con el jefe, pero a la que éste ya no hacía demasiado caso porque andaba muy ilusionado con Kim Novak, otra rubia espectacular. De los crímenes del hijo y del padre yo entonces no sabía nada; tardé en saberlo. Una vez Ramfis fue a felicitar a los cocineros y a mí me dio la mano y una palmadita en el hombro; durante mucho tiempo estuve más orgulloso de ello que de haberme acostado con la actriz”.



Martes, 16 de febrero
LIBRE DE LIBROS

El mejor café, si no es con un libro recién llegado a mis manos, no me sabe a nada. Esta fría tarde de carnaval, en la que todo el mundo parece haberse disfrazado de hombre invisible, abro el número 700 de la colección Visor, de feo título, Filobiblón, y hermoso subtítulo: “Amor al libro”. Lo primero que escucho es una queja de José María Velázquez-Gaztelu que parece hacerse eco de las mías: “No sé dónde guardar los libros. Rebosan, se amontonan en las estanterías, encima de las sillas se doblan cuarteados. Aquí y allá, por todas partes libros y más libros inundando las mesas, reventando los cajones. En cualquier sitio hay libros. Alguien me sugiere selección rigurosísima, que tire la mitad, o casi todos, escasos como estamos de espacio para muebles o discos o cuadros que duermen escondidos, sin ver su luz la luz”.
De la segunda parte del poema –porque se trata de un presunto poema escrito presuntamente en verso, aunque yo lo copie en prosa— parece deducirse que no va a ser capaz de librarse del ahogo libresco: “Pero yo quiero a los libros: / los buenos y los malos, si los hay”.
Cuántas tonterías escribimos los poetas. Yo también amo los libros, pero eso no quiere decir que me sienta obligado a conservar todos los que llegan a mis manos. La mayoría se agotan en una primera lectura o una rápida hojeada, y a los otros de nada sirve conservarlos si cuando los necesito no puedo encontrarlos.
He hablado con varios libreros para que pasen por casa y me ayuden a hacerla más habitable. No siento pena por desprenderme de libros que alguna vez me hicieron feliz. Que vayan en busca de otras manos, de otros ojos. A mis libros los quiero libres.


Ya tengo la mejor biblioteca del mundo, sin necesidad de convertir mi casa en un almacén. Mi sección de fondo está en la biblioteca del Milán, a dos pasos. Para las novedades, tengo una biblioteca de mañana, que es la librería Cervantes; por la tarde, Ojanguren, que ya surtía a Clarín, y por supuesto Valdés, con su cordial trastienda. Y luego están los libros que me llegan sin solicitarlos a la redacción de la revista o a mi casa (estos, casi siempre de poesía y dedicados por sus autores, lo que plantea un problema adicional a la hora de desprenderse de ellos). No todas esas bibliotecas son gratis. En algunas tengo que pagar. Y lo hago con placer. El libro que me interesa nunca me parece caro. ¡Hace falta tanto trabajo, tanto esfuerzo, tantísima gente –autor, editor, corrector, impresor, mozo de almacén, distribuidor, librero— para que yo pueda disfrutar cada día escogiendo en la mesa de novedades el volumen que me va a proporcionar mi cotidiana ración de felicidad!



Miércoles, 17 de febrero
CELOS

En el patio de la Universidad, tras la conferencia de Darío Villanueva, me encuentro a un fatigado Antonio Masip. “¡La que habéis armado! –le digo— Pobre Ángel González…”
Qué historia más triste la de esa fundación con la que hicieron ilusionarse al poeta en los últimos tiempos, a pesar de que él no era hombre de fundaciones. Y qué historia más repetida. Siempre los herederos acaban tirándose los trastos en público. En el fondo, una historia de celos. Los amigos por un lado; el último gran amor, por el otro.
Pero quizá no se pierda nada con que se pierda esa fundación que serviría sin duda más para lucimiento de otros que para gloria del poeta.
Veo alejarse por el patio a Masip y siento haberle recriminado. Seguro que es el que menos culpa tiene.



Jueves, 18 de febrero
NI CONTIGO NI SIN TI

Esta fría tarde en el Rosal, junto a la cristalera anochecida y el habitual café, abro al azar Travesías vanguardistas, de Domingo Ródenas, y el primer párrafo que encuentro dice así: “En el camposanto de la historia literaria no todo son mausoleos y nichos con su lápida, también existe una fosa común anónima e innúmera. Las razones de que un escritor acabe ahí son múltiples y en ocasiones muy caprichosas, por ejemplo no elegir adecuadamente las compañías”. Cuenta luego la novelera historia de una escritora mexicana, Lucila Harmony, que sedujo a un viejo verde, Benjamín Jarnés, y firmaba con el nombre de una de sus heroínas, Paulita Brook. Nada me entretiene más que la chismosa erudición.
¿Encontró Ángel González las mejores compañías? Siempre se dejó querer por los amigos que le convenían, pero el amor no sabe de conveniencias. En los últimos tiempos, no podía vivir con Susana allá en el desolado Nuevo México, pero tampoco podía vivir sin ella en el amical y etílico Madrid. Esa fue su tragedia. Las dos mitades de su corazón parece que siguen siendo incompatibles.



Viernes, 19 de febrero
EN LOS PORCHES

“Cada mañana lo veo aquí en Los Porches, y siempre con libros distintos. ¿Tiene tiempo de leerlos todos? No acabé de contarle la historia de Ramfis. Me lo volví a encontrar en Madrid, en un bar en el que yo trabajaba de camarero. No había cambiado nada. Se le veía feliz acompañado de una dama espectacular. Me acerqué a saludarle. Se le iluminó la cara cuando le hablé de aquella travesía hasta California. Desde entonces habían ocurrido algunas cosas. Una noche Trujillo, vestido de blanco y con el pecho lleno de condecoraciones, se subió a su Cadillac para ir a visitar a su amante. Siempre le acompañaban dos guardaespaldas, pero aquella vez hizo un gesto para que se quedaran fuera. El chófer se extrañó. A unos diez kilómetros de la ciudad se dieron cuenta de que los seguían. En un cruce, el coche, se acercó a una distancia de diez metros y en ese momento se bajaron los cristales de las ventanillas. Varios hombres, armados con metralletas, se asomaron a ellas volcándose hacia el exterior y empezaron a disparar. El Cadillac aceleró, sin responder a los disparos. Uno de ellos reventó un neumático y el vehículo cayó por la cuneta. El chófer salió disparando. Trujillo también salió, sin acabar de creérselo, y en seguida fue abatido por los disparos. El capitán lo fue poco después, aunque finalmente salvaría la vida. A Trujillo le siguieron disparando después de muerto. Luego cargaron su cadáver en el coche y lo pasearon por la ciudad, como un trofeo de caza. Pero Ramfis, a pesar de aquella tragedia, seguía siendo un príncipe, como cuando seducía a las actrices de Hollywood. Al despedirse, me dejó como propina varios billetes de mil pesetas, que entonces eran una fortuna. Le puedo asegurar que en aquellos billetes, que me vinieron muy bien y me permitieron casarme, no había, o por lo menos no se notaba, ni una sola mancha de sangre”.

domingo, 14 de febrero de 2010

Línea roja: Donde tropieces y caigas

Domingo, 7 de febrero
SOY YO

Me sobresaltaron unos golpes en la puerta pasada ya la media noche, cuando estaba a punto de irme a la cama. “Abre, soy yo”, dijo una voz de mujer. “¿Y quién eres tú?”, estuve a punto de preguntar. No conocía la voz, no esperaba a nadie. Pero abrí. Y allí estaba, asustada, como huyendo de alguien, una mujer ni guapa ni fea, de unos treinta años, a la que no había visto nunca. “¿Puedo pasar?”, y antes de que tuviera tiempo de decir nada ya estaba dentro. Se sorprendió de los montones de libros que cubrían el suelo y las sillas, a veces en equilibrio bastante inestable. “Creí que vivías en una biblioteca, pero veo que vives en un almacén de libros viejos”, me dijo.
Para que pudiera sentarse quité los libros y periódicos viejos que había en una de las sillas y yo me senté en el rincón que dejaban libre en el sofá. El televisor, como es habitual, parpadeaba sin voz. “Espero que no te moleste que me quede a dormir aquí esta noche”. “¿Perdón?”. No acababa de creerme lo que había oído. Hablaba como si me conociera de toda la vida y yo estaba casi seguro de no haberla visto nunca.


“¿No me irás a decir que no te acuerdas de mí?”, se enfadó y por un momento me pareció que iba a ponerse agresiva. “¿Quién me mandará a mí meter locas en casa?”, pensaba yo.
Se puso a llorar y de inmediato me sentí conmovido. Soy incapaz de ver llorar a una mujer o a un niño. “Si es solo una noche…”, dije. Y fui a quitar los libros que ocupaban la cama del segundo dormitorio, que es el que utilizo para leer un rato después de comer. Dejó de llorar de inmediato y todo lo iluminó con su sonrisa: “Gracias”.
Me di cuenta entonces de que no llevaba con ella ningún equipaje, solo el pequeño bolso que las mujeres no abandonan nunca, ni siquiera en las situaciones más desesperadas.
“¿Quieres que te preste uno de mis pijamas?”, “No, no es necesario. Y puedes acostarte cuando quieras, ya sé que es tarde para ti. Yo me quedaré un rato, todavía no tengo sueño. “¿Qué estabas viendo? ¿National Geographic? En ese momento, en la pantalla sin voz, aparecía un paisaje que me resultaba familiar: la bahía de Nápoles, con el perfil de Capri al fondo y a un lado la silueta del Vesubio. Luego un edificio medio en ruinas, que surgía, como los palacios venecianos, de las mismas aguas, el palacio de Don’Anna. Le di la voz al televisor y escucho entonces que está lleno de espectros y que en su sótano, a media noche, se escucha todavía el canto de las sirenas que fundaron la ciudad. Yo lo escuché una noche, eso sí que lo recuerdo bien. Y me fui a la cama dispuesto a fantasear un poco antes de dormirme.
Dormí de un tirón y cuando me levanté resulta que la mujer –seguía sin recordar su nombre-- estaba en la cocina, había terminado de desayunar y había dejado el café y las tostadas listos para mí. Me dio un beso, repitió gracias y se marchó. Me asomé a la terraza. Abajo la esperaba un taxi.
Llamé a mi amiga Catarina y se lo conté todo. “¡Qué cosas te pasan! Más te vale que sea un sueño o una de esas historias tuyas de fantasmas, porque si no vas a acabar recibiendo un buen susto como sigas abriéndole a cualquiera la puerta de tu casa”.



Lunes, 8 de febrero
MILLONARIO

Cuando no sé qué leer, abro al azar uno de los tomos últimos de las obras completas de Baroja –esos que reúnen sus artículos y deshilvanados ensayos-- y vuelvo a escucharle divagar, disparatar, arremeter contra esto y aquello, y sé que no tardaré en quedar fascinado, como en las inacabables tardes de mi adolescencia. “Yo siempre he tenido tiempo de sobra”, le escucho afirmar. “Otras cosas me han faltado en la vida, sobre todo dinero y suerte, pero el tiempo me ha sobrado siempre a montones. He sido millonario de días, de horas, de cuartos de hora y de minutos”.
Yo, más que el dinero, que siempre he necesitado poco, he echado en falta el talento, pero el tiempo no. En eso he sido siempre millonario.


Martes, 9 de febrero
PANORAMA


Recuerdo perfectamente el primer paisaje que me fascinó de verdad. Era una vista del golfo de Nápoles, desde las colinas de Posillipo, con la redondeada copa de un pino en primer plano y el humeante volcán al fondo, que venía en la Enciclopedia Álvarez. Esta tarde encuentro en la librería del Campillín una colección de antiguas postales coloreadas a mano: Ricordo di Napoli. Despliego el cuadernillo sobre la mesa del café. En ese mar azul, en ese abigarramiento de cúpulas, callejuelas y palacios tenían cabida todas las aventuras. Veo la Stazione Maritima, con su elegante racionalismo de los años treinta, pero no encuentro la metálica cúpula de las Galerías. En su lugar está todavía el barrio que arrasaron tras la peste de 1884. También falta, en la plaza del Plebiscito, el edificio del café Gambrinus. Pero el café se inauguró en 1860. ¿De qué fecha es entonces esta fotografía? Parece que el panorama que despliego ante mí está formado por imágenes de distinta época, que esta ciudad, tal como yo la contemplo ahora, no ha existido nunca.
También el Nápoles por el que a mí me gusta pasear, de la mano del niño que fui, está fuera del mapa y del calendario. Cierro los ojos, escucho el sonido de la sirena, y otra vez, en el Molo Beverello, embarco para Capri o Ischia.


Miércoles, 10 de febrero
SÉ MENTIR

Me llama, desde Valladolid, un periodista de la agencia EFE para preguntarme por el libro de Emilio Alarcos, Eternidad en vilo, donde se recopilan algunos de sus dispersos estudios de poesía contemporánea. Al final, ya terminada la entrevista, me dice: “Creo que usted es extremeño”, “Sí, de Aldeanueva del Camino”, “Conozco el pueblo, está muy cerca de Hervás. Por cierto, de Aldeanueva del Camino cuenta Marañón una curiosa historia sobre el encuentro del rey Alfonso XIII, cuando visitó Las Hurdes, con un pastor que había estado en la guerra de Cuba”.
Desde el otro lado del teléfono, no nota mi sonrisa. Claro que conozco esa historia: la he inventado yo. Me divierte comprobar que circula como verdadera.
Me gusta jugar un poco con el lector distraído. En lo que escribo, casi todo lo que parece ficción, es autobiografía, pero en cambio casi todo lo autobiográfico resulta rigurosamente inventado.
Pero el lector atento no se confunde nunca. Sabe que todo es verdad, o lo que es lo mismo, literatura.


Jueves, 11 de febrero
LA SOLEDAD

Una vida enteramente razonable, ese es mi ideal. Un ideal que, afortunadamente, no alcanzaré nunca.
He recordado el nombre de la mujer que estuvo en mi casa. Pero nunca fue amiga mía. Pasó, hace algún tiempo, tres o cuatro veces por la tertulia. Eso es todo.
¿De qué huía? ¿Por qué vino a mi casa, en dónde no había estado nunca? No sé, no quiero saberlo, solo me interesa el comienzo de las historias. Me aburre llegar hasta el final, siempre decepcionante.
Me gusta decir lo que pienso con un poco de ironía para que todos piensen que pienso otra cosa.
Antes de dormirme, para no seguir dándole vueltas a la extraña visita, vuelvo a Baroja: “Yo he pasado muchas horas solo, no teniendo más entretenimiento que mirar por la ventana a la calle o a las nubes, a una carretera o a un descampado. Cuando el espectáculo es hermoso, no hace falta más para sentirse a gusto; cuando es feo, se puede inventar una pequeña fábula. Me he habituado a la soledad y ya no me pesa y a menudo me encanta, siempre que no perturbe, como cuando va unida al insomnio o al lumbago”.



Viernes, 12 de febrero
LA POSTERIDAD

“¿Recuerdas el cuento Enoch Soames, de Max Beerbohm?”, me preguntan en el Oriental, que es donde hoy me incorporo a la tertulia después de una charla en La Felguera. “Seguro que lo leíste en la Antología de la literatura fantástica, de Borges y Bioy Casares. Un escritorzuelo vanidoso, deseoso de conocer lo que dirá de él la posteridad, hace un pacto con el diablo y reaparece cien años después de su muerte para llevarse la sorpresa de que nadie lo recuerda. ¿Qué harías tú si tuvieras la certeza de que serás olvidado, olvidado por completo, después de tu muerte?”
Afortunadamente, a mí el diablo no me va a proponer ningún pacto de ese tipo, así que siempre puedo conservar alguna esperanza. Pero no conviene tener demasiada. La posteridad es un tribunal de segunda instancia que suele ratificar las sentencias de los contemporáneos, siempre que estas sean desfavorables. Hay excepciones, claro, pero son eso, excepciones. Y debidas solo a que el escritor murió joven, o inédito, y sus obras tardaron en darse a conocer. La regla general es que, si ahora te hacen poco caso, luego te harán menos.
Pero yo –ya sé que lo elegante es quejarse- no necesito que me hagan más caso que el poco que me hacen. Y en la posteridad que a mí me gusta, por suerte, no hay viudas, ni cantautores, ni fundaciones, ni políticos que busquen hacerse una foto. Solo unos pocos lectores, como ahora, que en una biblioteca o en el rincón de una librería encuentran un libro mío y lo hojean y quieren seguir leyendo. ¿Que serán pocos? ¿Y qué? A mí, después de muerto, un lector me basta para seguir vivo.



Sábado, 13 de febrero
EL ORO

“Parece que ahora solo lees relatos protagonizados por gente de sesenta años a la que le pasan cosas desagradables”, me escribe un amigo desde México. Sonrío. Precisamente acabo de comenzar la última novela de Philip Roth, que trata de un hombre de sesenta años, un actor de éxito, que de un día para otro pierde su magia y siente que el mundo está agotado.
Yo no estoy agotado y el mundo no ha perdido para mí aún su magia. Pero tengo miedo: sé que esa es la próxima estación. Mientras tanto, recuerdo un precepto antiguo: “Donde tropieces y caigas, ahí encontrarás el oro”.

domingo, 7 de febrero de 2010

Línea roja: Siempre ocurre lo inesperado

Domingo, 31 de enero
GOOGLE MAPS

Mañana pasearé por las calles de Burdeos y esta mañana ya lo hago en la pantalla del ordenador. Trazo mis itinerarios: busco la plaza de la Bolsa, la del Gran Teatro, la librería Laurenciers, en el muelle de la Harina, que me ha recomendado Valdés; llego hasta el calmo río… El hotel está cerca de la Place des Grandes Hommes, con su rara cubierta de invernadero, allí podré refugiarme si hace mal tiempo.


Dejo el ordenador y abro un libro de François Mauriac. En Burdeos me aguardan las sombras amigas de Goya y Moratín, pero es el minucioso cronista de las sórdidas pasiones provinciales el que más me atrae: “Las casas, las calles de Burdeos son los acontecimientos de mi vida. Cuando el tren aminora la marcha sobre el puente del Garona y a la luz del crepúsculo vislumbro enteramente el cuerpo inmenso que se estira y se desposa con la curva del río, busco los lugares señalados por un campanario, una alegría, un pecado, un sueño. Burdeos es mi infancia y mi adolescencia separadas de mí, hechas piedra. Su historia es la historia de mi cuerpo y de mi alma”.
Para mí no hay nada más grato que recorrer una ciudad llena de historias, pero al margen de mi historia. Es como estrenar el mundo.


Lunes, 1 de febrero
LA DESCONOCIDA DEL RESTAURANTE

Había estado trabajando toda la mañana en el pequeño huerto que tengo detrás de casa, luego me duché, me cambié de ropa y cogí el coche para irme a comer al restaurante de Darío, en el centro del pueblo. Los fines de semana suele haber bastante gente y también los miércoles, día de mercado, pero hoy estaba casi vacío: una pareja a la que conocía de vista, a la que saludé con un gesto, y una mujer que comía cerca de la ventana que daba a la plaza. Yo me senté en mi mesa favorita, en la otra esquina, y mientras esperaba que me sirvieran no pude dejar de ojearla. No era ni muy guapa ni muy joven, pero era –no sé si me explico bien— confortable. Daba la impresión de que era capaz de hacer la vida más fácil a todo el que se moviera cerca de ella. Me habría gustado encontrar algún pretexto para entrar en conversación, pero antes de que pudiera decidirme hizo un gesto al camarero, pagó la cuenta y salió a la calle. Le pregunté a Darío, que en aquel momento salía de la cocina, si sabía algo de ella. “No la he visto nunca; tampoco parece que tuviera ganas de hablar”, me dijo.


Últimamente ando algo bajo de ánimos. No hay ninguna razón para ello, pero voy a cumplir sesenta, vivo solo, y cosas que hasta ahora habían ocupado buena parte de mi tiempo han comenzado a dejar de interesarme. He recorrido medio mundo, pero ahora me cuesta coger el coche si no es para comer en algún restaurante cercano. Sigo comprando libros, como siempre hice, pero ya no abro los paquetes impaciente nada más recibir un nuevo envío. Ahora quedan sin abrir a veces durante semanas. Las mujeres nunca me han interesado mucho. Me casé porque todo el mundo lo hacía y me divorcié luego sin demasiada pena, aunque un poco fastidiado por tanto engorro.
Ahora que no lo soy puedo decir sin equivocarme que durante los últimos años he sido feliz. Mi casa está bastante aislada, desde la ventana del dormitorio y desde la terraza veo el mar, tengo un pequeño huerto y una gran biblioteca, relativamente buena salud, nadie que me moleste, ¿qué más puedo pedir? Y de pronto fue como si los alimentos dejaran de tener sabor, como si el mundo entero, y con él mi pequeño paraíso, se volviera insípido.
Cuando salí del restaurante, me puse a pasear por el pueblo con la secreta esperanza, con la absurda esperanza, de volver a ver a aquella mujer. Una mujer, lo repito, que no tenía nada especial. No la encontré, por supuesto. Tampoco me detuve a hablar con nadie. La verdad es que tengo poca capacidad de hacer amigos. Llevo viviendo en este pueblo más de diez años y, salvo la asistenta, son muy pocas las personas que han estado en mi casa y yo no he estado de visita en ninguna casa. Hasta ahora no había echado de menos esa falta de vida social, todo lo contrario. Mi aislamiento era voluntario y formaba parte de mi felicidad. Y ahora, de pronto, sin saber por qué, comenzaba a pesarme. Debe de ser porque voy a cumplir sesenta años.
Di una vuelta por el pueblo, respondí al saludo de unas cuantas personas, entré en la iglesia (no a rezar, sino porque me gusta su penumbra silenciosa y una imagen de San Roque con su perro), me demoré cuanto pude, esperando no sé qué, y luego cogí el coche y volví a casa. Siempre me ha gustado volver a casa, yo creo que muchas veces si salía a dar una vuelta era solo para disfrutar con el regreso. Pero esta vez no. Esta vez volvía inexplicablemente apesadumbrado.
Iba tan abstraído en mis pensamientos que hasta que no detuve el coche no me di cuenta de que había alguien a la puerta. Se había dado la vuelta al oírme llegar. Su gesto era de impaciencia, como si hubiéramos tenido una cita y yo me hubiera retrasado más de la cuenta. Pero no teníamos ninguna cita. O sí. Porque aquella mujer era precisamente la desconocida del restaurante. Pero ahora, mirándome con gesto de enfado, no tenía un aspecto confortable, sino más bien amenazador.


Martes, 2 de febrero
EL LOBO

Antes de dormirme, me gusta contarme historias. Siempre digo que detesto las novelas, pero en mi cabeza he escrito cientos de novelas en las que yo, algo retocado, soy el protagonista. Supongo que a todos los adolescentes les habrá ocurrido lo mismo. Y yo sigo siendo un adolescente. Ayer, como no me sentía con ánimos para hablar de lo que me había pasado, traté de poner por escrito la última de esas historias, la que me ayudó a soportar la noche del domingo.
“¿Pero no estabas en Burdeos?”, me pregunta Ana Vega cuando me encuentra en el Rosal, hojeando un libro, escuchando música, viendo pasar la gente.


No, no estoy en Burdeos. El domingo, en el cine, a mitad de la película comencé a sentirme mal. Salí al baño: todo se oscureció de pronto. Un buen susto.
Alguna vez vendrá de verdad el lobo, pero esta vez parece que ha sido una falsa alarma. Ayer me creía morir y hoy recupero mis costumbres, lo que es para mí la mayor felicidad.


Miércoles, 3 de febrero
CALVIN KLEIN

En las noches de insomnio, me cuento historias, o pienso en los lugares en los que me gustaría vivir. En el monasterio de Novy Dvur, en la República Checa, por ejemplo. Nunca he estado allí, pero me fascina en las fotografías su geométrica simplicidad, el claustro de bóvedas suspendidas, sin columnas, su elegancia sigilosa. Es un monasterio cisterciense construido en el 2004. La abadía de Sept-Fons, en Borgoña, decidió fundar un nuevo monasterio y buscaron el arquitecto contemporáneo que mejor se adecuara a los preceptos enumerados por San Bernardo de Claraval. Y lo encontraron en John Pawson, famoso por sus minimalistas diseños de las tiendas de Calvin Klein.
No estaría mal retirarse a descansar un tiempo en ese monasterio. Unos frailes que descubren en una tienda de lujo al arquitecto capaz de dar forma actual a los ideales cistercienses seguro que resultarían compañeros interesantes. Pero de lo que yo necesito descansar un tiempo es de mí mismo y me temo que, vaya donde vaya, me llevaría conmigo.


Jueves, 4 de febrero
AÚN NO

Uno está seguro en su casa, en su mundo, y de pronto llaman a la puerta. Ese es siempre el comienzo de las historias que me gusta contar. Abro la puerta a una desconocida y todo cambia. Acaba la tranquilidad, comienza quizás la verdadera vida.
De sobra sé quién será la última visita. Este domingo, por un momento, pensé que era ella quién llamaba. Pero todavía no…


Viernes, 5 de febrero
UNA NOCHE DE INVIERNO

“Qué triste hacerse viejo y vivir y morir solo”, oigo decir en una mesa cercana de Los Porches. Ahora todo el mundo me parece que habla de mí. Pero yo me defiendo recordando una enternecedora historia familiar. La cuenta Mauriac, que amaba tanto a su provincia natal que no la soportaba.
----Un muchachito va una noche a buscar al médico porque su abuelo está enfermo. Se pone en marcha en un cabriolet, en mitad de la noche de invierno, por el camino lleno de baches. Para llegar a la alquería se ha de seguir una vereda de arena en plena oscuridad. A unos cuantos metros de la casa, el doctor ata su caballo a un pino y avanza de puntillas. Sorprende el alboroto de las risas, de las canciones en dialecto, de las botellas descorchadas, todo el estallido de una alegría inmensa porque el viejo se ha muerto. Pero el muchacho, corriendo, da la alarma. En un segundo, los llantos suceden a las risas, las canciones se cambian en gritos y lamentos.
“A los campesinos –escribe Mauriac— no les gusta que sus ascendientes, cuando llegan a cierta edad, duren demasiado. Solo llaman al médico a la cabecera del viejo para guardar las formas y cuando están seguros de que esa visita será la última”.


Sábado, 6 de febrero
UN ARTE DE VIDA

“Es una lástima que no seas creyente –me dice una amiga-, porque tú podrías haber sido un monje perfecto”.
Sonrío, pero la verdad es que el tipo de vida que a mí me habría gustado llevar, y el tipo de persona que me habría gustado ser se parece bastante al de un orensano que vivió casi toda su vida en el monasterio de San Vicente, aquí en Oviedo.
Una celda llena de libros es todo lo que necesito para ser feliz. Pero una celda que no sea un lago estancado, sino un río. Libros nuevos que entran cada día, toda la novedad de las prensas del mundo, y libros que salen para la biblioteca del monasterio, para las librerías de viejo o directamente para el reciclaje. Y no tener que preocuparme de la vida práctica. Solo leer y comentar lo leído, y discutir con este y con aquel, y arremeter incansable contra oscurantismos y sinrazones.